jueves, 16 de abril de 2015

Cristianismo, ¿verdad o mentira?


1. El futuro del cristianismo
La tendencia en Europa y los países anglosajones de América y Oceanía (lo que para abreviar llamaremos Occidente) es que el número de cristianos disminuya considerablemente en el período que va del 2010 al 2050, según un reciente informe del Pew Research Center. En algunos países, este fenómeno será tan acusado que en ellos el cristianismo perderá su estatus de creencia mayoritaria. Por ejemplo, en Francia, que pasaría de un 63 % de cristianos en 2010 a sólo el 44 % en 2050. Algo parecido sucedería (siempre según el citado estudio) en Reino Unido, Holanda, Australia y Nueva Zelanda. En otros países la debacle no será tan dramática, pero sí considerable. En Estados Unidos se pasaría del 78 al 66 %, datos muy similares a los de España. (Del 78,6 al 65,2 por ciento.) Incluso los países con mayorías católicas más holgadas, como Italia, Irlanda y Polonia, se verán afectados por reducciones del número de fieles cristianos, aunque no tan pronunciadas.
Desde un punto de vista agnóstico o ateo, las causas de esta reducción del número de creyentes pueden parecer obvias. El cristianismo no sería más que un conjunto de creencias irracionales y precientíficas, que el paso del tiempo se encarga por sí solo de ir convirtiendo en minoritarias, aunque sea a un ritmo exasperantemente lento para quienes las consideran como poco más que meras patrañas.
Esta explicación tan simple se enfrenta a dos serias objeciones. En primer lugar, mientras que los niveles mundiales de alfabetización y escolarización probablemente seguirán creciendo, las proyecciones indican que el número de cristianos también aumentará en el mundo en términos absolutos, manteniéndose, en términos relativos, en el 31,4 %. Y si sumamos los creyentes de las tres grandes religiones monoteístas, su porcentaje pasaría del 54,8 en 2010 al 61,3 en 2050, debido principalmente al incremento de musulmanes. En cambio, la proporción de personas que no están afiliadas a ninguna religión (unaffiliated) será menor en 2050 que en 2010, al pasar de un 16,4 % al 13,2 %. En resumen, la religión no tiende a disminuir a nivel mundial, sino al contrario, al tiempo que hay más escuelas y la información circula más velozmente.
En segundo lugar, no ser creyente de ninguna religión establecida no equivale automáticamente a no profesar ningún tipo de creencia espiritual, irracional o supersticiosa. Como señalan los autores del susodicho informe, la categoría de no afliados es inevitablemente heterogénea, pues incluye tanto a ateos y agnósticos como a creyentes en Dios o un “poder superior”, aunque no estén adscritos a ninguna confesión concreta. Más aún, nada garantiza que las personas que no creen en ningún tipo de realidad sobrenatural no estén por ello imbuidas de una gran diversidad de supersticiones “laicas”, vamos a llamarlas así, de prejuicios sin verdadera base racional, aun cuando muchas veces pretendan revestirse de apariencia científica o, en un sentido que sería arduo precisar, “progresista”.
Ahora bien, si la concepción ilustrada o positivista de la religión no parece muy acorde con los hechos sociológicos, cabe replantearse la pregunta de por qué se produce este retroceso del cristianismo en Occidente. A modo sólo de apunte, digamos para empezar que debemos cuestionar la idea de que la increencia (en alguna religión establecida, aunque no necesariamente en realidades sobrenaturales) sea un fenómeno típicamente occidental. De hecho, ocurre todo lo contrario. Más de las tres cuartas partes de los no afiliados a ninguna religión se encuentran en la región Asia-Pacífico. Y los países con mayores porcentajes de no afiliados están encabezados por Corea del Norte (71 %), Japón (57 %), China (52 %), Corea del Sur (46 %) y Vietnam (29,6 %). Así pues, a lo que aparentemente tendemos es a una cierta “asiatización” de Occidente, y no al revés, como comúnmente se cree.
