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En cambio, en el sentido estricto de libertad que aquí, para abreviar, identifico con la derecha, es perfectamente imaginable una libertad casi absoluta, es decir, una casi total carencia de interferencias arbitrarias del poder político. Sin duda, algún grado de discrecionalidad de la autoridad (sea un político, un juez, un policía o un burócrata) jamás se podrá evitar; pero puede tender a cero. En cambio la libertad para la izquierda debe tender a infinito, por lo que siempre se encuentra a una distancia infinita de su realización máxima. Requeriría, para alcanzar su plenitud, un mundo irreal de posibilidades ilimitadas, mientras que la derecha defiende algo opuesto: Un Estado limitado, que intervenga lo menos posible, salvo para proteger los derechos individuales frente a agresiones o fraudes de terceros.
Ahora bien, no basta con el Estado limitado. Pues para que este sea posible, es necesario que los seres humanos se rijan por leyes e instituciones lo más impersonales posibles, es decir, normas que el Estado como mucho se limite a desarrollar, a codificar, y sobre todo a aplicar, y que no hayan sido generadas por ningún individuo, con lo cual en última instancia no se distinguirían de mandatos arbitrarios. Esas normas no creadas por nadie, aunque parezcan algo fantástico, en realidad existen en todas las sociedades conocidas. Son el producto de miles de años de evolución cultural, y debemos considerarlas como un legado no exento de ser criticado, pero que debe ser preservado como el capital más valioso que tenemos, resultado de la experiencia y el proceso de “selección natural” (en el sentido de inconsciente) de innumerables generaciones.
Estas instituciones y normas se resumen, en Occidente, en la moral judeocristiana, la familia y el mercado. Cuando la izquierda las socava, en nombre de la libertad, en realidad está erosionando las bases que permiten la existencia de un Estado lo más limitado posible. En la medida en que los individuos desaprenden determinados valores, dolorosamente interiorizados por nuestros antepasados; dejan de creer en la autodisciplina; tienden a disolver o a desacreditar instituciones y valores que les protegían en los momentos o circunstancias de debilidad (la niñez, la maternidad, la ancianidad, la pobreza, etc); en este momento se convierten en más dependientes del Estado, tanto de sus ayudas como de su coacción. Se produce una externalización de los controles, que pasan de ser, en buena parte, psicológicos (los tan denostados sentimientos de culpa, de vergüenza, de caridad) a ser políticos (adoctrinamiento ideológico, “campañas de sensibilización”, presión fiscal, represión judicial y policial). Y los controladores a su vez se sienten menos controlados por unos principios morales de los cuales, astutamente, nos han (en realidad, se han) "liberado". El reino de la discrecionalidad de políticos y funcionarios aumenta, lo que es tanto como decir que la libertad, la capacidad de tomar decisiones sin interferencias, disminuye.
De ahí que la derecha, cuando se opone al aborto, a la eutanasia o al “matrimonio” gay, no está incurriendo en una postura antiliberal, por mucho que de manera tan extendida como superficial se tienda a creerlo. Defender determinados principios, como el carácter sagrado de la vida humana y de la familia tradicional (que los niños crezcan, en la medida en que sea humanamente posible, con una madre y un padre), no es restar libertad a los individuos, sino exactamente lo contrario, porque dichos principios no son mandatos arbitrarios que alguien se inventó un día por el gusto de entrometerse en las vidas ajenas, sino que proceden de nuestro legado evolutivo o, si se prefiere, de Dios (y personalmente cada día estoy más convencido de que ambas ideas son perfectamente compatibles, y más bien nos hablan de la sabiduría insondable de un ser trascendente). Y es precisamente este legado el que ciñe al Estado y lo hace menos necesario, previniendo la falta de cohesión social que produce el relativismo moral.
Autores como Isaiah Berlin han resumido los dos conceptos aquí expuestos como libertad “positiva” y “negativa”. Es decir, libertad como poder y libertad como no interferencia. Sin embargo, como acabo de explicar, el concepto conservador de libertad me parece insuficientemente descrito con el adjetivo “negativo”, pues la ausencia de interferencias no se justifica ni se sostiene por sí sola, fuera del contexto de la tradición y la moral. Estas son el fundamento plenamente positivo de la libertad, y esta a su vez se constituye en su más eficaz salvaguarda, en la medida que marca límites a la jurisdicción del César.
No se trata de que existan dos conceptos de libertad, y que cada cual elija el que prefiera, el de izquierdas o de derechas. La libertad como poder que tiende a infinito se distingue de la libertad como interferencia que tiende a cero, en que la primera por definición no tiene un punto de llegada, mientras que la segunda sí. O dicho de otro modo, la aspiración máxima de la izquierda es irrealizable, mientras que al modesto ideal de la derecha nos podemos acercar razonablemente. Para la izquierda, la libertad es una consecuencia del progreso, mientras que para la derecha, es un punto de partida. Al separar la plena libertad de la plena felicidad en un mundo utópico, hace que la primera, al menos, sea más alcanzable. En cambio, los “progresistas”, al unir la suerte de ambas (llamen a la felicidad igualdad, o como quieran), terminan por no conseguir ni la una ni la otra. Es decir, arruinan el progreso que tan apasionadamente dicen defender, por culpa de sus quiméricas aspiraciones maximalistas.
sábado, 14 de mayo de 2011
Libertad infinita (y 2)
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