El libro electrónico provoca emociones encontradas, incluso en la misma persona (es mi caso, sin ir más lejos). Por un lado, el alma de bibliófilo que hay en todo lector empedernido no puede dejar de experimentar cierta inquietud ante la idea de que los libros de papel, que pueblan de entrañables recuerdos nuestras bibliotecas privadas, acaben desapareciendo en un futuro cercano. Pero por otro, es difícil no sustraerse ante el encanto de la idea: Miles de libros en la palma de la mano, en un dispositivo que aún debe perfeccionarse mucho, pero que cada vez tiene menos que envidiar, en comodidad y manejabilidad, al libro tradicional, y lo supera en otros aspectos.
Entre los entusiastas de los nuevos lectores electrónicos existe cierta tentación de ridiculizar a los nostálgicos del papel. Carmelo Jordá se mofaba de manera inmisericorde, la semana pasada, de un escrito de Juan Manuel de Prada, quizás pasado de rosca lírica, pero que expresa sentimientos que muchos conocemos. También el periodista económico Carlos Salas incidía, el pasado domingo en su columna de El Mundo, en este subgénero de hombre-duro-que-está-por-encima-de-mariconadas-romanticoides, cachondeándose de los que deploran que se pierda el “olor” de la letra impresa. Pero sinceramente no creo que seamos tan raritos los que hemos olido un libro abierto o nos deleitamos con las sensaciones visuales y táctiles que produce un volumen de bella factura.
Dicho esto, no veré con desagrado, en absoluto, el triunfo de los lectores de e-books. Desde la más remota antigüedad, el formato de los libros ha experimentado cambios muy notables, pero dos son trascendentales. Uno, por supuesto, es la invención de la imprenta; el otro no suele recordarse mucho, aunque quizás fue el que influyó más en la experiencia individual: La lectura en silencio. San Agustín, en las Confesiones, manifiesta su asombro cuando descubre a San Ambrosio, obispo de Milán, leer silenciosamente para sí, sin siquiera mover los labios. Hoy, leer en voz alta es un placer prácticamente olvidado. Cuando tenía diez años, un profesor de lengua tuvo la feliz idea de leernos entero en clase, a lo largo de varias semanas, El camino, de Miguel Delibes. Estoy convencido de que mi amor por la lectura debe mucho a aquel libro, pese a que no lo tuve físicamente en mis manos hasta la edad adulta.
El placer que puede producir la audición de un libro demuestra que el canal físico, por entrañable que resulte, no tiene importancia. Lo que queremos a fin de cuentas es leer, y poder hacerlo en cualquier lugar, con un acceso lo más económico posible a cuantos más libros mejor. Creo que nos olvidaremos de los libros de papel, al igual que en su día nos olvidamos de los rollos de papiro o de las tablillas de arcilla, que seguro (y no es ironía) también tenían sus encantos.