1. El futuro del cristianismo
La tendencia en Europa y los
países anglosajones de América y Oceanía (lo que para abreviar llamaremos Occidente) es que el número de
cristianos disminuya considerablemente en el período que va del 2010 al 2050,
según un reciente informe del Pew Research Center. En algunos países, este
fenómeno será tan acusado que en ellos el cristianismo perderá su estatus de creencia
mayoritaria. Por ejemplo, en Francia, que pasaría de un 63 % de cristianos en
2010 a sólo el 44 % en 2050. Algo parecido sucedería (siempre según el citado
estudio) en Reino Unido, Holanda, Australia y Nueva Zelanda. En otros países la
debacle no será tan dramática, pero sí considerable. En Estados Unidos se
pasaría del 78 al 66 %, datos muy similares a los de España. (Del 78,6 al 65,2 por
ciento.) Incluso los países con mayorías católicas más holgadas, como Italia,
Irlanda y Polonia, se verán afectados por reducciones del número de fieles
cristianos, aunque no tan pronunciadas.
Desde un punto de vista agnóstico
o ateo, las causas de esta reducción del número de creyentes pueden parecer
obvias. El cristianismo no sería más que un conjunto de creencias irracionales
y precientíficas, que el paso del tiempo se encarga por sí solo de ir convirtiendo
en minoritarias, aunque sea a un ritmo exasperantemente lento para quienes las
consideran como poco más que meras patrañas.
Esta explicación tan simple se
enfrenta a dos serias objeciones. En primer lugar, mientras que los niveles mundiales
de alfabetización y escolarización probablemente seguirán creciendo, las
proyecciones indican que el número de cristianos también aumentará en el mundo en
términos absolutos, manteniéndose, en términos relativos, en el 31,4 %. Y si
sumamos los creyentes de las tres grandes religiones monoteístas, su porcentaje
pasaría del 54,8 en 2010 al 61,3 en 2050, debido principalmente al incremento de
musulmanes. En cambio, la proporción de personas que no están afiliadas a
ninguna religión (unaffiliated) será
menor en 2050 que en 2010, al pasar de un 16,4 % al 13,2 %. En resumen, la
religión no tiende a disminuir a nivel mundial, sino al contrario, al tiempo
que hay más escuelas y la información circula más velozmente.
En segundo lugar, no ser creyente
de ninguna religión establecida no equivale automáticamente a no profesar
ningún tipo de creencia espiritual, irracional o supersticiosa. Como señalan
los autores del susodicho informe, la categoría de no afliados es inevitablemente
heterogénea, pues incluye tanto a ateos y agnósticos como a creyentes en Dios o
un “poder superior”, aunque no estén adscritos a ninguna confesión concreta.
Más aún, nada garantiza que las personas que no creen en ningún tipo de
realidad sobrenatural no estén por ello imbuidas de una gran diversidad de
supersticiones “laicas”, vamos a llamarlas así, de prejuicios sin verdadera
base racional, aun cuando muchas veces pretendan revestirse de apariencia
científica o, en un sentido que sería arduo precisar, “progresista”.
Ahora bien, si la concepción
ilustrada o positivista de la religión no parece muy acorde con los hechos
sociológicos, cabe replantearse la pregunta de por qué se produce este
retroceso del cristianismo en Occidente. A modo sólo de apunte, digamos para
empezar que debemos cuestionar la idea de que la increencia (en alguna religión
establecida, aunque no necesariamente en realidades sobrenaturales) sea un
fenómeno típicamente occidental. De hecho, ocurre todo lo contrario. Más de las
tres cuartas partes de los no afiliados a ninguna religión se encuentran en la
región Asia-Pacífico. Y los países con mayores porcentajes de no afiliados
están encabezados por Corea del Norte (71 %), Japón (57 %), China (52 %), Corea
del Sur (46 %) y Vietnam (29,6 %). Así pues, a lo que aparentemente tendemos es
a una cierta “asiatización” de Occidente, y no al revés, como comúnmente se
cree.
