domingo, 5 de febrero de 2012

Liberalismo y catolicismo

Los puntos de encuentro entre liberalismo y catolicismo son evidentes. Tanto la doctrina católica como el pensamiento liberal se basan en una concepción de la dignidad de la persona que choca frontalmente con ideologías como el socialismo, el nacional-socialismo o el islamismo, enemigos irreductibles de ambos. Sin embargo, en la medida en que el liberalismo se entiende como una ideología, esto es, de carácter omniabarcador y autosuficiente, inevitablemente ha de entrar en conflicto con la Iglesia. Desde el momento que todo se pretende explicar reduciéndolo a términos económicos, incurrimos en una forma de materialismo no muy distinta del marxismo. Así por ejemplo, algunos liberales son partidarios de la legalización de las drogas porque, según ellos, con la prohibición solo se favorece la existencia de un mercado negro dominado por el crimen organizado, y al mismo tiempo se justifica la existencia de un fuerte aparato policial represivo, potencialmente extensible a otros ámbitos para los que no fue concebido. La Iglesia, en cambio, no puede suscribir esta postura, porque ignora por completo la dimensión moral. ¿Es lícito que el Estado permita el tráfico de sustancias que objetivamente son dañinas, por el mero hecho de que se trata de una libre transacción entre vendedor y comprador?

Ciertos defensores de la legalización, como Antonio Escohotado, han cuestionado que la peligrosidad de determinadas drogas sea algo intrínseco. Pero entonces se trataría de un debate de tipo empírico, en el que estudios que supuestamente demostrarían la posibilidad de un uso "responsable" de la cocaína, la heroína o el LSD se contrapondrían a los que nos advierten de sus perniciosos efectos. Ahí mi ignorancia me disuade de entrar, pero mi pregunta es: Suponiendo que la elevada peligrosidad de determinados estupefacientes (no estamos hablando del alcohol etílico o de somníferos, cuyos riesgos son más controlables) fuera incontrovertible, ¿seguirían manteniendo -por principio- que debería ser lícito dispensarlos en las farmacias, con todas las informaciones y advertencias pertinentes? La respuesta católica es claramente que no. Lo que ya es más cuestionable es que la respuesta liberal tenga que ser necesariamente que sí. Depende de lo que entendamos por liberalismo.

La doctrina social de la Iglesia, ya desde la encíclica Rerum novarum de León XIII, cuestionó incluso que los salarios deban estar determinados exclusivamente por la libertad contractual entre el empresario y el trabajador, porque ello en determinados casos puede llevar al segundo, movido por la necesidad, a aceptar condiciones abusivas. Antes de cualquier acuerdo, existiría un salario justo o mínimo, que es el necesario para el sostenimiento digno de un trabajador y el de su familia. Aquí puede parecer que la divergencia entre liberalismo y catolicismo es ya insalvable, pero ¿realmente es así? Hay que notar que León XIII, acérrimo enemigo del socialismo, no estaba defendiendo la intervención estatal, sino la libre asociación de los obreros para defender sus intereses. Un principio tan natural como la libre asociación de los empresarios para defender los suyos, y que nada tiene que ver con los sindicatos de clase, y menos aún con los paniaguados del gobierno que padecemos por estos lares. El propio Adam Smith recelaba mucho más, en realidad, de los conciliábulos de industriales contra la libre competencia que de las organizaciones obreras.

Si el liberalismo no se entiende desde un estrecho punto de vista economicista, que reduce al ser humano a un consumidor, un productor o un propietario (como hace por ejemplo esa caricatura del liberalismo conocida como anarco-capitalismo), su compatibilidad con el catolicismo es difícilmente cuestionable. Así lo vio siempre el agnóstico Hayek, para quien la libertad no era un principio abstracto, revelado por los filósofos de la Ilustración, sino el resultado de un proceso evolutivo que difícilmente puede germinar fuera de tradiciones muy arraigadas. Y las ocurrencias como la de Obama, que pretende justificar las subidas de impuestos en el Evangelio, quedan como las perfectas tonterías que son.

En cierto modo, algunos autores católicos, como Juan Manuel de Prada, abonan estas confusiones, al hablar de la economía como "un nuevo Moloch al que alegremente se sacrifican millones de vidas humanas". (XL Semanal del 15 de enero pasado.) Las metáforas y licencias retóricas las carga el diablo. Una cosa es denunciar, con toda razón, el economicismo, en la línea de la doctrina social de la Iglesia, y otra muy distinta es caer involuntariamente en el lenguaje chavista que hace al capitalismo responsable de un genocidio cotidiano. Claro, si identificamos al liberalismo con un burdo reduccionismo materialista, un católico no podrá ser al mismo tiempo liberal. Pero con ello, más que ganar en claridad de ideas, habrá empobrecido considerablemente su lenguaje y se habrá privado de alianzas muy necesarias.

Mucho más graves, por proceder de quien proceden, son las falacias y topicazos acerca del catolicismo que últimamente propaga César Vidal en Libertad Digital, desde su fanatismo luterano, que ha provocado la salida de Pío Moa de este medio. Nada como la lectura del blog de Moa (ahora trasladado a Intereconomía), y de su libro -magnífico- Nueva historia de España para deshacer estos errores. Que el término liberal surgiera en la católica España, y que nuestra primera constitución, que consagraba los derechos individuales y la separación de poderes, fuera explícitamente católica, parece algo más que una casualidad. Posiblemente, el error de no introducir la libertad religiosa hubiera podido subsanarse sin demasiada dificultad, en circunstancias normales. Si por culpa de la invasión napoleónica no se hubiera impuesto una concepción ideológica y por tanto anticlerical del liberalismo, que tras su degeneración izquierdista llegó a su sangriento apogeo con la persecución religiosa de 1936, el catolicismo español y el liberalismo hubieran podido entenderse de manera mucho más intensa y fructífera, no solo entre sí, sino sobre todo cada uno a sí mismo.