José Carlos Rodríguez nos ha llamado la atención, en un artículo de Libertad Digital, sobre otro artículo publicado en El País, el cual expone una visión romántica e idílica de la educación, y por ello mismo, como advierte incisivamente José Carlos, muy peligrosa, porque cuestiona radicalmente el papel de los padres como transmisores de creencias y valores (y ya se sabe quién llenará ese vacío.)
Poco hay que añadir a la certera crítica de José Carlos Rodríguez. Pero sí podríamos exponer grosso modo cuál es la concepción de la educación alternativa al seudoprogresismo.
¿Por qué tenemos hijos?
Según el artículo de El País, mucha gente tiene hijos por tenerlos, porque es lo que se supone que la sociedad espera de ellos, o por otras motivaciones espurias. Pero, nos dice el autor, tener un hijo debería ser una decisión profundamente meditada y desprovista de cualquier consideración "egoísta".
El lenguaje de un texto edulcorado hasta el empalago ya acostumbra a ponernos sobre aviso de que no se está reflejando la realidad de las cosas.
Generalmente, quienes hemos tenido hijos no nos entregamos en su momento a meditaciones trascendentales, ni mucho menos pensamos en el bien de la humanidad, al menos conscientemente. Lo hicimos porque deseábamos hacerlo y, sí, es posible que de manera un tanto irreflexiva, al menos en el caso del hombre. (El procedimiento hay que admitir que es bastante agradable, eso también ayuda.) ¿Es eso realmente tan horrible? Durante miles y miles de años, la humanidad ha progresado de esta manera. Si la población no se hubiera multiplicado muchas veces desde el paleolítico, evidentemente seguiríamos anclados en esa etapa. Afirmar que tener un hijo es una decisión de tipo casi intelectual, me parece una soberana estupidez, además de una cursilería. Traer hijos al mundo, en la mayoría de los casos, es una bendición, y no creo que se necesiten demasiadas justificaciones. Lo inquietante es que nuestro tiempo haya llegado a la conclusión de que la reproducción de la humanidad no es un bien en sí mismo, sean cuales sean las motivaciones individuales.
Cómo educar a los hijos
Si los padres no educamos en valores a los hijos ¿quién lo hará? ¿Y en qué valores? El artículo de El País no se plantea estas preguntas, porque parte de la premisa de que cada individuo puede descubrirlos por sí mismo, si se le guía adecuadamente, y si no le lastramos con el peso de la tradición y de nuestros prejuicios. (Sobre todo, no deja de aconsejar mucho cariño, como si los padres que no están imbuidos del evangelio progresista no experimentaran esa emoción natural.)
Esta idea de la tabla rasa, relacionada estrechamente con el mito del Buen Salvaje, es completamente errónea. Creer que el ser humano por naturaleza es todo sociabilidad y bondad, y que no alberga impulsos violentos, territoriales, de odio al diferente, etc, es algo que la ciencia ha refutado hace tiempo. Y pensar que la sociedad puede prescindir sin más de la tradición, empezando cada generación desde cero, es tener una idea absolutamente equivocada del alcance y la naturaleza de la razón, como expuso Friedrich Hayek en La fatal arrogancia.
El mundo no funciona así. Al igual que la ciencia está constituida por hipótesis no necesariamente vardaderas, pero que nos permiten ir avanzando en nuestro conocimiento de la realidad, el legado de la tradición, con todos sus errores e imperfecciones, es la base sobre la cual toda sociedad humana puede trabajar y seguir construyendo.
El espíritu crítico
Una vez hemos sido educados en una determinada tradición, en una sociedad abierta el individuo tiene amplias posibilidades de cuestionarse parte de los valores y creencias recibidos. No podemos desarrollar el espíritu crítico si no es rompiendo con algo que antes habíamos venido creyendo ingenuamente. El error es en sí mismo educativo, porque al caérsenos la venda de los ojos, nos previene contra toda credulidad futura.
Por supuesto, existen cierto tipo de sociedades en las cuales el dominio de lo colectivo sobre lo individual es tan asfixiante que esta posibilidad de crítica queda drásticamente reducida. Y eso es precisamente lo que el articulista de El País, y el progresismo en general se niegan a ver, he aquí el gran tabú de la izquierda: Que existen culturas mejores y peores, culturas (no razas: tergiversadores absténganse) que favorecen más la libertad y la prosperidad que otras. En lugar de admitir esto, el progre se entrega a un relativismo que, so pretexto de disolver las dificultades conceptuales, se carga también la herencia de la Ilustración.
Si renunciamos a transmitir nuestros propios valores occidentales, lo que estamos favoreciendo es un tipo de individuo desprovisto de referencias, y por tanto más inseguro y dependiente. Estamos favoreciendo una sociedad en la que el vacío resultante lo llenará el Estado o bien una cultura mucho menos respetuosa de la autonomía personal, como por ejemplo el Islam. Y lo más probable es que consigamos ambas cosas a la vez.