Debemos reconsiderar también el
papel de maestros y profesores, que sin duda alguna han sido claves en la
difusión de las ideas secularistas o incluso antirreligiosas, elaboradas por
una minoría de filósofos y escritores. A diferencia de lo que pretende la
concepción iluminista, más que de un heroico combate contra la ignorancia y el oscurantismo,
se ha tratado de algo que podría describirse mucho mejor como un
adoctrinamiento masivo, posteriormente reforzado por la labor de periodistas (y
los quizás aún más influyentes guionistas de cine), formados a fin de cuentas por
esos mismos maestros adoctrinadores.
Dos son los rasgos generales de
la educación que en las últimas décadas se viene impartiendo en Occidente, y
que en nuestra opinión justifican un severo juicio sobre su verdadero papel. El
primero es que la calidad de contenidos humanísticos no ha dejado de decrecer,
justificada con ideas pedagógicas que cuestionan la autoridad del profesor, la
memorización y el mérito. Esto implica que los alumnos no sólo reciben ideas
críticas sobre el cristianismo (cosa contra la cual no habría nada que objetar)
sino que se les priva de los conocimientos históricos, filosóficos y artísticos
que les permitirían poner en el sitio adecuado tales críticas. Lo cual es
sencillamente tramposo.
El segundo rasgo es el compromiso
de los educadores con un relativismo cultural militante, que conduce a
cuestionar por principio que Occidente pueda tener algo que aportar a ninguna
otra civilización, salvo quizás en el plano estrictamente tecnológico. Así, los
jóvenes aprenden bien pronto a desconfiar de toda su tradición cultural, al
menos de lo poco que profundizan en ella en las aulas. Esto en el caso de los
nativos; en el caso de los que proceden de otras culturas, simplemente obtendrán
la confirmación de los prejuicios antioccidentales que ya abrigaban. Y después,
periodistas, educadores y “expertos” se lamentarán ritualmente por los
problemas de integración, de los que culpan al racismo y la xenofobia de los
nativos, lo que de nuevo reafirma a los inmigrantes en la idea de que Europa no
es más que una dispensadora de ayudas sociales, nunca suficientemente generosa.
En resumen, la escuela y la
universidad han perdido su función de transmisora del legado espiritual de
nuestra civilización. Se han convertido en fábricas de ideología, más
concretamente de una cosmovisión que pretende sustituir al cristianismo y al
humanismo clásico, gran parte de cuyos contenidos son desdeñados como
etnocéntricos, alienadores, sexistas y homófobos. Una cosmovisión, la llamada
progresista o “políticamente correcta”, que es intelectual y estéticamente
mucho más pobre que las elaboraciones y creaciones de Platón, Aristóteles,
Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Dante, Cervantes o Shakespeare.
Digámoslo sin tapujos: la descristianización
no parece asociada al progreso de las luces, sino a un retroceso a la barbarie.
La inmensa mayoría de quienes no se consideran cristianos, no han leído apenas
la Biblia. (Aunque sea cierto que muchos cristianos tampoco.) Y las Confesiones de San Agustín, los Pensamientos de Pascal o algunas obras
de apologistas de este siglo o el anterior, como C. S. Lewis, Chesterton o
Vittorio Messori, ni pensarlo. (Quizá ya sería excesivo pedir que leyeran obras
más difíciles como Introducción al
cristianismo, de Ratzinger.) Ignoran atrevidamente la riqueza y hondura del
pensamiento cristiano, y les basta con el último panfleto o documental
televisivo que les asegura que todo eso son fábulas para incautos. Los
ideólogos progresistas gustan de acusar a los creyentes de ignorantes, sin
percatarse de que este adjetivo define perfectamente al comecuras de barra de
bar.
2. Las críticas al cristianismo
Ahora bien, el lector escéptico
puede pensar que por mucha calidad intelectual y estética que le reconozcamos
al pensamiento, la literatura y el arte cristianos, ello no demuestra que
después de todo no estén basados en un patético error. La cuestión de fondo no
es si el cristianismo es propio de inteligentes o idiotas (pues los primeros
pueden equivocarse, como los segundos acertar accidentalmente) sino si es
verdadero o falso.
