La nueva encíclica de Benedicto XVI, Caritas in Veritate, ha sido saludada por algunos como favorable a planteamientos de “izquierdas”. Tiene cierta gracia que quienes acostumbran a abominar del cristianismo a la menor ocasión, no renuncien al mismo tiempo a presentar sus ideas como si fueran perfectamente acordes con el mensaje evangélico. Se me ocurren varias expresiones populares que definen esta clase de oportunismo, pero quizás la que viene más a cuento es aquella que habla de quienes quieren estar en misa y repicando.
Ayer leí la encíclica, y si bien es cierto que hay en ella algunas concesiones (a mi entender, innecesarias y equivocadas) a los tópicos biempensantes contra el mercado (con alguna alusión al “clima”), en su conjunto se trata de un texto serio y profundo que realiza una crítica demoledora de las tesis básicas de la izquierda contemporánea.
Pero empecemos por las concesiones. Autores como el filósofo del derecho Francisco J. Contreras han señalado que la cuestión acerca de cuál es el sistema que beneficia más a los pobres (el libre mercado o el socialismo) sólo se puede responder empíricamente, es decir, es una cuestión de hecho, en la cual el magisterio de la Iglesia no debería entrar. Lamentablemente, los dirigentes eclesiásticos llevan mucho tiempo cayendo en el error de juzgar a estos sistemas no por sus resultados comprobables, sino por sus propagandas respectivas. Error, por cierto, en el que no están solos, pues los acompañan la mayoría de medios de comunicación y de los intelectuales, creyentes y sobre todo no creyentes.
Irónicamente, el gran éxito del socialismo en las mentes tal vez proceda de que, de manera más o menos implícita, ha sabido apropiarse del anhelo evangélico y milenarista de justicia (“bienaventurados los pobres”), mientras que el liberalismo, cuya concepción de la persona entronca de manera inequívoca en el cristianismo, no siempre ha sido lo suficientemente lúcido (al menos después de Adam Smith, que lo tenía clarísimo) para mostrar la íntima conexión entre libertad individual y redención social, pese a que es absolutamente obvia.
Jesús vivió en una sociedad preindustrial, en la cual, como recuerda Max Weber en su obra más conocida, el origen de la riqueza tenía muy poco que ver con el capitalismo, y sí con la connivencia con las estructuras estatales de la época (fenómeno que hoy se sigue dando, y que sigue alimentando el confusionismo interesado de los socialistas). La crítica de Jesús a los ricos, pues, no puede separarse de esta constatación. En el siglo I podía decirse que en verdad, los acaudalados tenían una gran responsabilidad en la enorme pobreza existente, muchas veces incluso directa, en tanto que el Estado les subcontrataba el cobro de los impuestos.
Actualmente, en cambio, la gran mayoría de empresarios, que disfrutan de un nivel de vida muy superior al de un rico de hace dos mil años (¡y lo mismo puede decirse de sus empleados!), contribuyen decisivamente, gracias a la creación de empleo, y al desarrollo de productos cada vez más eficientes y accesibles, a sostener el confortable nivel de vida de la población trabajadora. (Y contribuyen además, junto a los trabajadores, a sostener un costoso aparato estatal, que encima se pone las medallas por las “conquistas sociales”.)
Cuando Benedicto XVI afirma en su encíclica , citando a Pablo VI, que la causa del subdesarrollo reside en “la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”, creo que en gran medida se equivoca. Es cierto que los países ricos tienen cierta responsabilidad moral en no hacer todo lo que está en su mano para ayudar a los pobres (por ejemplo, levantando los aranceles a los productos agrícolas del Tercer Mundo, como acertadamente señala el Papa más adelante.) Pero en mi opinión partimos de un planteamiento erróneo cuando nos preguntamos por qué hay pobreza, en lugar de por qué hay riqueza, que es lo que hizo Adam Smith en la obra fundacional del liberalismo económico.
La escasez, en su sentido más amplio (falta de alimentos, enfermedades, catástrofes y obstáculos naturales, etc) ha sido siempre algo dado, la situación de partida contra la cual el hombre no ha dejado de luchar desde hace milenios; desde mucho antes, por supuesto, de que existieran clases sociales. La teoría intuitiva de los “vasos comunicantes”, según la cual la riqueza de unos surge a costa de la pobreza de otros, presupone implícitamente que dicha riqueza es una constante diacrónica, algo manifiestamente absurdo, que la historia y la experiencia individual refutan por completo. El marxismo, por cierto, no es más que una formulación de esta superstición en un exitoso –pero desfasado hace tiempo– lenguaje híbrido entre la economía clásica y el hegelianismo.
