Según el autor libertario Stephen Kinsella, quien esté de acuerdo en que la agresión inicial es injustificable, coherentemente sólo puede ser anarco-capitalista, independientemente de que este sistema social le parezca realizable o no.
Albert Esplugas, por cuyo blog he conocido el escrito de Kinsella, no está tan seguro de que uno se pueda adherir al anarco-capitalismo sin creer en su viabilidad práctica. Sugiere que Kinsella sí cree en su posibilidad, pues según este autor, bastaría que todo –o casi todo– el mundo fuera anarco-capitalista, para que se acabara implantando.
En realidad, sostener que para que un sistema triunfe, basta que una amplia mayoría lo apoye, es poco más que una trivial tautología, algo así como decir que para ser rico no hay más que tener mucho dinero. Leyendo el texto de Kinsella, podemos comprobar que efectivamente no cree que el anarco-capitalismo sea viable (o sea, que la mayoría de la gente lo acabe apoyando), pero se considera ancap porque para él, el más mínimo impuesto es una coacción (una agresión) contra personas inocentes. Sencillamente, reconoce que el Estado existirá siempre, al igual que existirán siempre criminales y mafias, pero eso no le lleva a justificar ni una cosa ni la otra.
El problema es que afirmar que uno está contra la agresión inicial, me parece también una trivialidad. Nadie, excepto los criminales de que habla Kinsella (pero la posición de estos es ateórica) defiende que esté bien agredir a alguien si no es en defensa propia. Sin embargo, existen dos razones distintas por las que la mayoría de la gente no se considera anarco-capitalista.
La primera es una razón equivocada, y en esto coincido con Kinsella. Hay quienes creen que unos impuestos razonables no se pueden considerar una agresión; sin embargo, en esto se equivocan. Los impuestos por definición son coactivos, el Estado no te pregunta si quieres pagarlos o no, y si no lo haces, te puede embargar o incluso encarcelar. Por tanto, incluso un Estado mínimo implica un mínimo de coacción. El Estado es coacción.
La segunda razón me parece en cambio decisiva. Los ancaps parten, al menos implícitamente, de una situación original ideal, en la cual todavía no existe Estado, y les parece injustificable que un determinado grupo, so pretexto de garantizar la seguridad y otros servicios, se arrogue ninguna legitimidad para extorsionar fiscalmente a los demás e imponerles su autoridad. Pero ese estado adánico ni existe, ni posiblemente haya existido nunca, de forma pura. Es una mera abstracción. Lo que tenemos es un mundo donde hay criminales, y hay Estados que son mucho más agresivos hacia sus propios ciudadanos, y hacia el exterior, que otros. En este mundo, un Estado lo más limitado posible, con funciones defensivas y policiales, es claramente el mal menor. Cierto que eso implica un mínimo de coacción, la necesaria para recaudar los impuestos que financian a la policía y al ejército, y la derivada de posibles extralimitaciones de estas fuerzas, pero en las sociedades más civilizadas generamente se trata de una violencia mucho más controlada y reducida que cualquier otra imaginable.
Kinsella respondería que esto es precisamente caer en el erróneo debate sobre si el anarco-capitalismo es factible o no. Sin embargo, no creo que su definición meramente moralista tenga mucho éxito. Pienso después de todo, como intuye Esplugas, que para llamarse anarco-capitalista, es condición indispensable creer que el anarco-capitalismo es factible, aunque no necesariamente probable. En la práctica, algo que diferencia típicamente a un ancap de un liberal de tendencia más o menos minarquista es que el primero suele adoptar posiciones pacifistas en política internacional. Es decir, invoca subliminalmente el esquema descrito de un estado primigenio, en el cual no era necesario el ejército, porque no había otros ejércitos. Lo que no nos explican los pacifistas, ni los anarco-capitalistas, es cómo volver (suponiendo que hayan existido) a esas míticas edades doradas que subyacen a sus planteamientos.