Todos tenemos alguna forma de religión, si se me permite decirlo así. Todo el mundo, dejando de lado casos patológicos, necesita dar algún tipo de fundamentación de su conducta, por muy vaga e incoherente que sea la fundamentación y por muy dudosa o incluso criminal que sea la conducta. Hitler era seguramente un hombre de principios. Probablemente no ordenó el exterminio de los judíos por mero sadismo, sino que estaba convencido de hacer un bien por el pueblo alemán, o alguna delirante idea por el estilo. Esto no es incompatible con las teorías que explican el antisemitismo como un instrumento del Estado totalitario para galvanizar a las masas. Más bien nos recuerda un hecho harto frecuente: La facilidad con la cual nuestras creencias y pretextos autojustificatorios se adaptan a nuestros intereses. Como señaló Dostoyevski, cuando convivió con delincuentes de la peor especie en un presidio siberiano, nunca halló a nadie que se viera a sí mismo como un malvado, aunque está fuera de duda que muchos lo eran hasta extremos temibles.
Solo los niños pequeños son inocentes, no en el sentido de que carezcan de egoísmo e incluso de crueldad, sino que todavía no albergan la noción del ethos, desconocen que las personas adultas justifican o razonan siempre de algún modo la persecución de sus deseos. "Un niño no pone en sus deseos ni ideas ni pensamientos", señaló Max Stirner. El niño de tres años que le arrebata el juguete a su hermano y se niega a devolvérselo, proclama "¡es mío!" de una manera muy distinta a como los mayores esgrimimos nuestros títulos de propiedad o nuestros derechos. No pretende razonar su deseo, sencillamente quiere imponerlo por la fuerza o el engaño, cerrando la mano con fuerza sobre el juguete, mientras tratan de arrebatárselo, o aprovechando una ausencia del hermano para apropiárselo, sin asomo de sentimiento de culpa. La noción de culpabilidad es algo que se aprende más tarde, al ser inculcada por los padres, con una combinación de premios, castigos y razonamientos simples.
Incluso la más radical y nihilista de las doctrinas inmoralistas es en sí misma una forma de justificación, pues un adulto puramente malvado, incapaz del menor remordimiento (acaso como algunos psicópatas), no necesitaría de semejantes ideas, ni de ningún tipo, para entregarse a sus perversiones. Quien dice: "no reconozco derecho humano, ni derecho divino" (M. Stirner), ya está defendiendo actuar a partir de una determinada creencia, aunque solo sea la creencia de que todo está permitido. Aquel que hace la apología de la fuerza, quien reduce todo derecho a una ficción, está implícitamente admitiendo que por sí sola la fuerza no se puede justificar, que necesita argumentos. Destruye el derecho solo para postular un metaderecho superior. De lo contrario, actuaría sin más a su antojo, no se molestaría en disolver la moral ni la justicia con pensamientos pretendidamente audaces.
Así pues, todo el mundo tiene algún tipo de moral, de ideología, por así decirlo. El atracador de bancos sin duda se justifica para sus adentros con algún pretexto más o menos consciente: las "circunstancias" le han llevado contra su voluntad a este modo de vida, del que ahora ya es tarde para salirse; los bancos en el fondo son "los mayores ladrones" y las leyes solo sirven para protegerlos, etc. No hablemos ya de la tranquilidad con la que duerme cualquier persona que se conduzca con métodos poco escrupulosos pero legales. El ser humano, por naturaleza, es un ser moral. Esto no significa obviamente que siempre haga lo correcto, sino que, abandonado a sí mismo, se las arregla invariablemente para encontrar argumentos o inventarse reglas que justifiquen su actuación, o al menos que muestren que carece de libertad para actuar de otro modo que como lo hace.