Debemos reconsiderar también el papel de maestros y profesores, que sin duda alguna han sido claves en la difusión de las ideas secularistas o incluso antirreligiosas, elaboradas por una minoría de filósofos y escritores. A diferencia de lo que pretende la concepción iluminista, más que de un heroico combate contra la ignorancia y el oscurantismo, se ha tratado de algo que podría describirse mucho mejor como un adoctrinamiento masivo, posteriormente reforzado por la labor de periodistas (y los quizás aún más influyentes guionistas de cine), formados a fin de cuentas por esos mismos maestros adoctrinadores.
Dos son los rasgos generales de la educación que en las últimas décadas se viene impartiendo en Occidente, y que en nuestra opinión justifican un severo juicio sobre su verdadero papel. El primero es que la calidad de contenidos humanísticos no ha dejado de decrecer, justificada con ideas pedagógicas que cuestionan la autoridad del profesor, la memorización y el mérito. Esto implica que los alumnos no sólo reciben ideas críticas sobre el cristianismo (cosa contra la cual no habría nada que objetar) sino que se les priva de los conocimientos históricos, filosóficos y artísticos que les permitirían poner en el sitio adecuado tales críticas. Lo cual es sencillamente tramposo.
El segundo rasgo es el compromiso de los educadores con un relativismo cultural militante, que conduce a cuestionar por principio que Occidente pueda tener algo que aportar a ninguna otra civilización, salvo quizás en el plano estrictamente tecnológico. Así, los jóvenes aprenden bien pronto a desconfiar de toda su tradición cultural, al menos de lo poco que profundizan en ella en las aulas. Esto en el caso de los nativos; en el caso de los que proceden de otras culturas, simplemente obtendrán la confirmación de los prejuicios antioccidentales que ya abrigaban. Y después, periodistas, educadores y “expertos” se lamentarán ritualmente por los problemas de integración, de los que culpan al racismo y la xenofobia de los nativos, lo que de nuevo reafirma a los inmigrantes en la idea de que Europa no es más que una dispensadora de ayudas sociales, nunca suficientemente generosa.
En resumen, la escuela y la universidad han perdido su función de transmisora del legado espiritual de nuestra civilización. Se han convertido en fábricas de ideología, más concretamente de una cosmovisión que pretende sustituir al cristianismo y al humanismo clásico, gran parte de cuyos contenidos son desdeñados como etnocéntricos, alienadores, sexistas y homófobos. Una cosmovisión, la llamada progresista o “políticamente correcta”, que es intelectual y estéticamente mucho más pobre que las elaboraciones y creaciones de Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Dante, Cervantes o Shakespeare.
Digámoslo sin tapujos: la descristianización no parece asociada al progreso de las luces, sino a un retroceso a la barbarie. La inmensa mayoría de quienes no se consideran cristianos, no han leído apenas la Biblia. (Aunque sea cierto que muchos cristianos tampoco.) Y las Confesiones de San Agustín, los Pensamientos de Pascal o algunas obras de apologistas de este siglo o el anterior, como C. S. Lewis, Chesterton o Vittorio Messori, ni pensarlo. (Quizá ya sería excesivo pedir que leyeran obras más difíciles como Introducción al cristianismo, de Ratzinger.) Ignoran atrevidamente la riqueza y hondura del pensamiento cristiano, y les basta con el último panfleto o documental televisivo que les asegura que todo eso son fábulas para incautos. Los ideólogos progresistas gustan de acusar a los creyentes de ignorantes, sin percatarse de que este adjetivo define perfectamente al comecuras de barra de bar.


2. Las críticas al cristianismo
Ahora bien, el lector escéptico puede pensar que por mucha calidad intelectual y estética que le reconozcamos al pensamiento, la literatura y el arte cristianos, ello no demuestra que después de todo no estén basados en un patético error. La cuestión de fondo no es si el cristianismo es propio de inteligentes o idiotas (pues los primeros pueden equivocarse, como los segundos acertar accidentalmente) sino si es verdadero o falso.