Sin embargo, dejando de lado alguna otra expresión desafortunada del texto papal, la encíclica Caritas in Veritate, tal como decía antes, de “izquierdas” tiene bien poco. Para empezar, la definición que ofrece del mercado en el capítulo 3 es muy atinada, y ya desde el principio Ratzinger deja clara su posición frente a al “peligro” de los utopismos, al mismo tiempo que, más adelante, considera la globalización como “una gran oportunidad”. Nada que ver, pues, con el lenguaje que despliega el llamado “altermundismo” en las “contracumbres” que celebra periódicamente, con sus extravagantes proclamas anticapitalistas y totalitarias.
Por resumirlo en una frase, Benedicto XVI razona que el mercado no es suficiente para asegurar una sociedad justa, pero la alternativa no es más Estado, sino más sociedad civil y más moralidad. En cierto modo, no es una idea muy alejada del pensamiento de un Hayek, aunque quizá el problema de la doctrina social de la Iglesia sea muchas veces el modo en que la expresa, que da pie a que se perciba como una crítica contra el mercado lo que en realidad puede verse perfectamente como una defensa de las condiciones que lo hacen posible.
Dejando el terreno estrictamente económico (que es el aspecto más débil del texto), la encíclica de Ratzinger, pese a ciertas alusiones esporádicas en la tónica de la retórica medioambientalista al uso, nos obsequia con una rotunda crítica del ecologismo más radical, que concibe la naturaleza como algo intocable, y que por tanto supedita al hombre a ella. “Esta postura –dice– conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo.” Posturas, cabría añadir, que confluyeron en los años veinte en el surgimiento de la ideología nacional-socialista, que no por casualidad fue pionera en las políticas de inspiración “ecologista”, y que tuvo su máxima expresión intelectual en la filosofía de un rector nazi llamado Martin Heidegger.
Este tema nos lleva al que quizá sea el concepto más sugestivo y provocador empleado por Ratzinger, el de “ecología humana” (tomado de su predecesor Juan Pablo II). Por su meridiana claridad, vale la pena citarlo por extenso:
“Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral.”
Estas afirmaciones recuerdan inevitablemente a la campaña provida de la Conferencia Episcopal española, que planteaba la escandalosa contradicción entre la desprotección del feto humano y las leyes de protección a la cría del lince. Mientras por un lado el ecologismo nos conmina a respetar el delicado equilibrio de la naturaleza, por otro parece como si con el ser humano (que es obviamente una parte de la naturaleza) toda clase de experimentos y manipulaciones fueran admisibles.
El pasado domingo, el periódico El Mundo se hacía eco de la noticia de una pareja de lesbianas que iban a ser pronto madres, una proporcionado el útero y la otra un óvulo fecundado anónimamente, celebrando el cronista con ligereza el fin del dicho popular “madre no hay más que una”. Naturalmente, el seudoprogresismo tratará de avergonzar a cualquiera que exprese reparo ante estos experimentos como un insensible que se opone al conmovedor deseo de dos mujeres a ser madres. Pero la pregunta es si tenemos “derecho” a satisfacer cualquier deseo, por “conmovedor” que sea. Ratzinger expone, en unos de los pasajes más interesantes del texto, la profunda relación existente entre derechos y deberes, cuyo olvido es causa y efecto a la vez de “una espiral de exigencias prácticamente ilimitada”, que al final se traduce en una devaluación del propio concepto de derecho humano. Vale la pena citar de nuevo las palabras de Ratzinger:
“Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se asientan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos.”
Sólo si se admite una verdad moral universal no reducible al mero convencionalismo, se puede justificar la limitación del poder político, sea cual sea su fuente de legitimación. Este es el legado del cristianismo a nuestra civilización, y esto es lo que la izquierda está empeñada en destruir desde hace mucho tiempo. Así que los progres pueden volver como de costumbre a decir pestes de Joseph Ratzinger, con total tranqulidad: Decididamente, no es uno de los suyos.