En Europa hace tiempo que ya no rige el cristianismo. Pero como el vacío moral es humanamente imposible, por cuanto acabo de decir, ha sido sustituido por una nueva religión, que podríamos llamar el buenrollismo. La religión del Buen Rollo se basa en aquella fórmula tan popular de "vive y deja vivir". El problema surge cuando intentamos desarrollar las implicaciones de un principio tan vago, que apenas compromete a nada concreto. Pues precisamente la clave del buenrollismo es que nos disculpa de cualquier vínculo serio. Todo es un poco en broma. Esto se ve muy bien por ejemplo en las relaciones de pareja. La fidelidad se considera una virtud encomiable, sí, pero solo mientras dura el amor. Y el amor, ya se sabe, no es más que un fenómeno de la química cerebral, lo cual nos exime en definitiva de responsabilidad. Hasta aquí, todo suena quizás un tanto frívolo, pero indoloro. Sin embargo, la proliferación de familias rotas, de niños conviviendo con adultos que no son sus padres biológicos, con los riesgos estadísticamente demostrados de sufrir maltratos que ello comporta, no es precisamente una realidad indolora. Ni tampoco la llamada violencia doméstica, en la mayoría de los casos asociada a los procesos de ruptura. La religión del Buen Rollo ni siquiera nos lleva a responsabilizarnos de la vida humana durante los primeros meses después de la concepción, que puede ser destruida en la medida en que interfiera en nuestros proyectos o simplemente en nuestra marchosa vida nocturna. Parafraseando a Orwell podríamos decir: "vive y deja vivir... pero a unos más que a otros".
Si el "deja vivir" nos revela sus insuficiencias, el "vive" reposa sobre la idea más insustancial. Decir que el sentido de la vida es la vida, es tanto como no decir nada. Nos dicen muy serios, sin acaso percibir el parecido con los anuncios de refrescos: "disfruta de la vida, sé feliz, diviértete", lo cual es no menos absurdo que si alguien decretara la respiración obligatoria. Y sin embargo, el buenrollista considera que su moral supera a todas las anteriores, empezando, excuso decirlo, por la judeocristiana. Con su vitalismo nietzscheano de baratillo, el adepto del Buen Rollo cree estar en posesión del secreto del universo, y no duda en difundirlo a los cuatro vientos, creyendo así contagiarnos con sus particulares ganas de vivir. Sin embargo, su concepción de la vida alejada de toda inquietud trascendente ("malos rollos") en realidad encierra una desesperación profunda. Quien afirma que hay que disfrutar del momento, que solo existe el presente, está diciendo que toda esperanza es una fábula, que no hay esperanza alguna. Y al mismo tiempo, esta actitud de aparente despreocupación equivale a un egoísmo absoluto, pues niega cualquier tipo de proyecto en común. En una película que no terminé de ver, un hombre maduro seduce a una muchacha a punto de casarse con otro. Su "filosofía de vida" era precisamente "vivir el presente". (Los cinéfilos tendrán suficientes pistas, creo.)
Manuel Vicent es un adepto del buenrollismo en su versión mediterránea, que después de la canción de Serrat ha acabado degenerado en una sarta de clichés y topicazos. En un artículo titulado "Resucitar", publicado en El País de hoy, Domingo de Gloria, se esfuerza en hacerse el gracioso con la Pasión y resurrección de Cristo. Nos dice Vicent que no hay ninguna "necesidad de calvarios" que nos rediman, ni promesas de vida eterna. Que el mayor milagro ya es estar vivo cada mañana frente a un buen desayuno consistente en un zumo de naranja, un buen café y una tostada. Gracias, Vicent, por habernos revelado el secreto de la existencia. Hasta ahora solo unos pocos elegidos habían aprendido a disfrutar del sabor de las naranjas y el aroma de un café humeante. Pero en cuanto la noticia se extienda, cesarán las guerras, caerán las tiranías y reinará la fraternidad universal. Porque todos los problemas y discordias proceden de quienes creen que quizás hay algo más allá del desayuno, más allá del instante presente.
El buenrollismo es esto: Una religión, una creencia para encefalogramas planos, que predica que podemos vivir sin religión, sin creencias. Y que con el cambio, con el abandono del cristianismo, hemos salido ganando. Está claro el qué: un buen café humeante. ¡Aleluya!