El socialismo, reducido a su esencia, consiste en una idea sencilla. La riqueza económica es algo dado, algo así como una tarta, que debería repartirse equitativamente. Toda la retórica socialista se desprende de ahí. Hay que evitar que unos pocos se queden con trozos demasiado grandes del pastel. El Estado debe ser quien garantice a todos al menos una porción, y trabajará día a día por que lleguen a ser todas iguales.
El nacionalismo, reducido a su esencia, es también una idea muy sencilla. Consiste en pensar que todas las personas tenemos una identidad nacional, y solo una. Por tanto todo individuo debería vivir solamente dentro de su Estado nacional propio. De ahí que los nacionalistas intenten poco a poco ir construyendo un Estado independiente de aquel que no sienten como suyo.
El problema común del socialismo y el nacionalismo es que parten de ideas falsas. Ni la riqueza ni la identidad son algo dado, con lo que nos encontramos sin más. La riqueza es una función de la productividad, y por tanto el problema fundamental no es cómo la repartimos, sino cómo la producimos. Los intentos de redistribución que parten de la ilusoria metáfora de la tarta solo consiguen perturbar la creación de riqueza, y por tanto perjudicar a la población de menores rentas. Allí donde se han querido imponer de manera revolucionaria, como en Rusia, China y muchos otros países, el resultado ha sido dantesco: Decenas de millones de muertos por la represión política directa.
La identidad nacional, por su parte, es un concepto reciente en la historia, que fundamentalmente se forja en el siglo XIX, con la aparición de numerosos "Estados nacionales" en América y en Europa (Grecia, Italia, Alemania). Fueron estos estados quienes promovieron los sentimientos identitarios para legitimarse, no al revés. Pero lo importante no es la legitimación del poder político, sino su limitación. La obsesión nacionalista por adaptar las fronteras políticas al principio de "una nación, un Estado" ha provocado nada menos que las dos guerras mundiales, además de otros muchos conflictos.
Dado que parten de concepciones ilusorias, nacionalismo y socialismo inevitablemente prometen lo que no podrán cumplir. No se viviría mejor en una economía socializada, ni la uniformidad étnico-cultural es garantía de más libertad ni prosperidad; más bien al contrario. Tanto socialistas como nacionalistas intuyen esto perfectamente, y para evitar la decepción que se produciría al intentar aplicar plenamente sus concepciones, lo que hacen habitualmente es administrar el socialismo y el nacionalismo en pequeñas dosis. Ello les permite culpar de sus efectos negativos, no a la medicina, sino a su escasez. Cuando las cosas salen mal, siempre pueden decir que todo se solucionaría con más socialismo y más "autogobierno", y no que tal vez son precisamente estas recetas las que fallan.
Pero más allá de prudentes estrategias (en las que no siempre se consigue perseverar, debido a la competencia entre facciones) el nacionalismo tiende siempre al independentismo. El llamado nacionalismo moderado no es más que un independentismo que aboga por una estrategia gradualista para conseguir sus objetivos. Del mismo modo, el socialismo tiende a que la vida de los ciudadanos esté totalmente controlada, directa o indirectamente, por el Estado. Se diferencia del comunismo en que tiene mucha más paciencia, confía en el adoctrinamiento progresivo en lugar de la violencia revolucionaria.
Socialismo y nacionalismo se caracterizan también por pretender limitar las libertades individuales "por nuestro propio bien", y especialmente el de determinados colectivos, como los trabajadores, las mujeres, o los catalanes o vascos. Puede que los trabajadores prefieran ante todo encontrar empleo; que las mujeres quieran ser valoradas por sus propios méritos; y que los catalanes deseen sencillamente comunicarse, no importa en qué idioma. Pero socialistas y nacionalistas no les van a preguntar por sus preferencias, sencillamente les impondrán su "protección", aunque ello acabe frustrando los verdaderos objetivos de la gente.
Otra característica de estas dos ideologías es la insistente manía por identificarse con el pueblo en su conjunto, olvidando cuál es su verdadera representatividad. Esta identificación alcanza categoría metafísica, lo cual es como decir que es imposible de refutar. Ellos son el pueblo, o los trabajadores, o la nación, por definición, pese a que normalmente su base social no suele superar una tercera parte de la población.
En Cataluña, los referéndums independentistas realizados en cientos de municipios desde el año 2009, incluyendo la consulta de Barcelona del pasado 10 de abril, han arrojado un resultado de cerca de un 17 % del censo de mayores de 16 años a favor del sí. Pero como prácticamente solo votaron los de esta opción, los organizadores, que son unos cachondos, dicen que han obtenido un respaldo de más del 90 % a favor de la independencia. Ciertamente, es razonable admitir que tampoco todos los independentistas se molestaron en acudir a una farsa no vinculante, y por tanto su porcentaje puede ser mayor del 17 %. Pero dudo que sea el doble, como concluye un sondeo recientemente dado a conocer, según el cual el 34 % de los ciudadanos mayores de 18 años votaría por la independencia en un referéndum. Más precisa me parece la encuesta trimestral de la Generalidad, que distingue entre partidarios del federalismo e independentistas estrictos. Estos últimos alcanzan, en los últimos meses, la proporción de un ciudadano de cada cuatro. Son muchos, y parece que hay tendencia a que crezca su número, pero por ahora solo son una parte. Claro que para los nacionalistas es la única que cuenta.