martes, 21 de julio de 2009
Nuestro futuro no está en las estrellas
Es lo que sentencia Saramago en un artículo titulado “Luna” –al hilo de la rememoración de las primeras pisadas del hombre sobre nuestro satélite– en el cual cuestiona la importancia de aquel acontecimiento y juega metafóricamente con la idea de que fue un montaje, comparando los movimientos de los astronautas con los de unas marionetas.
Por su parte, Sánchez Dragó, en otro artículo publicado ayer (“Paparruchas”; el título ya es elocuente), no duda tampoco en recrearse con la idea del carácter hollywoodiense del primer alunizaje tripulado, aunque básicamente se entretiene en aclararnos un delicado matiz de su evolución inelectual… Vamos, que en aquella época él estaba más interesado en follar que en la conquista del espacio u otras zarandajas (¿sólo en aquella época?).
No han faltado críticas de índole más seria al proyecto Apolo, según las cuales durante la guerra fría se priorizaron por razones propagandísticas los vuelos tripulados a la Luna, impidiendo un desarrollo del programa espacial quizás menos espectacular, pero a la larga más productivo desde un punto de vista científico, tecnológico y económico.
Posiblemente estas críticas no carecen de fundamento, pero su falta de perspectiva me parece patente. El esfuerzo que requirió el proyecto Apolo se tradujo en incontables avances técnológicos de todo tipo, directos e indirectos, que años más tarde repercutirían en la vida cotidiana. Y a fin de cuentas, sólo han transcurrido cuatro décadas. La gente parece estar decepcionada porque todavía no hay una oferta de apartamentos lunares con vistas al Mar de la Tranquilidad, pero la conquista del espacio es una empresa a escala de milenios, que sólo acaba de empezar.
Rotundamente, yo sí creo que nuestro futuro está en las estrellas, aunque por descontado no espero verlo, ni lo verán mis hijos. Quienes en los años cincuenta creían que la Unión Soviética iba pronto a sobrepasar económicamente y en todos los órdenes a Estados Unidos, nos recuerdan poderosamente (cuando no eran los mismos) a quienes en los setenta creían que el petróleo y otras materias primas se agotarían antes de finales del siglo XX, y recuerdan también a aquellos que gustan de aparentar un maduro escepticismo de personas adultas, que no creen en “paparruchas”, ante los logros de la exploración espacial.
Naturalmente, a cierta clase de persona le molesta que la exploración espacial esté liderada por los Estados Unidos (aunque la competencia, felizmente, sea creciente) pero además existe una razón más profunda. La idea de que dentro de miles de años nuestros descendientes puedan haber colonizado otros planetas choca frontalmente contra el fatalismo ecologista, y sus variantes místico-orientalizantes, que basan todos sus pronósticos apocalípticos en el supuesto de que sólo tenemos una Tierra y de que la tecnología ha llegado al límite de su explotación. Lo cual es seguramente tan ridículo como si un egipcio de la dinastía XVIII hubiera pensado que la civilización (en muchos aspectos, ya bastante sofisticada) había alcanzado su apogeo, y que no quedaba apenas nada por descubrir o inventar.
Muchos que reivindican eslóganes sesentayochistas del estilo de “imaginación al poder”, “otro mundo es posible” o “cambiar la vida”, o que pontifican desde una pretendida sabiduría superior al racionalismo occidental, se caracterizan curiosamente por una absoluta falta de imaginación (no confundir con fantasía carente de cualquier rigor), sólo comparable a la de esos intelectuales o intelectualoides que jamás han creado nada duradero, pero se desviven por descreditar a los verdaderos emprendedores y soñadores, aquellos que a fin de cuentas sí acaban transformando la realidad.