Las críticas que recibe el cristianismo pueden ordenarse básicamente en los seis epígrafes siguientes:
1) El problema del mal. Si Dios es infinitamente poderoso y bueno, ¿por qué permite el sufrimiento de los inocentes? ¿Por qué en tantas ocasiones parece triunfar el mal?
2) La autosuficiencia del conocimiento científico. Si la ciencia explica cómo surgió el universo y cómo funciona, apelando a leyes naturales necesarias y al azar, carentes de propósito alguno, ¿que necesidad tenemos de postular un Dios?
3) La pluralidad de religiones. Puesto que hay una diversidad tan grande de religiones y creencias, ¿por qué el cristianismo debería ser la verdadera?
4) La crítica histórica de los evangelios. ¿Qué razones tenemos para creer que Jesús no fue simplemente un predicador o un profeta entre tantos? ¿No es la resurrección un bonito cuento elaborado por algunos de sus discípulos?
5) La crítica del concepto de pecado. ¿Por qué deberíamos considerar como pecado conductas que se realizan con el pleno consentimiento de personas adultas? ¿Qué tiene de malo gozar del sexo sin restricciones, elegir el momento de la propia muerte, o abortar un organismo carente de consciencia, y quizás hasta de sensibilidad nerviosa, si una madre no desea proseguir con su embarazo?
6) Las incongruencias morales de los cristianos. Estos en el pasado han perseguido a quienes no pensaban como ellos, se han enzarzado en guerras y cruzadas. En la actualidad, la Iglesia se ha visto envuelta en escándalos de pedofilia y de tipo económico. ¿Por qué deberíamos creer en la verdad del cristianismo, si tantos cristianos se comportan igualmente o peor que muchos no cristianos?
Hay que admitir que este tipo de preguntas son absolutamente legítimas, y por tanto todo cristiano tiene la obligación intelectual de responderlas e incluso de respondérselas a sí mismo, o al menos de intentarlo. Es cierto que la fe nos permite llegar más lejos que la razón, abandonada a sí misma. Pero también lo es que, como decía Leibniz, “dos verdades no pueden contradecirse”. Es decir, si los argumentos en contra de los dogmas cristianos fueran formalmente irrebatibles, ninguna apelación a la fe podría salvarlos. Podemos creer en lo que no vemos, pero no podríamos creer en algo que chocara frontalmente con una verdad evidente. Es necesario, pues, aceptar el desafío de los críticos. Ahora bien, no otra cosa es lo que ha hecho el cristianismo desde sus orígenes, y particularmente a través de sus más grandes pensadores, como San Agustín y Santo Tomás. Lo que ya no es legítimo es pretender refutar al contrario sin convocarle siquiera a su defensa, sin examinar sus razones. Y esto es lo que hace la cultura laica dominante. Aunque también hay que reconocer que una parte de culpa la tienen los propios cristianos, que en demasiadas ocasiones rehúyen la dialéctica sobre los fundamentos, en aras de un consenso mal entendido con los no creyentes u otras razones.
En este escrito, cuya intención es ser lo más breve posible, resulta imposible dar una adecuada respuesta a las críticas arriba expuestas. Pero conviene esbozar unas mínimas líneas argumentales, para lo cual abordaré los seis puntos anteriores en orden inverso.
