Uno de los logros que definen a la civilización occidental es la separación entre Iglesia y Estado. Esto significa que los clérigos no tienen poder político, o lo que es lo mismo, no tienen a su disposición la fuerza coactiva del Estado para imponer sus creencias. Y recíprocamente, el Estado no puede interferir en la doctrina ni en el gobierno interno de la Iglesia.
Con todo, persiste en Occidente una opinión muy difundida, según la cual toda manifestación pública religiosa, aunque sea de la religión mayoritaria en Europa o América, es en sí misma una imposición, una amenaza a la separación Iglesia-Estado. Y la misma prevención se da con cualquier pretensión de que la moral cristiana (o una moral coincidente, en cuestiones determinadas, con la cristiana) pueda inspirar las constituciones y las leyes.
En definitiva, se invoca un supuesto riesgo de involución para justificar la erradicación del cristianismo de la escena pública, mientras que, paradójicamente, frente al Islam, que no separa entre el poder civil y el religioso, no se observa una beligerancia similar. Ello lleva a sospechar que tras las ásperas críticas contra la Iglesia y el Vaticano no late tanto una voluntad emancipadora del individuo (que en Occidente hace tiempo se ha liberado de cualquier servidumbre hacia ninguna clase sacerdotal), como un instinto más o menos ciego de destruir, debilitar o absorber cualquier institución independiente del Estado.
En perfecta coordinación con esta estrategia, de la que no todos sus agentes son necesariamente conscientes, tenemos una clase de intelectual que, aun cuando admite que la existencia de Dios no sólo no ha sido demostrada, sino tampoco refutada, está empeñado en ridiculizar la idea de una divinidad trascendente, considerándola como el vestigio de épocas precientíficas, que tarde o temprano el progreso debería ir diluyendo.
Me propongo argumentar, primero, que se precipitan quienes quieren jubilar a Dios, y segundo, que desde un punto de vista político, necesitamos la idea de Dios más que nunca, si no queremos que el Estado acabe suplantando su papel, de manera en el fondo no muy distinta a lo que sucede en los países islámicos (cuyo estatismo, contra lo que se piensa, no representa una involución, sino que es inquietantemente moderno), pero aquí en nombre de la democracia y el progreso.
1. La inteligibilidad del cosmos
Nuestro conocimiento del universo es muy imperfecto, al no tener otra fuente que la observación. Aunque hemos llegado a formular leyes de carácter general que permiten conectar multitud de fenómenos, desde la caída de una manzana hasta la órbita del planeta Mercurio (que sólo gracias a Einstein se pudo explicar satisfactoriamente), sabemos que se trata sólo de aproximaciones a la realidad, que en el futuro serán superadas por otras más fidedignas (más abarcadoras de los nuevos fenómenos que se suman a nuestra experiencia). Con todo, pese a que no tenemos, ni podemos imaginar, un conocimiento “directo”, por así decirlo, de las leyes que rigen el universo, pocos han negado que estas leyes tengan una realidad objetiva, independiente del observador. En la mecánica cuántica sabemos que el observador interfiere en el objeto, y que por tanto hay un límite teórico a lo que podemos conocer, pero nadie o casi nadie postula que si el hombre no existiera, no habría quarks ni espacio-tiempo, ni por tanto las leyes que los constituyen. Cuando Wittgenstein afirma que la ley natural es la superstición, está diciendo que el conocimiento de la naturaleza se reduce en última instancia a asociar empíricamente los fenómenos (como ya dejó sentado Hume), y que jamás tendremos una certeza apodíctica de conocer ninguna ley natural. Pero que esas leyes, aunque estén para siempre más allá de nuestra forma de conocer, existen, me parece difícil negarlo sin caer en el solipsismo más radical.
