jueves, 8 de diciembre de 2011

El ateísmo sin esfuerzo

"Vamos, que resulta que usted es bueno sólo porque existe Dios y le puede castigar post-mortem [sic]. No porque se sienta bien sin hacer daño al prójimo. Manda narices tánto [sic] tiquismiqui con la religión: siempre hace falta un espantajo para justificarnos.

Pues mire, por ahí circulamos unos cuantos que vivimos con una ética de respeto al prójimo sin creer en Dios y con plena consecuencia; osea [sic] que no será tan imposible. Ah, y votando al PP."

El entrecomillado es un comentario firmado por un "ateo sin complejos" a mi anterior entrada, a propósito del libro Nueva izquierda y cristianismo. Como creo que su posición obedece a una serie de tópicos muy extendidos, y como una adecuada réplica requiere una mínima extensión, le respondo con esta entrada.

Partamos de reconocer una evidencia. Nadie para ser buena persona necesita leer la Ética a Nicómaco, ni el Nuevo Testamento... ¡Ni siquiera a Fernando Savater! Y al revés; la lectura de ningún libro garantiza la buena conducta. Se puede ser analfabeto y bondadoso, sin ningún problema. De hecho, durante miles de años, la mayor parte de las buenas gentes no sabía leer. Ahora bien, de esta perogrullada se podría extraer una conclusión falsa: Que la moralidad no se enseña, sino que es algo espontáneo, natural en el ser humano. Cualquiera que tenga hijos, sin que esto sea condición imprescindible, sabe que esto no es verdad, que a los niños debemos enseñarles a reprimir su egoísmo innato, a empatizar con los demás, a ser generosos y atentos con el prójimo. Nadie en su sano juicio dirá que basta criar a la infancia en plena libertad salvaje para que descubra los valores éticos por sí misma. La moral debe aprenderse. Esto no significa que, efectivamente, no existan impulsos congénitos de sociabilidad, pero también existen los contrarios, los de crueldad, territorialismo, etc. Y es la educación la que debe potenciar unos y reprimir (vuelvo a utilizar esta palabra con inmerecida mala prensa) otros.

Ahora bien, desde el momento que la ética consiste en una serie de principios que se transmiten mediante la educación, y no en una conducta espontánea de los seres humanos, puede ser cuestionada. Cualquier enunciado, por obvio que parezca, puede contradecirse. Basta que yo afirme que la Tierra es redonda para que alguien, por muy en minoría que se encuentre, pueda hallar cierto gusto en negarlo, en imaginar una extravagante conspiración milenaria para ocultar a la humanidad el gran secreto del carácter plano de la Tierra. Y lo mismo puede decirse de los principios morales. Siempre habrá quien defienda que matar no tiene nada de malo, y de hecho hay personas que matan de manera desapasionada, incluso por encargo. Desconozco qué hay en la mente de un asesino profesional, pero si le diera por leer libros de ética, una de dos, o se dejaría convencer por alguno de ellos, con lo cual abandonaría su profesión arrepentido, o bien los encontraría equivocados. Lo que no podría hacer es estar de acuerdo con ellos, y seguir con su conducta criminal sin el menor sentimiento de incomodidad.

Nadie actúa sin algún tipo de justificación, sea más pedestre o más intelectual. Hitler tenía toda una serie de ideas que le llevaron a justificar el genocidio. El más vulgar raterillo echa mano, oscuramente, de alguna concepción progre sobre las injusticias sociales, que supuestamente promueven el delito, para juzgarse a sí mismo con indulgencia. Todo el mundo tiene alguna teoría favorita para justificarse. Incluso quien niega la moral, al hacerlo está fundando alguna suerte de moral. Un ser verdaderamente amoral no necesitaría decir que "la moral es un engaño". Esta es la paradoja de Nietzsche, como ya señaló Chesterton. El pensador alemán, "por el mero hecho de predicarlo, negaba el egoísmo. Predicar algo es darlo a los demás... Predicar el egoísmo no es más que practicar el altruísmo." (Ortodoxia.) Un auténtico, un completo egoísta no andaría dando pistas, trataría de beneficiarse de las limitaciones morales de los demás y se reservaría el secreto de su falsedad solo para su propia utilización. Y aún así, en su interior se repetiría a sí mismo su doctrina secreta; ningún ser humano vive sin excusarse, como mínimo ante el tribunal interior de su conciencia. Cuando decimos de alguien que no tiene conciencia, y nos preguntamos cómo puede dormir por las noches siendo tan malvado, cometemos una ingenuidad. Los malvados tienen su particular conciencia, que los absuelve de toda culpa, y por eso suelen dormir tan tranquilos.