Los dos últimos puntos, referidos a la dimensión moral del cristianismo, surgen como consecuencia de las dudas sobre la resurrección y la divinidad de Cristo. En efecto, si Jesús no fue más que un predicador o maestro de moral, si su muerte no fue más que un “accidente laboral”, como ha llegado a decir un teólogo, el cristianismo se reduce a un mensaje de tipo pacifista y buenista, apenas distinguible de la cosmovisión progresista imperante. La ética deja de tener un fundamento trascendente y objetivo, y se convierte en cháchara psicológica de autoayuda o en política. Esto no significa que el proceso de la incredulidad religiosa siga necesariamente el orden lógico. Probablemente son muchos los que se han alejado del cristianismo por razones morales, porque no admiten que nadie les diga “cómo tienen que vivir”. Pero si son mínimamente coherentes, esto les tiene que llevar a dejar de creer que Jesús sea realmente el Hijo de Dios, o al menos a adoptar una posición agnóstica sobre el particular, como si lo realmente importante no fuera quién fue Jesús, sino su “verdadero mensaje”, que consistiría en entresacar de los Evangelios sólo lo conveniente, lo que menos compromiso y esfuerzo parece requerir, más allá de una trivial ética de supuestos mínimos.
El problema de la historicidad del Evangelio es efectivamente la clave de todo, como no podía ser menos. Basta, para los fines de este breve artículo, señalar al respecto que todos los intentos de la crítica histórica y textual de cuestionar la credibilidad histórica del relato de los evangelios, se han visto a su vez cuestionados por cada generación. Primero se dudó incluso de la existencia histórica de Jesús; ningún autor serio sostiene hoy tal cosa. Luego vinieron las pretensiones de datar la redacción de los Evangelios lo más tardíamente posible, pretensiones que también han sido abandonadas por investigaciones sucesivas. Se ha negado validez a numerosos detalles históricos y geográficos reflejados en el Nuevo Testamento, detalles que la arqueología ha venido luego a confirmar[1]. En fin, son incontables los intentos de explicar los aspectos más chocantes de las Escrituras mediante las teorías psicológicas, antropológicas, políticas y económicas más en boga en cada momento. Toda esta literatura acaba siendo olvidada, y el Evangelio, con su singularidad irreductible, permanece. Por mucho que eruditos o diletantes imbuidos de prejuicios materialistas se empeñen en negarlo o relativizarlo, lo cierto es que algo absolutamente extraordinario sucedió hace dos mil años en Palestina, algo que no encaja en ninguna teoría humana.
Se comprende que si admitimos la resurrección de Cristo, la tercera objeción al cristianismo, que hace referencia a la pluralidad de religiones, resulta inane. Pues el Evangelio no es tanto una doctrina como un relato, no es tanto una cosmovisión entre otras, como la noticia de un acontecimiento, el más decisivo de la historia. Pero incluso sin tener en cuenta la esencia única del cristianismo, la diversidad de opiniones o creencias no es demostrativa de nada. La religión cristiana puede ser una entre otras, pero también puede ser la única verdadera. Y por cierto, esta afirmación pronto ya no podrá ser tildada de eurocéntrica, pues en 2050 el 38 % de los cristianos del mundo serán africanos, frente al 15,6 % de europeos.
Por último, tenemos los dos argumentos fundamentales que niegan la existencia de Dios: el problema del mal y la idea de que el universo puede existir por sí mismo sin necesidad de postular una inteligencia trascendente. Lo que aquí interesa no es resolver cuestiones tan hondas en un par de párrafos, sino mostrar que el pensamiento de inspiración cristiana se ha enfrentado desde siempre con toda seriedad a estos argumentos, y que sus soluciones como mínimo nos obligan a una reflexión que esté a la altura.
El lugar clásico sobre el tema es la Suma Teológica de Tomás de Aquino. El Doctor de la Iglesia por antonomasia plantea con total honestidad la dificultad: “Parece que Dios no existe” (Videtur quod Deus non sit), exponiendo los dos argumentos aquí señalados. En primer lugar, “si... hubiese Dios, no habría mal alguno. Pero hallamos que en el mundo hay mal. Ergo, Deus non est.” En segundo lugar, en el supuesto de que Dios no existiera, se podría explicar “cuanto vemos en el mundo” mediante los principios de la naturaleza y de la voluntad humana. “Por consiguiente, no hay necesidad de recurrir a que haya Dios.” (Suma, 1 q. 2 a. 3.)
