A los políticos europeos les gusta llenarse la boca de expresiones como Estado del Bienestar. Dan por sentado que los europeos disfrutamos de una calidad de vida superior a los estadounidenses, gracias a que sufragamos unos mastodónticos servicios sociales, gestionados por legiones de funcionarios de reconocida ineficacia.
El motivo por el cual este sofisma se sostiene entre gran parte de la población (y hasta se lo acaban creyendo no pocos norteamericanos) es que, por alguna extraña razón, restringimos el significado de la palabra bienestar al acceso a servicios como la educación, la sanidad o las pensiones. Casualmente, aquellas que suele prestar el Estado, con los resultados que ya conocemos de colas, retrasos, baja calidad, etc. Curioso concepto de bienestar.
En su lugar, yo propongo la siguiente definición:
Bienestar es que pueda ir a comprarme un cepillo de dientes a una tienda de barrio, y me encuentre con una docena de tipos distintos.
Y podríamos añadir: Socialismo es cuando vas a comprar un cepillo de dientes y te encuentras que sólo hay de dos clases, el duro y el blando. Y además del blando ya no les queda, o sea que te tienes que quedar con el duro.
No hace falta decir que podemos sustituir el cepillo de dientes por cualquiera de los millones de productos y servicios que produce la civilización actual. Porque a fin de cuentas, el bienestar o la riqueza no pueden medirse de otra manera que por todos los objetos o servicios a los que tenemos acceso, gracias a la productividad de millones de trabajadores y empresarios en todo el planeta.
Aún hoy en día, años después del derrumbe de la URSS, no falta quien se pregunta para qué queremos una docena de tipos de cepillos de dientes. La respuesta es bien sencilla: Porque así tenemos cepillos más baratos y mejores. El mercado libre es el único sistema que permite perfeccionar continuamente la producción, mediante la competitividad. De hecho, fue este proceso el que inspiró a Darwin su teoría de la evolución, según la cual las millones de especies biológicas existentes son el producto de una incesante e insospechadamente creadora adaptación competitiva. Por eso El origen de las especies empieza hablando no de la selección natural, sino de la artificial, es decir, el proceso por el cual los seres humanos, no siempre conscientemente, han seleccionado multitud de especies vegetales y animales desde la prehistoria.
Podemos especular sobre qué hubiera ocurrido si la evolución hubiera sido dirigida desde sus inicios por alguna especie de burócrata extraterrestre. Probablemente no habríamos pasado del nivel de las bacterias, que a fin de cuentas se adaptan de maravilla a todos los entornos, y cuyas necesidades se han reducido al mínimo imaginable. Por no hablar de la maravillosa igualdad socialista que reinaría.