Pese a nuestras limitaciones, el hecho de que el universo presente un orden inflexible, en el cual todo parece estar conectado, y nada suceda sin una razón, nos lleva a pensar que, aunque acaso se encuentra fuera del alcance de la mente humana, existe una teoría que daría cuenta de todo fenómeno habido y por haber. Diremos que el universo es inteligible si puede existir (si es factible según sus propias leyes), por principio, una inteligencia natural o artificial que sea capaz de comprender esa teoría omniexplicativa, y calcular usando un tiempo y una energía finitos cualquiera de sus implicaciones técnicas. Entiendo a su vez por técnica toda aplicación de una teoría tendente a determinar los medios adecuados a un fin dado, sea en ingeniería, medicina, economía o cualquier otro campo.
La respuesta a si el universo es inteligible o no, se halla por supuesto en la propia teoría omniexplicativa. Sólo si conociéramos absolutamente las leyes que explican todo cuanto acaece en el cosmos, podríamos determinar si esas mismas leyes permiten la existencia de un ser capaz de comprenderlas y resolver todos los problemas derivados, es decir, dar respuesta a cualquier pregunta con sentido imaginable.
No sabemos, pues, si el universo es inteligible o ininteligible, y tal vez no lo sabremos nunca. Ahora bien, sí podemos tratar de deducir las implicaciones de que sea lo uno o lo otro.
Supongamos que el universo sea ininteligible, que no pueda existir por principio una inteligencia, humana o del tipo que sea, capaz de aprehender la lógica oculta tras todos los fenómenos, y por tanto, de resolver todos los problemas. Esto equivaldría a afirmar que no sólo el ser humano es incapaz de responder a ciertas preguntas, sino que objetivamente puede que no existan siquiera las respuestas. En rigor, no habría diferencia entre inventar y descubrir. Toda invención sería resultado del continuo fluir de nuevos fenómenos, que objetivamente no podían haber sido previstos ni siquiera por una hipotética mente superior.
Esto tendría consecuencias también en la política, la economía, y lo que podríamos llamar la moral. Sería absurdo hablar de unas verdades objetivas acerca de qué sistema de organización social o qué principios morales son más adecuados para conseguir determinados fines. La verdad absoluta no existiría, habría sólo verdades relativas y limitadas. Y por tanto, habría una incertidumbre esencial, de raíz, acerca de lo que es correcto y lo que no, de lo que está bien y está mal.
En cambio, si el universo es inteligible, aun cuando esa inteligibilidad no esté a nuestro alcance, conceptos como el bien y la verdad, por mucho que estén sujetos a un debate interminable, sabemos que poseen una realidad objetiva, independiente de convenciones o intereses humanos, a la que, ya sea imperfectamente, tenemos la obligación moral e intelectual de intentar aproximarnos.
2. Qué entendemos por Dios
Podemos definir a Dios como el conjunto de conocimientos que nos permitirían demostrar la inteligibilidad del universo, o lo que es lo mismo, que constituyen esa inteligibilidad. Si se quiere, podríamos decir, con un eco de Spinoza, que Dios es el universo inteligible.
Con ello no se trata de revestir con lenguaje actual el viejo panteísmo. Más bien pienso en la proposición “Dios está en todo”, en el sentido que hasta el más vulgar fenómeno del universo está conectado a todos los demás, tiene sólo su pleno sentido dentro de la explicación general del cosmos.
A lo que más se parece esta definición de Dios es sin lugar a dudas al mundo de las ideas platónicas. El pensador griego, en su obra, que es uno de los monumentos imperecederos del espíritu humano, no se cansó de luchar contra la sofística de su tiempo por defender la existencia de una verdad objetiva, de una idea del bien e incluso de la belleza independientes de la mente humana, es decir, que debemos descubrir, no meramente inventarnos. El problema del platonismo, por lo demás, es sobradamente conocido. Creyó que gracias al razonamiento puro, podíamos acceder a la inteligibilidad del mundo, lo cual es un completo error, que en sí mismo contiene el germen del totalitarismo. La República de Platón es el primer sistema totalitario diseñado por un intelectual. Lógicamente, quien crea estar en posesión de algún tipo de verdad absoluta, difícilmente resistirá la tentación de tratar de imponerla por cualquier medio.
Sin embargo, las consecuencias de negar que exista una verdad absoluta y objetiva (y no sólo que se encuentre más allá del entendimiento humano) conducen a resultados idénticos, como enseguida voy a desarrollar.