Las críticas que recibe el
cristianismo pueden ordenarse básicamente en los seis epígrafes siguientes:
1) El problema del mal. Si Dios
es infinitamente poderoso y bueno, ¿por qué permite el sufrimiento de los
inocentes? ¿Por qué en tantas ocasiones parece triunfar el mal?
2) La autosuficiencia del
conocimiento científico. Si la ciencia explica cómo surgió el universo y cómo
funciona, apelando a leyes naturales necesarias y al azar, carentes de
propósito alguno, ¿que necesidad tenemos de postular un Dios?
3) La pluralidad de religiones.
Puesto que hay una diversidad tan grande de religiones y creencias, ¿por qué el
cristianismo debería ser la verdadera?
4) La crítica histórica de los evangelios.
¿Qué razones tenemos para creer que Jesús no fue simplemente un predicador o un
profeta entre tantos? ¿No es la resurrección un bonito cuento elaborado por
algunos de sus discípulos?
5) La crítica del concepto de
pecado. ¿Por qué deberíamos considerar como pecado conductas que se realizan
con el pleno consentimiento de personas adultas? ¿Qué tiene de malo gozar del
sexo sin restricciones, elegir el momento de la propia muerte, o abortar un organismo
carente de consciencia, y quizás hasta de sensibilidad nerviosa, si una madre
no desea proseguir con su embarazo?
6) Las incongruencias morales de
los cristianos. Estos en el pasado han perseguido a quienes no pensaban como
ellos, se han enzarzado en guerras y cruzadas. En la actualidad, la Iglesia se
ha visto envuelta en escándalos de pedofilia y de tipo económico. ¿Por qué
deberíamos creer en la verdad del cristianismo, si tantos cristianos se
comportan igualmente o peor que muchos no cristianos?
Hay que admitir que este tipo de
preguntas son absolutamente legítimas, y por tanto todo cristiano tiene la
obligación intelectual de responderlas e incluso de respondérselas a sí mismo,
o al menos de intentarlo. Es cierto que la fe nos permite llegar más lejos que
la razón, abandonada a sí misma. Pero también lo es que, como decía Leibniz,
“dos verdades no pueden contradecirse”. Es decir, si los argumentos en contra
de los dogmas cristianos fueran formalmente irrebatibles, ninguna apelación a
la fe podría salvarlos. Podemos creer en lo que no vemos, pero no podríamos creer
en algo que chocara frontalmente con una verdad evidente. Es necesario, pues,
aceptar el desafío de los críticos. Ahora bien, no otra cosa es lo que ha hecho
el cristianismo desde sus orígenes, y particularmente a través de sus más
grandes pensadores, como San Agustín y Santo Tomás. Lo que ya no es legítimo es
pretender refutar al contrario sin convocarle siquiera a su defensa, sin
examinar sus razones. Y esto es lo que hace la cultura laica dominante. Aunque
también hay que reconocer que una parte de culpa la tienen los propios
cristianos, que en demasiadas ocasiones rehúyen la dialéctica sobre los
fundamentos, en aras de un consenso mal entendido con los no creyentes u otras
razones.
En este escrito, cuya intención
es ser lo más breve posible, resulta imposible dar una adecuada respuesta a las
críticas arriba expuestas. Pero conviene esbozar unas mínimas líneas
argumentales, para lo cual abordaré los seis puntos anteriores en orden inverso.
Los dos últimos puntos, referidos
a la dimensión moral del cristianismo, surgen como consecuencia de las dudas
sobre la resurrección y la divinidad de Cristo. En efecto, si Jesús no fue más
que un predicador o maestro de moral, si su muerte no fue más que un “accidente laboral”, como ha llegado a decir un teólogo, el cristianismo se reduce a un mensaje de tipo pacifista y
buenista, apenas distinguible de la cosmovisión progresista imperante. La ética
deja de tener un fundamento trascendente y objetivo, y se convierte en cháchara
psicológica de autoayuda o en política. Esto no significa que el proceso de la
incredulidad religiosa siga necesariamente el orden lógico. Probablemente son
muchos los que se han alejado del cristianismo por razones morales, porque no
admiten que nadie les diga “cómo tienen que vivir”. Pero si son mínimamente
coherentes, esto les tiene que llevar a dejar de creer que Jesús sea realmente
el Hijo de Dios, o al menos a adoptar una posición agnóstica sobre el
particular, como si lo realmente importante no fuera quién fue Jesús, sino su
“verdadero mensaje”, que consistiría en entresacar de los Evangelios sólo lo conveniente,
lo que menos compromiso y esfuerzo parece requerir, más allá de una trivial
ética de supuestos mínimos.