Hasta aquí, todavía no he dicho nada acerca de si la ética precisa una fundamentación trascendente o inmanente. A muchos, la mera cuestión sobre la fundamentación de los principios morales, les parece que está de más. Para Victoria Camps, se trata de un "empeño fundamentalista", dado que según ella, "es evidente que la ética no puede apoyarse en nada". (Citada por F. J. Contreras en Nueva izquierda y cristianismo, pág. 239, n. 489.) Ya quienes redactaron la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948 eludieron conscientemente cualquier reflexión acerca de la justificación de esos derechos. Esto pudo obedecer a criterios pragmáticos en su momento (evitar inacabables discusiones que no hubieran hecho fácil el acuerdo), pero a la larga ha dejado la puerta abierta a una constante "extensión de derechos" que conlleva el riesgo de desvalorizar a los realmente esenciales. (Por ejemplo, inventando un "derecho" al aborto que niega el derecho a la vida.)

Efectivamente, quien pretenda erigir unos principios morales sin algún tipo de fundamentación, no podrá justificar por qué debemos obedecer esos principios y no otros. Es decir, deberá al final reconocer que la moral es algo subjetivo, y que no podemos justificar racionalmente que la del asesino profesional o el déspota genocida esté equivocada. Esto sin duda no afectará a la conducta de las buenas gentes, que no necesitan de razones para amar al prójimo, pero sí puede afectar (salvo que un irremediable optimismo antropológico nos ciegue) a la conducta de potenciales asesinos profesionales, potenciales tiranos y sobre todo a potenciales votantes de los tiranos. Como mostró Hannah Arendt, los crímenes nazis no fueron posibles solo gracias a que existieran algunos ejecutores sádicos, sino a que la población alemana (lo que incluye desde el ferroviario que conducía los trenes a Auschwitz hasta el médico que extendía certificados de defunción en los campos, pasando por la portera que murmuraba sobre los judíos) había venido siendo sistemáticamente envenenada con determinadas ideas que ponían en cuestión los principios morales judeocristianos. Y para ello, los nazis debieron atacar los fundamentos de estos principios; nadie puede decir de un día para otro que ahora matar en masa está bien, porque sí, porque lo digo yo. Debe convencer a millones de que esto es así, debe fundamentar -negativamente- su posición.

Ahora bien, quien niega la existencia de Dios, o al menos que la moral se justifique por ella, o una de dos, o bien niega que la moral necesite de fundamentación (lo cual, como acabo de decir, me parece rotundamente erróneo) o bien cree posible otro tipo de fundamentación. Nos dice el ateo típico, como el del comentario que citaba al principio, que es ridículo pretender fundar la moral en el miedo al infierno, que una persona adulta no necesita de semejantes espantajos. Evidentemente se trata de una caricaturización de la doctrina cristiana (especialmente de la católica), la cual no se limita a afirmar que los mandamientos divinos deben ser obedecidos por temor a la voluntad divina, sino que considera que Dios es esencialmente benévolo, y ha dictado esos mandamientos porque realmente son lo mejor para el hombre. De ahí que Diego Poole, en el libro citado Nueva izquierda y cristianismo, vea el origen del relativismo ético en la doctrina de Guillermo de Ockham (teólogo del siglo XIV), para quien el único fundamento de la moral era la voluntad de Dios, ni siquiera limitada por ninguna idea objetiva del bien. Si por el contrario el bien es algo objetivo, al cual el propio ente divino se somete, por así decir (como defiende la ortodoxia católica), no deberíamos sentir repugnancia intelectual hacia la idea de algún tipo de sanción, de premio y castigo trascendentes. Es más, en un sentido, si se quiere, vagamente kantiano, habría que esperar que si la moral es una realidad objetiva, debiera haber también sanciones objetivas, sin entrar en detalles literarios sobre la naturaleza de esas sanciones. Este sería el sentir de mucha gente sencilla, que en su vida ha oído hablar de Kant, cuando afirma que "si hay justicia" los malvados deberían recibir algún castigo, y los inocentes que han sufrido injustamente, algún tipo de reparación ultraterrena. Podemos ridiculizar este sentimiento desde determinadas atalayas intelectuales, pero me pregunto cuál es la alternativa.