Es preciso percatarse, en relación con este último argumento, de su antigüedad, al contrario de la extendida idea de que han sido los avances de la ciencia moderna lo que ha convertido en superflua la idea de Dios. No hubo que esperar a Darwin ni mucho menos a su hooligan Richard Dawkins para llegar a la conclusión de que el azar y la necesidad parecen suficientes para explicar todo lo que existe. Muchos siglos antes, ya lo habían propuesto Demócrito y Epicuro, a cuyos sistemas se refiere más de una vez Santo Tomás. Lo cual no es óbice para sostener que podría tratarse de una conclusión equivocada.
Actualmente, lo habitual entre autores teístas es tratar de mostrar que la idea de Dios no tiene nada de incompatible con la ciencia, sino con determinadas interpretaciones basadas en ella. Esto es totalmente cierto, pero el tomismo no se limita a esta argumentación defensiva, sino que sostiene que es inconcebible que el universo pueda existir sin próposito alguno. Supera la capacidad de quien escribe tratar de resumir con justicia el pensamiento de Santo Tomás, cuya consistencia hace muy difícil trasvasarlo a un lenguaje moderno. En lugar de ello, daré un rodeo que tal vez permita comprender mejor la solidez de sus fundamentos teleológicos[2].
Existen tres posibles concepciones metafísicas radicales, en el sentido de ir a la raíz de las cosas. La primera sería negar que exista ningún tipo de ser subsistente, es decir, ningún ente que no pueda no existir. Todo es contingente, todo puede ser o no ser, esta silla, el árbol de la esquina, el universo entero. (Algunos autores han negado que el universo como un todo se pueda considerar un objeto. Pero esto choca con los métodos de la cosmología científica, empezando por el mero hecho de que exista una disciplina cuyo objeto sea el cosmos, como muy bien ha señalado el filósofo de la ciencia Francisco José Soler.) Lo único absolutamente imposible es que algo sea y no sea a la vez, pero en principio todo puede ser o no ser. El problema de esta concepción, que ha repugnado siempre al pensamiento occidental desde sus orígenes griegos, es que renuncia por completo a explicar la existencia del orden. Es decir, considera que el orden mismo es contingente, podría no darse, y por tanto se ve obligada a admitir que podría truncarse en cualquier instante. (Una franca exposición literaria de esta concepción se halla en la novela La náusea, de Sartre.)
La segunda concepción metafísica surge precisamente del rechazo rotundo a la anterior, y consiste en afirmar que en realidad todo es necesario, es decir, que todo cuanto existe debe existir necesariamente, que nada podría haber sido distinto de cuanto es. Esto supondría, entre otras cosas, negar por completo la libertad humana. Sin embargo, esta tesis desconcertante consigue parecer admisible concediendo un importante papel al azar, ya desde Demócrito y Epicuro, que introdujeron una desviación aleatoria de las trayectorias atómicas para explicar la infinita variedad de sus interacciones. Pero el azar no está exento de problemas, pues su propia limitación indica que no es absoluto; no cualquier cosa puede suceder, sino sólo ciertos eventos delimitados en ciertas circunstancias. (Cuando uno arroja un dado, espera sólo seis posibilidades, no infinitas, como por ejemplo que el dado se convirtiera en una moneda, o en un pájaro que se escapara por la ventana.) Es decir, aún admitiendo la acción del azar, parece que existen infinitas posibilidades que no se realizan, siendo lógicamente posibles. Explicar esto desde la concepción de que nada es contingente nos termina conduciendo a la hipótesis más extrema del llamado multiverso, es decir, que todo lo lógicamente posible existe. Habría, en consecuencia, infinitos universos paralelos que se distinguen del nuestro, ya sea por detalles irrelevantes (como que ayer lloviznara en Barcelona o no, o que Pepito olvidara un recado intrascendente o no), ya sea en las leyes más fundamentales, como la intensidad de la gravedad o la constante cosmológica. Esto incluye universos que hasta el minuto actual han sido indistinguibles del que conocemos, incluso en los sucesos más insignificantes, pero que empiezan desde ahora mismo a diferir del nuestro en las direcciones más improbables y disparatadas, mientras no choquen con el principio de contradicción. Así, hay un universo en el cual, inopinadamente, aparece un rinoceronte en mi habitación. Esto parece violar varias leyes físicas que consideramos inmutables, pero en realidad, la única ley inmutable sería que todo cuanto no es analíticamente contradictorio existe. Lo cual ampara que haya universos en los que siempre se verifican determinadas leyes físicas (como hasta ahora parece ser el caso del nuestro) y también universos en los que las leyes físicas no son constantes, o por ser más precisos, no se verifican siempre. Lo importante es percatarnos de que no tenemos ningún medio para saber si nuestro universo está entre los primeros o los segundos. Es decir, por una suerte de sorprendente ironía, nos vemos conducidos a la posibilidad de un escenario no distinguible en la práctica de la primera concepción metafísica, la de que todo es contingente, todo puede suceder, por absurdo que resulte.