El problema de la historicidad
del Evangelio es efectivamente la clave de todo, como no podía ser menos. Basta,
para los fines de este breve artículo, señalar al respecto que todos los
intentos de la crítica histórica y textual de cuestionar la credibilidad
histórica del relato de los evangelios, se han visto a su vez cuestionados por
cada generación. Primero se dudó incluso de la existencia histórica de Jesús;
ningún autor serio sostiene hoy tal cosa. Luego vinieron las pretensiones de
datar la redacción de los Evangelios lo más tardíamente posible, pretensiones
que también han sido abandonadas por investigaciones sucesivas. Se ha negado
validez a numerosos detalles históricos y geográficos reflejados en el Nuevo
Testamento, detalles que la arqueología ha venido luego a confirmar[1].
En fin, son incontables los intentos de explicar los aspectos más chocantes de
las Escrituras mediante las teorías psicológicas, antropológicas, políticas y
económicas más en boga en cada momento. Toda esta literatura acaba siendo
olvidada, y el Evangelio, con su singularidad irreductible, permanece. Por
mucho que eruditos o diletantes imbuidos de prejuicios materialistas se empeñen
en negarlo o relativizarlo, lo cierto es que algo absolutamente extraordinario
sucedió hace dos mil años en Palestina, algo que no encaja en ninguna teoría
humana.
Se comprende que si admitimos la
resurrección de Cristo, la tercera objeción al cristianismo, que hace
referencia a la pluralidad de religiones, resulta inane. Pues el Evangelio no
es tanto una doctrina como un relato, no es tanto una cosmovisión entre otras,
como la noticia de un acontecimiento, el más decisivo de la historia. Pero
incluso sin tener en cuenta la esencia única del cristianismo, la diversidad de
opiniones o creencias no es demostrativa de nada. La religión cristiana puede
ser una entre otras, pero también puede ser la única verdadera. Y por cierto,
esta afirmación pronto ya no podrá ser tildada de eurocéntrica, pues en 2050 el
38 % de los cristianos del mundo serán africanos, frente al 15,6 % de europeos.
Por último, tenemos los dos argumentos
fundamentales que niegan la existencia de Dios: el problema del mal y la idea
de que el universo puede existir por sí mismo sin necesidad de postular una
inteligencia trascendente. Lo que aquí interesa no es resolver cuestiones tan
hondas en un par de párrafos, sino mostrar que el pensamiento de inspiración cristiana
se ha enfrentado desde siempre con toda seriedad a estos argumentos, y que sus
soluciones como mínimo nos obligan a una reflexión que esté a la altura.
El lugar clásico sobre el tema es
la Suma Teológica de Tomás de Aquino.
El Doctor de la Iglesia por antonomasia plantea con total honestidad la
dificultad: “Parece que Dios no existe” (Videtur
quod Deus non sit), exponiendo los dos argumentos aquí señalados. En primer
lugar, “si... hubiese Dios, no habría mal alguno. Pero hallamos que en el mundo
hay mal. Ergo, Deus non est.” En
segundo lugar, en el supuesto de que Dios no existiera, se podría explicar
“cuanto vemos en el mundo” mediante los principios de la naturaleza y de la
voluntad humana. “Por consiguiente, no hay necesidad de recurrir a que haya
Dios.” (Suma, 1 q. 2 a. 3.)
