martes, 22 de septiembre de 2009

Escuela pública o privada

¿Debe existir una escuela pública que garantice la igualdad de oportunidades, o bien bastaría con ayudar económicamente a los padres de rentas bajas para que escolaricen a sus hijos en la privada? Álvaro Vermoet, a quien leo siempre con interés en Libertad Digital, defiende en un artículo titulado, significativamente, "Contradicciones de un liberal", lo primero.

Hay una cosa en la que estoy de acuerdo con Vermoet, y es que el derecho de los niños a recibir instrucción está por encima del derecho de los padres a elegir su educación o incluso ninguna. Creo que bajo ningún concepto la sociedad debe admitir que los padres puedan privar a los hijos de educación (ni de sanidad o alimentación), y se trata de uno de los pocos casos en los que el Estado está facultado para intervenir en el ámbito privado (pero sólo cuando se detectan situaciones extremas; concretamente, el homeschooling me parece absolutamente legítimo). Sin embargo, disiento de Vermoet en el método de asegurar la educación de niños y jóvenes.

El articulista básicamente enarbola tres argumentos: Primero, que mientras defendemos la privatización total de la enseñanza, con nuestra actitud maximalista estamos dejando el terreno libre a la izquierda para que imponga su visión adoctrinadora de la enseñanza en el sector público. Segundo, que de esta manera no podemos impedir la existencia de escuelas islamistas y similares, que inculcan a los niños valores antiliberales. Y tercero, que no garantizamos el principio de igualdad de oportunidades.

El primer argumento, como reconoce Vermoet, es más bien de tipo táctico, y puede tener parte de razón. Pero olvida plantearse lo esencial, si la degradación de la calidad de la enseñanza no se debe precisamente a su carácter público. Vermoet denuncia con razón el dominio de la secta progre en el ámbito pedagógico, pero no explica cómo podemos desalojarla de las posiciones conquistadas, precisamente porque descarta el único método eficaz para ello, que es devolver el control de la enseñanza a la sociedad civil.

El segundo argumento es en realidad improcedente, pues el peligro de que algunos padres decidan adoctrinar a sus hijos en la sharia o en otros principios contrarios a las libertades, no se evita con la existencia de la escuela pública, salvo que ya directamente prohibamos a los padres acudir a establecimientos educativos privados, lo que no creo que él esté defendiendo.

En cuanto al tercer agumento, que es el realmente importante, creo que puede justificar la intervención del Estado, como he dicho, en casos de negligencia paterna en los más elementales cuidados de los hijos, pero hasta deducir de ahí que el Estado deba convertirse en empresario de la educación hay un paso que resume perfectamente la diferencia entre la posición liberal y la socialista. La igualdad de oportunidades no puede convertirse nunca en un pretexto para instaurar la igualdad de hecho. Por mucho que los niños acudan a la misma escuela pública, independientemente de su situación social, la igualdad plena de oportunidades no la lograremos (habrá niños cuyos padres leen, escuchan música clásica, etc, y otros que al llegar a casa se encuentran panoramas completamente distintos), y de hecho es en este empeño en el que los socialistas encuentran su justificación de la expansión indefinida del Estado. Porque el razonamiento lo podemos extrapolar a la sanidad y a prácticamente todos los ámbitos.

Si lo que queremos garantizar es una instrucción mínima de toda la población, existen fórmulas como las becas o el cheque escolar (que Vermoet expone en otro artículo suyo, que enlaza) las cuales permiten el acceso de cualquier niño a la educación, sin necesidad de que el Estado asuma competencias que corresponden a la sociedad civil.

Pero permitidme hacer una reflexión de más calado. Lo que caracteriza a los utopismos es su carácter de urgencia. Los iluminados y demagogos de todos los tiempos y lugares nos dicen que la sociedad perfecta es posible ya, ahora mismo. Por eso, cuando alcanzan el poder y la dura realidad se impone, necesitan por su propia naturaleza unos chivos expiatorios (el imperialismo, la oligarquía, etc) a los que culpar de los constantes aplazamientos del paraíso prometido. En cambio, el liberalismo parte del principio de que no existe una sociedad reconciliada, una meta final, sino de que la Historia está abierta, y la libertad individual es la única que permite al mayor número posible de individuos prosperar, ascender socialmente, sin que ello deba confundirse en absoluto con el objetivo quimérico de una sociedad perfectamente igualitaria, que nunca existirá, y además es mejor que nunca exista, porque sería el terreno abonado para la más perfecta de las tiranías.

Al confiar a la iniciativa privada la enseñanza, la sanidad y todos los ámbitos posibles, sin duda no estamos garantizando que todo el mundo tenga acceso a la mejor educación y a la mejor sanidad: De hecho, ningún sistema garantiza esto, y los que menos son los socialistas, como está absolutamente demostrado. Pero sí estamos garantizando, al menos, que mucha más gente prospere y por tanto acabe accediendo (y aún más sus hijos, y sus nietos) a niveles de bienestar superiores, lo que incluye mejor vestido, alimentación, sanidad, educación, etc. Este es el verdadero mundo posible, y no las utopías redentoras de los socialistas de todos los partidos.

Concedo, con todo, que mientras exista una enseñanza pública, aboguemos por que sea de calidad, y en este sentido simpatizo con medidas como las de Esperanza Aguirre de conferir más autoridad a los profesores. Pero no veo que ello nos obligue a renunciar, a más largo plazo, a que el Estado reduzca drásticamente su intervención en la vida humana.