A menudo, los partidarios de que todo es necesario rehúyen las incómodas consecuencias últimas de su tesis argumentando que, efectivamente, todo puede suceder, pero en los universos que no se comportan regularmente es imposible la aparición de la vida inteligente, y por tanto esta se da sólo en aquellos que casualmente observan un orden contante. Pero esto es engañoso. Efectivamente, podrían existir innumerables universos que por su carácter caótico no permitieran la emergencia de vida inteligente, pero también podrían existir otros tantos con leves irregularidades, perfectamente compatibles con la aparición de un ser como el hombre. En el ejemplo del rinoceronte que hemos puesto, podemos imaginar que hechos comparables por su carácter absurdo ocurrieran sólo una vez en la historia humana (o muy pocas), y que todo el resto permaneciera igual. Dicho de otro modo, el orden que observamos en nuestro universo es mucho más elegante y estricto que el que se requeriría para simplemente permitir nuestra existencia.
Nos queda sólo la tercera concepción metafísica fundamental. Según esta, existiría un ser necesario que sería la causa de todos los seres contingentes, sin que estos dejaran de ser tales. Esta idea parece prima facie contradictoria. Pues si el ser necesario A causa a B, este será a su vez necesario, no podría no existir, luego no habrá ningún ser contingente. Esta aparente antinomia se resuelve mediante el concepto de creación. A no causa a B de modo necesario, sino libremente, lo que no significa arbitrariamente. Es decir, de manera absolutamente lógica, por eliminación, nos damos de bruces con la concepción de un Dios personal, un ser increado, que existe por sí mismo, y que da origen a todo lo demás por una libre decisión de su voluntad, y sin tener ninguna obligación ni necesidad de ello. Siguiendo este hilo, vemos que un ser subsistente es necesariamente infinito y perfecto (es decir, bueno), pues existiría aunque no hubiera ninguna otra cosa, y por tanto nada puede limitarlo. De ahí inferimos que el fin de la Creación debe ser bueno, exento de cualquier interés egoísta o veleidad, algo completamente incompatible con un ser perfecto.
Si tuviéramos que resumir esta argumentación con un solo concepto, este sería el de orden. El orden cósmico nos lleva a pensar que no cualquier cosa puede, de hecho, suceder (aunque sí lógicamente), y que nada sucede sin una razón, en el sentido más amplio del término, que incluye la motivación inteligente. Y ambas cosas sólo pueden sostenerse en la existencia de una inteligencia ordenadora primordial, que elige unas posibilidades y por ello mismo descarta otras, movida por un fin absolutamente bueno.
Ahora bien, la solución teísta se encuentra entonces con una última pero formidable objeción, la que Santo Tomás reconoce con toda sinceridad en primer lugar. Si Dios es infinito y perfecto ¿por qué ha creado un mundo imperfecto, donde existe el mal? ¿No podía haber hecho algo mucho mejor?