Es preciso percatarse, en
relación con este último argumento, de su antigüedad, al contrario de la
extendida idea de que han sido los avances de la ciencia moderna lo que ha
convertido en superflua la idea de Dios. No hubo que esperar a Darwin ni mucho
menos a su hooligan Richard Dawkins
para llegar a la conclusión de que el azar y la necesidad parecen suficientes
para explicar todo lo que existe. Muchos siglos antes, ya lo habían propuesto
Demócrito y Epicuro, a cuyos sistemas se refiere más de una vez Santo Tomás. Lo
cual no es óbice para sostener que podría tratarse de una conclusión
equivocada.
Actualmente, lo habitual entre
autores teístas es tratar de mostrar que la idea de Dios no tiene nada de
incompatible con la ciencia, sino con determinadas interpretaciones basadas en
ella. Esto es totalmente cierto, pero el tomismo no se limita a esta argumentación
defensiva, sino que sostiene que es inconcebible que el universo pueda existir
sin próposito alguno. Supera la capacidad de quien escribe tratar de resumir
con justicia el pensamiento de Santo Tomás, cuya consistencia hace muy difícil
trasvasarlo a un lenguaje moderno. En lugar de ello, daré un rodeo que tal vez
permita comprender mejor la solidez de sus fundamentos teleológicos[2].
Existen tres posibles
concepciones metafísicas radicales, en el sentido de ir a la raíz de las cosas.
La primera sería negar que exista ningún tipo de ser subsistente, es decir,
ningún ente que no pueda no existir. Todo es contingente, todo puede ser o no ser,
esta silla, el árbol de la esquina, el universo entero. (Algunos autores han
negado que el universo como un todo se pueda considerar un objeto. Pero esto
choca con los métodos de la cosmología científica, empezando por el mero hecho
de que exista una disciplina cuyo objeto sea el cosmos, como muy bien ha
señalado el filósofo de la ciencia Francisco José Soler.) Lo único
absolutamente imposible es que algo sea y
no sea a la vez, pero en principio todo puede ser o no ser. El problema de esta concepción, que ha repugnado siempre
al pensamiento occidental desde sus orígenes griegos, es que renuncia por
completo a explicar la existencia del orden. Es decir, considera que el orden
mismo es contingente, podría no darse, y por tanto se ve obligada a admitir que
podría truncarse en cualquier instante. (Una franca exposición literaria de
esta concepción se halla en la novela La
náusea, de Sartre.)
La segunda concepción metafísica
surge precisamente del rechazo rotundo a la anterior, y consiste en afirmar que
en realidad todo es necesario, es decir, que todo cuanto existe debe existir
necesariamente, que nada podría haber sido distinto de cuanto es. Esto
supondría, entre otras cosas, negar por completo la libertad humana. Sin embargo,
esta tesis desconcertante consigue parecer admisible concediendo un importante
papel al azar, ya desde Demócrito y Epicuro, que introdujeron una desviación
aleatoria de las trayectorias atómicas para explicar la infinita variedad de sus
interacciones. Pero el azar no está exento de problemas, pues su propia
limitación indica que no es absoluto; no cualquier cosa puede suceder, sino sólo
ciertos eventos delimitados en ciertas circunstancias. (Cuando uno arroja un
dado, espera sólo seis posibilidades, no infinitas, como por ejemplo que el
dado se convirtiera en una moneda, o en un pájaro que se escapara por la
ventana.) Es decir, aún admitiendo la acción del azar, parece que existen
infinitas posibilidades que no se realizan, siendo lógicamente posibles.
Explicar esto desde la concepción de que nada es contingente nos termina
conduciendo a la hipótesis más extrema del llamado multiverso, es decir, que todo lo lógicamente posible existe.
