El filósofo Eduardo Robredo, en una de las últimas entradas de su blog, nos muestra una interesante gráfica según la cual, a más estado del bienestar, menor religiosidad.
La gráfica apareció el año 2004 en un artículo científico, que Robredo cita según el uso académico tradicional, pero sin proporcionar ningún enlace: Anthony Gill y Erik Lundsgaarde, “State Welfare Spending and Religiosity: A Cross-National Analysis” , Rationality and Society 16 (4): 399-436. Por suerte, en Google se encuentra en formato PDF (y sin necesidad de subscripción) en medio minuto.
Según sugiere Robredo, el estudio vendría a abonar la tesis de que la religión es una consecuencia del stress y la depauperación, en la línea del análisis marxista. O sea, aunque no llega a expresarlo tan rudamente, da a entender que la religión es una patología que se puede curar con higiene, educación y buenos alimentos. (El caso de Estados Unidos –y el de Uruguay, por razones opuestas– sería una anomalía cuya explicación quedaría, de manera harto significativa, por esclarecer.)
Incluso sin leer el artículo en cuestión, podríamos discutir la validez deductiva de semejante concepción. Que los pobres sean supuestamente más religiosos que los ricos no nos permite afirmar que la religión sea una dolencia. Análogamente, el hecho de que las enfermedades coronarias vayan asociadas estadísticamente al bienestar, no nos lleva a inferir el carácter saludable de aquellas.
Pero es que además, si leemos el artículo, descubrimos que sus autores están lejos de entregarse a las simplistas conclusiones enunciadas por Robredo con esa ligereza a la que ya nos tiene acostumbrados, cuando trata el tema de la religión.
Lo que dichos autores afirman es –cierto– que existe una correlación empírica entre el gasto público per cápita en bienestar social y la disminución de la religiosidad; pero, atentos a la explicación que ensayan.
Las iglesias de las distintas confesiones cristianas, nos dicen Gill y Lundsgaarde, tradicionalmente han venido prestando una serie de servicios sociales, como son educación, ayudas a los pobres, etc, financiadas con las donaciones voluntarias de los fieles. Ahora bien, a medida que se desarrolla el estado-providencia, estos servicios van siendo acaparados por la administración pública, que se financia de manera coactiva, con los impuestos. Es decir, la gente no puede decidir entre financiar a su iglesia o al estado, porque lo segundo es obligatorio. Y naturalmente, la mayoría es reacia a pagar dos veces la misma cosa. Esto no sólo reduce las donaciones dinerarias a las iglesias, sino incluso el tiempo (que también se puede expresar como un coste) dedicado a las prácticas religiosas comunitarias. A la larga, sobre todo en la siguiente generación, esta relajación de la práctica religiosa desemboca en la pérdida del sentimiento religioso.
Dicho claramente, el descenso de la religiosidad no sería tanto una consecuencia del nivel de vida, como el resultado de la “competencia desleal” (o más bien abusona) del estado.
A mí, desde luego, esta hipótesis me parece mucho más fecunda que no el viejo ritornello del “opio del pueblo” al que se apunta Robredo. En cualquier caso, independientemente de cuál sea la más cercana a la verdad, resulta pertinente la mención a Marx en apoyo de su tesis, pero no a Gill y Lundsgaarde, por muy erudito que quede.