El Aquinate responde a esta cuestión en varios lugares de sus obras, apoyándose en gran medida en San Agustín. En resumen, podemos decir que caemos en contradicciones cuando pretendemos obtener el máximo bien eliminando todo mal particular. Un mundo en el que no existiera por ejemplo el hambre, sería un mundo en el que el ser humano no hubiera tenido que luchar jamás por su sustento, un Edén en el que bastaría con extender la mano para obtener los frutos de la naturaleza, o en que el esfuerzo imprescindible fuera mínimo. En esta clase de paraíso terrenal, resulta difícil comprender qué motivo hubiéramos tenido para salir de la mera animalidad, de una existencia comparable a la de un perro que sabe que tiene el sustento asegurado por su amo. En un mundo así, que no casualmente evoca el relato del Génesis, no habría existido el hambre, pero tampoco la técnica, la ciencia, la arquitectura, la poesía, la música, ni nada de cuanto nos hace diferentes de un perro. Se podría replicar que Dios mismo nos podría haber educado y guiado para alcanzar todos esos bienes sin necesidad de acicatearnos con la escasez ni otros males, pero ¿realmente hubiera podido existir un Mozart o un Cervantes sin sufrimiento, sin esfuerzo, sin desgarradoras vivencias?
Sí, soy consciente de las bellas y delicadas almas que tildarán este dilema de perverso, de chantaje inaceptable, y nos dirán algo así como que todas las composiciones de Mozart no valen que un niño pase hambre un solo día, o algo por el estilo. (Las veo corriendo a vender todos sus bienes, incluida aquella querida colección de vinilos, para socorrer a los niños del Tercer Mundo[3].) Algunas de estas almas bellas son las mismas que creen que es mejor abortar a un ser humano nonato que permitir que nazca y sufra miseria. Es decir, que sería mejor no haber nacido que sufrir. Estoy absolutamente en desacuerdo, pero reconozco que no sé cómo argumentar racionalmente mi posición, aunque tampoco creo que pueda hacerlo la posición contraria.
Llegamos así, quizás, a la disyuntiva fundamental. La de quienes, pese a todos los males de este mundo, experimentamos una hondísima necesidad de agradecimiento por el simple hecho de estar vivos (y el agradecimiento sólo es realmente posible a otra persona, no a un ente inanimado), y quienes por el contrario ven principalmente la existencia como un motivo de protesta, de queja, aunque paradójicamente aseguren con frecuencia odiar la muerte, como en el chiste de aquel que se quejaba de que la comida de un restaurante era muy mala, y encima servían poca cantidad.
Tal vez, todos los argumentos que podamos considerar a favor y en contra de la existencia de Dios procedan de estas dos actitudes fundamentales, que en sí mismas escapan a la argumentación. Y esto nos lleva de nuevo a lo que fue el arranque de nuestra reflexión, por qué los cristianos disminuyen en Europa y Norteamérica, y en cambio aumentan en África o en China, pese a las persecuciones. Puede que la respuesta, en el fondo, sea tan simple como que unos, en medio de su abundancia material, están más aburridos, por no decir cansados de la vida, mientras que otros demuestran muchas más ganas de vivir, y por tanto de darle las gracias a Aquel que nos ha creado y entregó a su hijo por nosotros.




[1] Por poner sólo un ejemplo, la primera evidencia epigráfica de la existencia del pueblo de Nazaret no se halló hasta 1962, poniendo en ridículo las teorías que la consideraban una localidad mítica. (Vittorio Messori, Hipótesis sobre Jesús, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2008, pp. 226-227.)
[2] Los pacientes lectores de mi blog ya conocen las reflexiones siguientes por entradas anteriores, por lo que espero no aburrirles demasiado.
[3] Se podrá tachar el comentario de demagógico. Pero lo es mucho más culpar a Wall Street y seguir durmiendo bien por las noches, sin desprendernos de nuestra discoteca personal; modestísima, por supuesto: por lo visto, nunca somos lo suficientemente ricos para no culpar a otros de la desnutrición en el mundo.