Habría, en consecuencia, infinitos universos paralelos que se distinguen del
nuestro, ya sea por detalles irrelevantes (como que ayer lloviznara en
Barcelona o no, o que Pepito olvidara un recado intrascendente o no), ya sea en
las leyes más fundamentales, como la intensidad de la gravedad o la constante
cosmológica. Esto incluye universos que hasta el minuto actual han sido
indistinguibles del que conocemos, incluso en los sucesos más insignificantes,
pero que empiezan desde ahora mismo a diferir del nuestro en las direcciones
más improbables y disparatadas, mientras no choquen con el principio de
contradicción. Así, hay un universo en el cual, inopinadamente, aparece un
rinoceronte en mi habitación. Esto parece violar varias leyes físicas que
consideramos inmutables, pero en realidad, la única ley inmutable sería que
todo cuanto no es analíticamente contradictorio existe. Lo cual ampara que haya
universos en los que siempre se verifican determinadas leyes físicas (como hasta ahora parece ser el caso del
nuestro) y también universos en los que las leyes físicas no son constantes, o
por ser más precisos, no se verifican siempre. Lo importante es percatarnos de
que no tenemos ningún medio para saber si nuestro universo está entre los
primeros o los segundos. Es decir, por una suerte de sorprendente ironía, nos
vemos conducidos a la posibilidad de un escenario no distinguible en la
práctica de la primera concepción metafísica, la de que todo es contingente,
todo puede suceder, por absurdo que resulte.
A menudo, los partidarios de que
todo es necesario rehúyen las incómodas consecuencias últimas de su tesis
argumentando que, efectivamente, todo puede suceder, pero en los universos que
no se comportan regularmente es imposible la aparición de la vida inteligente,
y por tanto esta se da sólo en aquellos que casualmente observan un orden
contante. Pero esto es engañoso. Efectivamente, podrían existir innumerables
universos que por su carácter caótico no permitieran la emergencia de vida
inteligente, pero también podrían existir otros tantos con leves
irregularidades, perfectamente compatibles con la aparición de un ser como el hombre.
En el ejemplo del rinoceronte que hemos puesto, podemos imaginar que hechos comparables
por su carácter absurdo ocurrieran sólo una vez en la historia humana (o muy
pocas), y que todo el resto permaneciera igual. Dicho de otro modo, el orden
que observamos en nuestro universo es mucho más elegante y estricto que el que
se requeriría para simplemente permitir nuestra existencia.
Nos queda sólo la tercera
concepción metafísica fundamental. Según esta, existiría un ser necesario que
sería la causa de todos los seres contingentes, sin que estos dejaran de ser
tales. Esta idea parece prima facie
contradictoria. Pues si el ser necesario A causa a B, este será a su vez
necesario, no podría no existir, luego no habrá ningún ser contingente. Esta
aparente antinomia se resuelve mediante el concepto de creación. A no causa a B
de modo necesario, sino libremente, lo que no significa arbitrariamente. Es decir,
de manera absolutamente lógica, por eliminación, nos damos de bruces con la
concepción de un Dios personal, un ser increado, que existe por sí mismo, y que
da origen a todo lo demás por una libre decisión de su voluntad, y sin tener
ninguna obligación ni necesidad de ello. Siguiendo este hilo, vemos que un ser
subsistente es necesariamente infinito y perfecto (es decir, bueno), pues
existiría aunque no hubiera ninguna otra cosa, y por tanto nada puede
limitarlo. De ahí inferimos que el fin de la Creación debe ser bueno, exento de
cualquier interés egoísta o veleidad, algo completamente incompatible con un
ser perfecto.
Si tuviéramos que resumir esta
argumentación con un solo concepto, este sería el de orden. El orden cósmico
nos lleva a pensar que no cualquier cosa puede, de hecho, suceder (aunque sí
lógicamente), y que nada sucede sin una razón, en el sentido más amplio del
término, que incluye la motivación inteligente. Y ambas cosas sólo pueden
sostenerse en la existencia de una inteligencia ordenadora primordial, que
elige unas posibilidades y por ello mismo descarta otras, movida por un fin
absolutamente bueno.
Ahora bien, la solución teísta se
encuentra entonces con una última pero formidable objeción, la que Santo Tomás
reconoce con toda sinceridad en primer lugar. Si Dios es infinito y perfecto
¿por qué ha creado un mundo imperfecto, donde existe el mal? ¿No podía haber
hecho algo mucho mejor?
