viernes, 11 de julio de 2008

El macho se resiste a desaparecer


Desde algunas posiciones feministas se nos dice, no sin razón, que las mujeres caen a veces en el error de pretender copiar modelos masculinos, en lugar de aportar su propio estilo a ciertos puestos de la sociedad que tradicionalmente han ocupado hombres. Incluso no falta quien advierte que el género femenino, entendido como rol cultural, "se está extinguiendo".

Luego se verá por qué -aunque algo de verdad haya en ello- semejante afirmación me parece una inexactitud. Lo que ahora me interesa traer a la consideración del amable lector es la contradicción que supone que, a la vez que se lamenta esa conducta mimética en las mujeres, se predique que los hombres deberían parecerse más a ellas, es decir, que deberían renunciar a su masculinidad, entendida como la glorificación de ciertos valores que culturalmente se han plasmado en la figura del guerrero: el desprecio del riesgo, la contención de los sentimientos, etc.

Se nos dice que eso beneficiaría en primer lugar a los hombres, que al no ser ya prisioneros de su propio estereotipo, podrán expresar mejor sus emociones ("si quieren llorar, llorarán") y no necesitarán adoptar conductas peligrosas para demostrar su hombría, tal y como argumenta Carmen Morán en el artículo de El País del que proceden los entrecomillados, titulado El hombre nuevo tarda en llegar.

En realidad, aquello que a la articulista le preocupa, como pronto nos explica, es más bien que la persistencia de ese rol masculino supone una barrera para la igualdad, la cual no será completa hasta que los hombres renuncien definitivamente al arquetipo inconsciente del guerrero. La pregunta entonces es: ¿dónde está el límite de la igualdad? Porque si admitimos que la naturaleza humana debería transformarse hasta el punto de eliminar las diferencias psicológicas entre los sexos, no veo el motivo para no ir más lejos. Hoy las técnicas de reproducción asistida ya permiten prescindir del pene. Eliminémoslo, pues. Hombres, ¿para qué? Las mujeres se bastan ya por sí solas para asegurar la continuidad de la humanidad.

No pretendo sugerir que ese sea el inconfeso objetivo de todas las feministas, claro está. Tampoco pretendo defender el macho ibérico ni los códigos de conducta de los pandilleros adolescentes. Lo que digo es que estoy en contra de toda ingeniería social encaminada a fabricar un "hombre nuevo".

Lo decisivo aquí es que se parte de una falsa premisa, la de que las diferencias psicológicas entre hombres y mujeres son meras construcciones culturales. Es mentira, y todos los que somos padres sabemos que los niños espontáneamente sienten inclinación por juegos más violentos que las niñas. Aunque sus padres sean unos progres pacifistas y nos les compren juguetes bélicos, cualquier palo les parecerá una espada. Y no se empeñen: ¡Los niños no quieren jugar con muñecas!

La agresividad masculina, no lo niego, es uno de los problemas que toda civilización trata de un modo u otro de contrarrestar, sea canalizándola, reprimiéndola o, lo que es más habitual, con una mezcla de ambos métodos. Pero en nuestra sociedad estamos asistiendo a un fenómeno nuevo. Por un lado desde hace tiempo se viene desprestigiando irresponsablemente toda forma de interiorización de la represión (la religión y la moral tradicional), y por otro se condena o censura determinado tipo de entretenimientos (desde la caza hasta los videojuegos) que pueden actuar como válvulas de escape. De modo que la única vía que se percibe como factible es la tranformación del ser humano mediante la educación, la cual cada vez consiste menos en transmitir conocimiento que en suministrar ese cuerpo de supersticiones modernas conocidas como lo políticamente correcto. Supersticiones que no logran nunca sus objetivos declarados, pero que allanan el terreno para el despotismo.

En efecto, como no se trata principalmente de un problema de educación, sino derivado de nuestro pasado evolutivo como cazadores-recolectores, que sólo recientemente hemos producido una civilización a la cual no estamos adaptados biológicamente, el fracaso de esa estrategia es patente. Pero en vez de abandonarla y reconsiderar viejas medidas desprestigiadas, se incide más en la propaganda desde el poder político, se justifican cada vez mayores dosis de intervencionismo, incluso leyes que atentan contra la igualdad. Y cada vez que se produce un nuevo episodio de maltrato a una mujer, se insiste en culpar al machismo cultural y por extensión, sutilmente, a todo lo que huela a tradición. Se olvida que según la vieja moralidad de nuestros padres, ningún hombre que se preciara de serlo podía jamás ponerle la mano encima a una mujer, ni tratarla con grosería. Desde luego, eso no evitaba que existieran maltratadores (aunque me pregunto si más o menos que ahora), pero es evidente que ello no era debido a la cultura machista, sino más bien a pesar de ella, en contra de la tesis comúnmente admitida. Que es algo así como culpar del alcoholismo a la cultura del vino.

Como a algunos comentaristas que últimamente se prodigan por aquí hay que explicárselo todo, quiero aclarar que no estoy defendiendo el machismo, sino cuestionando la burda caricaturización que el seudoprogresismo hace de él, de la misma manera que cuestionar ciertos tópicos de la izquierda sobre el franquismo no significa necesariamente simpatizar con este régimen.

En definitiva, la ignorancia, la hipocresía y el negarse a mirar la realidad, no pueden conducir a nada bueno. Del mismo modo que empeñarse en ignorar la íntima conexión entre la distribución de la riqueza y su producción sólo conduce a la miseria, desconocer los componentes biológicos de nuestra conducta es una receta segura para la frustración y la anomia social; terreno abonado para los políticos salvadores, siempre fértiles en ocurrencias que ofrecer al eterno coro de los memos, anhelantes de algo que aplaudir, y así continuar progresando por la senda de un totalitarismo huxleyano que por fin dé con la fórmula perfecta de la esclavitud feliz. O sea, de la castración indolora.