El ateo dice que no necesita creer en el infierno. Él tiene sus propias justificaciones para no matar, no robar, y para ceder el asiento a una embarazada en el tren. Lo celebro. Sería un ejercicio interesantísimo
analizar esas justificaciones, esos fundamentos inmanentistas que tan orgullosamente asegura poseer el ateo o el agnóstico típico. Pero por supuesto se trataría de una empresa que escaparía por completo a la extensión aceptable de este escrito ya excesivamente largo, por no hablar de las limitadas capacidades de su autor. Así que el lector tendrá que contentarse con una exposición de mi opinión al respecto, sin el desarrollo argumental que sería deseable.

Y mi opinión coincide con la que expresan Contreras y Poole en su libro: El ateo decente no hace más que practicar la moral cristiana fingiendo ante sí mismo que todo eso de Dios, Jesucristo, el cielo y el infierno no son más que adornos innecesarios, al menos "a estas alturas del siglo XXI", como se suele decir. El ateísmo es un lujo que se pueden permitir los individuos en una era postcristiana, en la cual siguen vigentes inercialmente los principios morales del Evangelio, porque los hemos interiorizado de tal manera que nos parecen naturales y obvios, incluso aunque no nos los hubiera enseñado el cristianismo. Ahora bien, ¿durante cuánto tiempo podrá sobrevivir la planta cristiana desarraigada de su tierra nutricia? Los previsibles síntomas de que ese tiempo podría estar agotándose parecen coincidir con los numerosos indicadores de anomia social y hedonismo suicida que aquejan a las sociedades occidentales, y especialmente a la europea.

Porque, a fin de cuentas, si el bien y el mal no se fundamentan en un Dios trascendente, la única motivación que podemos transmitir a las nuevas generaciones para que actúen bien, es la basada en la propia conveniencia. Es decir, reducir las normas morales al mismo nivel que las normas de tráfico o de higiene, tal como se observa claramente en los manuales de Educación para la Ciudadanía del zapaterismo. En última instancia, toda ética atea, por mucho que se quiera revestir de alambicados conceptos, se reduce a esto, a decirle a los niños algo análogo a que no crucen la calle con el semáforo en rojo, porque les podrá atropellar un coche. Y el problema de esta pobre concepción de la moral ha sido eternamente el mismo, que siempre puede haber quien no se crea ese cuento edificante de que el bien es lo más conveniente para su propio interés. Reducir la moral a una cuestión instrumental (haz esto si quieres obtener determinadas ventajas) es en realidad la negación de la moral. Porque de esta manera no se distingue al que ayuda a la ancianita con la bolsa de la compra de quien atraca un banco; ambos se moverían por un interés, en un caso rudamente inmediato, y en otro más sutil y a largo plazo (digamos, cultivar una reputación intachable, etc), pero interés al fin y al cabo. No se trata de que el interés sea intrínsecamente inmoral (ese es el error de aquel moralismo de pacotilla, que condenaba el liberalismo clásico como "pecado"), sino de cosas que hay que saber distinguir, para no olvidar su auténtico significado. Si reducimos la moral a una mera técnica, a la mera adecuación de los medios a los fines, acabamos olvidando qué fines debemos perseguir.

Conclusión: No creo que pueda existir un fundamento inmanente de la moral. Sí creo que uno puede tener una ejemplar conducta moral y cívica, sin percatarse de ello, manteniéndose en la inconsciencia acerca de los fundamentos trascendentes de la idea del bien y del mal. Pero eso no demuestra que esos fundamentos no existan y que su desconocimiento pueda ser indefinidamente irrelevante, sobre todo a nivel colectivo. Y, cuidado, también individual. Es muy tentador creer que uno alberga en sí mismo el único criterio para juzgar su propia conducta. El sentimentalismo ético está en la atmósfera de nuestra cultura, y resulta de lo más halagador, sobre todo para gran parte de la juventud, que confunde la bondad con la excelente opinión que tiene de sí misma como rebelde, carente de prejuicios, etc. Desconfío de quien se cree muy bueno, y no acepta lecciones de moral. Al menos, el cristiano se reconoce como pecador. No es garantía de enmienda pero es un primer paso. No diremos que ir a misa me haga mejor persona, si ello se limita a una actitud epidérmica, del mismo modo que Al Capone-Robert de Niro no era mejor persona porque se emocionara con Pagliacci. Pero es precisamente ese sentimentalismo (para el que basta que uno "se sienta bien sin hacer daño al prójimo", cursivas mías) en lo que tiende a incurrir el ateo, ni más ni menos que el beato superficial al que tanto desprecia.