El Aquinate responde a esta
cuestión en varios lugares de sus obras, apoyándose en gran medida en San
Agustín. En resumen, podemos decir que caemos en contradicciones cuando
pretendemos obtener el máximo bien eliminando todo mal particular. Un mundo en
el que no existiera por ejemplo el hambre, sería un mundo en el que el ser
humano no hubiera tenido que luchar jamás por su sustento, un Edén en el que
bastaría con extender la mano para obtener los frutos de la naturaleza, o en
que el esfuerzo imprescindible fuera mínimo. En esta clase de paraíso terrenal,
resulta difícil comprender qué motivo hubiéramos tenido para salir de la mera
animalidad, de una existencia comparable a la de un perro que sabe que tiene el
sustento asegurado por su amo. En un mundo así, que no casualmente evoca el
relato del Génesis, no habría
existido el hambre, pero tampoco la técnica, la ciencia, la arquitectura, la
poesía, la música, ni nada de cuanto nos hace diferentes de un perro. Se podría
replicar que Dios mismo nos podría haber educado y guiado para alcanzar todos
esos bienes sin necesidad de acicatearnos con la escasez ni otros males, pero
¿realmente hubiera podido existir un Mozart o un Cervantes sin sufrimiento, sin
esfuerzo, sin desgarradoras vivencias?
Sí, soy consciente de las bellas
y delicadas almas que tildarán este dilema de perverso, de chantaje
inaceptable, y nos dirán algo así como que todas las composiciones de Mozart no
valen que un niño pase hambre un solo día, o algo por el estilo. (Las veo
corriendo a vender todos sus bienes, incluida aquella querida colección de
vinilos, para socorrer a los niños del Tercer Mundo[3].)
Algunas de estas almas bellas son las mismas que creen que es mejor abortar a
un ser humano nonato que permitir que nazca y sufra miseria. Es decir, que
sería mejor no haber nacido que sufrir. Estoy absolutamente en desacuerdo, pero
reconozco que no sé cómo argumentar racionalmente mi posición, aunque tampoco
creo que pueda hacerlo la posición contraria.
Llegamos así, quizás, a la
disyuntiva fundamental. La de quienes, pese a todos los males de este mundo,
experimentamos una hondísima necesidad de agradecimiento por el simple hecho de
estar vivos (y el agradecimiento sólo es realmente posible a otra persona, no a
un ente inanimado), y quienes por el contrario ven principalmente la existencia
como un motivo de protesta, de queja, aunque paradójicamente aseguren con
frecuencia odiar la muerte, como en el chiste de aquel que se quejaba de que la
comida de un restaurante era muy mala, y encima servían poca cantidad.
Tal vez, todos los argumentos que
podamos considerar a favor y en contra de la existencia de Dios procedan de estas dos
actitudes fundamentales, que en sí mismas escapan a la argumentación. Y esto
nos lleva de nuevo a lo que fue el arranque de nuestra reflexión, por qué los
cristianos disminuyen en Europa y Norteamérica, y en cambio aumentan en África o en China, pese a las persecuciones.
Puede que la respuesta, en el fondo, sea tan simple como que unos, en medio de
su abundancia material, están más aburridos, por no decir cansados de la vida, mientras
que otros demuestran muchas más ganas de vivir, y por tanto de darle las gracias a
Aquel que nos ha creado y entregó a su hijo por nosotros.
[1] Por
poner sólo un ejemplo, la primera evidencia epigráfica de la existencia del
pueblo de Nazaret no se halló hasta 1962, poniendo en ridículo las teorías que
la consideraban una localidad mítica. (Vittorio Messori, Hipótesis sobre Jesús, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2008, pp.
226-227.)
[2] Los pacientes
lectores de mi blog ya conocen las reflexiones siguientes por entradas
anteriores, por lo que espero no aburrirles demasiado.
[3] Se podrá
tachar el comentario de demagógico. Pero lo es mucho más culpar a Wall Street y
seguir durmiendo bien por las noches, sin desprendernos de nuestra discoteca personal;
modestísima, por supuesto: por lo visto, nunca somos lo suficientemente ricos
para no culpar a otros de la desnutrición en el mundo.