sábado, 4 de agosto de 2012

Cosas que nunca haré

Leer los artículos de Sostres, en su blog y en el diario, es uno de esos raros privilegios de los que puede gozar hoy una persona hastiada del adocenamiento y el aborregamiento. Se podrá estar o no de acuerdo con sus opiniones (deseo dejar bien claro que casi siempre lo estoy), pero su forma de expresarse a pecho descubierto, sin concesiones ni medias tintas, sin molestarse en matizaciones tan cobardes como innecesarias, a mi me despierta la mayor admiración.

Incluso lo admiro, ya digo, cuando creo que se pasa de revoluciones. Su artículo sobre (contra) la riñonera, por ejemplo, donde conceptúa este artilugio de la indumentaria como una grieta en nuestra civilización. Confesaré que, aunque no la utilizo normalmente, por su intrínseca incomodidad, sobre todo cuando te sientas al volante, sí me la pongo cuando voy a la playa. Bueno, supongo que el mero hecho de ir a la playa (¡y en agosto nada menos!) ya debe ser anatema para Sostres. En fin, ya puestos, lo diré todo. Sí, voy a la playa con sombrilla y sillitas plegables. Visto casi siempre, en verano, en vacaciones y en mi horario de ocio, con camiseta de mercadillo, pantalón corto y sandalias. Incluso me presento de esta guisa en los restaurantes. Fuera del trabajo no me pongo una americana si no es para ir a una boda o un bautizo... Y mi plato preferido... ¿Lo confesaré también? Es la paella de marisco.

Soy irremediablemente vulgar, pero al menos lo sé. Y tengo que reconocer, aunque me duela, que Sostres tiene la puta razón, en esto como en tantas cosas. Pero creo que la peor vulgaridad (aunque no pretendo disculpar la mía) es la del ignorante que no es consciente de ella, que se enfanga con delectación como el gorrino en la inmundicia. Y con todo, quiero que conste aquí una enumeración, a título de muestra, de cosas que NUNCA JAMÁS, bajo ningún concepto, haré:

-Hacerme un tatuaje o ponerme un colgante (pirsin, los llaman, en el inglés de feisbuc que hoy infesta el lenguaje coloquial).
-Llevar camisetas sin mangas (en resumen, junto con el punto anterior, ir disfrazado de turista inglés en Salou).
-Llevar un bolso en bandolera. (Me ayuda, lo reconozco, el hecho de no ser fumador, por lo que mi equipaje habitual se reduce a la cartera, el móvil y las llaves.)
-Tomar el sol en la playa. (Si no estoy leyendo bajo la sombrilla, estoy jugando con mis hijos, o nadando: Jamás de los jamases me tumbaría al sol.)

Es decir, sigo estando orgulloso de ser un varón burgués y heterosexual, que huye del sol en verano como de la peste, y además no me importa que se note. Y ya que estamos, mis ideas sobre el sexo se ven reflejadas en ese otro artículo de Salvador Sostres, titulado "Erasmus". Porque pese a su estilo excesivamente soez, mi sentimiento es de profunda compenetración con la manera de pensar del escritor catalán, que por cierto era la que tenía todo el mundo de cierta edad hasta hace dos días, aunque la cretinez política que adjetivamos como "correcta" nos lo haya hecho olvidar.

Nada detesto más que el libertinaje maquillado de "sexualidad responsable", de "necesito espacio y tiempo para pensar". Nada es más odioso que esta ideologización del sexo, cuyo dogma supremo es que las chicas también tienen derecho a disfrutar, y que no es más que la enésima edición del viejo cuento con el que el seductor se las lleva a la cama. Y otra muesca más en la culata. Por lo menos antes eran los donjuanes quienes susurraban a sus presas que todo eso del cielo y el infierno son rollos de los curas, que lo que hay que hacer en esta vida es divertirse. Ahora es toda la sociedad, empezando por padres acobardados y acomplejados, quienes les dicen a sus hijas: "Diviértete, no bebas mucho". En lugar de: "A las once en casa", como cuando todavía el pueblo tenía las ideas claras, y unas élites sin Dios no le habían desvalorizado sus creencias y costumbres, igual que los malos reyes robaban al pobre devaluando la moneda.

Desde luego, yo nunca le recomendaré a mis hijos que se diviertan cuando empiecen a salir. Les diré la puñetera verdad, que en la calle a partir de las diez de la noche no sucede nada bueno. Aceptaré a regañadientes que se están haciendo hombres y no me quedará más remedio que permitirles regresar a horas cada vez menos justificadas. Sé que posiblemente harán como hice yo cuando era joven, que se emborracharán y se meterán en problemas. Pero al menos no será su padre quien, claudicando de su auténtico papel, los animará a ello.