Según la tradición judeocristiana, el pecado original contamina a toda la especie humana. Todos somos pecadores desde que nacemos. Esta concepción, paradójicamente, no se halla muy alejada de las conclusiones de la psicología evolucionista, en el sentido de que el componente agresivo y egoísta de nuestra naturaleza no puede explicarse ignorando su base biológica, es decir, innata.
Por el contrario, el pensamiento autodenominado progresista se caracteriza por culpar a la sociedad, la cultura, el sistema o como sea que llame a la forma de organizarse los seres humanos. Los males de este mundo, como son la pobreza, la violencia, etc, se explican por la adopción de un sistema social perverso, que impide a las personas manifestar sus verdaderos sentimientos fraternales y las lleva a enfrentarse entre sí, o a explotar las unas a las otras.
De concepciones tan dispares, es lógico que surjan propuestas irreconciliables. El pensamiento liberal-conservador, que es heredero de la visión judeocristiana de la responsabilidad individual y la dignidad personal, al localizar el origen del mal en cada uno de nosotros, defenderá un sistema social basado en la desconfianza hacia quienes ejercen el poder, y por tanto preocupado por mantener aquellas instituciones que lo limitan, y tratará de sacar partido de nuestro propio egoísmo, sin pretender ignorarlo. En cambio, la izquierda cree que reformando conscientemente la organización de la sociedad, incluyendo la educación, podrá alcanzarse un mundo más justo, en el que la naturaleza humana, intrínsecamente buena, dará lo mejor de sí.
Dos son los peligros que entraña el proyecto del mal llamado progresismo, íntimamente relacionados. El primero es que se olvida que la mayoría de instituciones y normas sociales no son producto deliberado de ninguna inteligencia individual, sino el resultado de un largo proceso evolutivo. Esto significa que si las trastocamos alegremente, movidos por esquemáticas ideas "racionales", seguramente seremos incapaces de predecir o controlar todas sus consecuencias. El segundo peligro es que, al faltarle la necesaria desconfianza hacia el elemento maligno de nuestra naturaleza, tiende fatalmente a favorecer la concentración de poder político, en la ilusoria esperanza de que ello le permitirá llevar a cabo las reformas que imagina.
Lo anterior podría resumirse diciendo que la izquierda está aquejada de un temerario optimismo antropológico, que no se justifica por los hechos conocidos en los que se basan la biología, la psicología, la historia y la economía. Sin embargo, el pensamiento de izquierdas también posee un potencial sutilmente depresivo, al menos para quien no se beneficia o se lucra directamente de él. El izquierdismo atribuye la culpa de la infelicidad universal a algo que escapa al control del individuo, a un sistema en el que estaríamos presos como en una jaula. En el Evangelio, Jesús predica que cada uno, incluso el mayor de los pecadores, tiene en su mano su propia salvación. La izquierda desdeña implacablemente esa posibilidad, pero al mismo tiempo ha heredado del cristianismo el espíritu milenarista, alimentando esperanzas ilimitadas en un paraíso terrenal, con la inevitable frustración que ello comporta. La derecha, mucho más cauta, más "pesimista", no nos infunde esperanzas tan desmedidas, no aspira a la felicidad universal ni propone reformas inalcanzables. Sus objetivos son mucho más modestos, y por ello contribuyen mucho más al bienestar general que los delirios de la falsa racionalidad progresista.
Porque en efecto, que una idea sea simple y se formule de manera silogística, no significa que sea racional, si desprecia los hechos y parte de premisas equivocadas. En realidad, bajo la retórica racionalista (que no racional) de la izquierda, laten emociones e instintos atávicos ferozmente irracionales, que explican en gran medida su éxito a la hora de movilizar a amplias masas. Esta es la razón por la cual, pese a culpar al "sistema" de todos los males, la izquierda no es políticamente eficaz si no personaliza el mal en grupos o incluso personas concretas. La burguesía, la derecha, los especuladores, los intermediarios, los fabricantes de armas y, por supuesto, Bush y Aznar: En todo discurso progre que se precie no pueden faltar algunos de esos personajes, burdamente estereotipados y caricaturizados, en contraste con los cuales, los líderes de izquierdas son seres angélicos en los que debe depositarse una confianza ilimitada, y cualquier asomo de sospecha o de crítica hacia ellos se califica de reaccionario y malintencionado, o como servil dependencia de turbios intereses.
Hay quien se pregunta cómo la demagogia más grosera puede triunfar en sociedades altamente civilizadas. Pero ya hemos respondido. El mal está en cada uno de nosotros, y es lo que conduce a muchos a apoyar a quien sabe excitar mejor los odios y las falsas ilusiones.