El día de San José de este nuevo año se cumplirán doscientos de la primera Constitución española, promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812. Todavía hoy sigue siendo un texto admirable por varias razones. Bien es verdad que aquella constitución no establecía una democracia, sino una monarquía moderada: El poder ejecutivo permanecía en manos del rey, que accedía al trono por derecho hereditario. Tampoco inauguraba un régimen plenamente liberal, desde el momento que prohibía el ejercicio de cualquier religión distinta de la católica. Sin embargo, la clara y rotunda división de poderes que modelan sus artículos, ya la querríamos tener incluso en nuestros días. Hoy, en España, la división entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial es poco más que mera retórica. El sistema electoral y de partidos promueve que los gobiernos sean el resultado de las mayorías parlamentarias, por lo que el papel de contrapeso de las Cortes se reduce con frecuencia a una mera apariencia formal. En cuanto al poder judicial, la intervención de los políticos en la elección de sus instancias superiores convierte en un sarcasmo la apelación a la independencia de los magistrados, y ello sin contar con el triste papel de los jueces activistas, que supeditan el derecho a sus simpatías ideológicas o partidistas.
Desde un punto de vista estrictamente liberal, quizás un ejecutivo no elegido democráticamente estaría más contrapesado por el poder legislativo (y viceversa) que no en las democracias contemporáneas. En la Constitución de 1812, el papel del monarca recuerda, salvando todas las distancias, al de los presidentes de ciertas repúblicas, como la de Estados Unidos o Francia. Si hoy nos parece inadmisible que su elección se sustrajera al sufragio universal, directo o indirecto, es debido al papel tan preponderante que ha asumido el poder ejecutivo en todos los órdenes. En cambio, en la constitución gaditana el Estado era todavía básicamente el ejército, la marina y la policía, el sueño minarquista de cualquier liberal no anarquista. No es que no se contemplaran otras funciones de lo que hoy se conoce como el Estado del bienestar, pero en general de estas se encargaban las administraciones locales y provinciales, cuyos dirigentes debían elegirse mediante un sistema democrático indirecto. Así pues, el rey podía declarar la guerra, pero no subir los impuestos, sin permiso de las Cortes. Hoy el presidente del gobierno, teóricamente no puede hacer ni lo uno ni lo otro sin la aprobación parlamentaria. En la práctica, sabe casi con total certeza que cuenta con ella si su partido es el mayoritario o disfruta de los acuerdos necesarios con formaciones minoritarias. Y por descontado, según el texto de la Pepa, quedaba por completo fuera de las prerrogativas reales (y parlamentarias) cualquier violación de derechos civiles como la detención sin orden judicial, la violación del domicilio, la censura previa, la tortura o penas degradantes, etc.
Me atrevo a sugerir que si hoy rigiera la Constitución de 1812, con las enmiendas necesarias (en Estados Unidos rige aún la de 1787), nos iría mucho mejor. Y lo que me lleva a imaginar tal cosa no es solo el contenido de la carta magna gaditana, sino sus fundamentos. En el admirable discurso preliminar de la comisión que presentó el proyecto constitucional a las Cortes (puede leerse aquí), los redactores se esforzaron de manera patente en presentar la Constitución no como el producto de unas filosofías modernas, embargadas por un imprudente afán de innovación, sino como una recuperación de las viejas libertades políticas de los reinos de Castilla, Aragón y Navarra. A primera vista pudiera parecer esta concepción como un mero intento retórico de atraerse las simpatías de los conservadores, pero un mínimo conocimiento de los textos legales medievales contradice esta tesis superficial.
El parlamentarismo no es un invento de las revoluciones francesa o americana, sino que tiene hondas raíces en las instituciones y costumbres políticas medievales. Y estas instituciones, por cierto, no solo eran compatibles con la religión católica, sino que estaban profundamente impregnadas de su espíritu, como no podía ser de otra manera. De ahí que la Pepa se inicie con las rotundas palabras: "En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad." Solo una sociedad que parta de la profunda convicción de que el ordenamiento legal positivo se fundamenta, en última instancia, en una Ley última de carácter trascendente, puede eficazmente prevenir las tendencias despóticas que anidan en todo régimen, empezando por los más democráticos. La Europa actual, por el contrario, en su empeño por ignorar las raíces cristianas, se priva a sí misma de oponer argumentos incontestables al abuso del poder político, siempre justificable en términos utilitaristas y convencionalistas.
El Antiguo Régimen, que la constitución de Cádiz pretendió derogar, no era la Edad Media del mito progresista, identificada con el oscurantismo y la tiranía. Por el contrario, el Antiguo Régimen era en realidad lo moderno, en el sentido estrictamente historiográfico. En muchos aspectos, supuso la pérdida de libertades políticas que en los tiempos medievales pocos monarcas se atrevieron a discutir. Y cuando lo hicieron fueron despuestos, excomulgados y hasta combatidos por las armas. Maquiavelo era el moderno. Y la persecución de las brujas. Y la quema en la hoguera de Miguel Servet, en Ginebra en 1553. Fueron los Estados modernos los que progresivamente fueron reduciendo el poder de las Cortes estamentales, estableciendo los ejércitos permanentes, los impuestos anuales y las policías secretas. Y visto en perspectiva, el proceso no ha hecho más que acentuarse, hasta el día de hoy. Doscientos años después, la Pepa sigue siendo un ejemplo de desconfianza lúcida hacia los gobiernos. Y es que la Constitución de 1812 no es moderna, ni falta que le hace.