Anoche hubo verbena en mi barrio. Así que me tuve que acostar a los sones de una orquesta que destrozaba con tesón cualquier tema que se le pusiera por delante. Desde la versión de My Way de los Sex Pistols, no había oído parodias tan descarnadas, aunque en este caso, todo indica que no había intención sarcástica.
Entre las brumas del sueño, me asaltó una paradoja. Por un lado, hoy tenemos gracias a los CD (parece que ya amortizados), los reproductores de MP3 y demás maravillas tecnológicas, acceso masivo a la mejor música y los mejores intérpretes de todos los tiempos. Y por otro, he aquí que seguimos soportando estoicamente este tipo de orquestillas ambulantes horrorosas, encargadas indefectiblemente de "amenizar" las calurosas noches veraniegas. Algo no me cuadraba.
Entonces, medio dormido como estaba, vi la luz. Claro. La orquestilla verbenera la sufragamos vía impuestos. Sencillamente, a diferencia de la oferta disponible en el mercado, con los músicos a cargo del presupuesto municipal no tenemos elección; ¡ni siquiera la de no escucharlos, y dormir tranquilos!
Se trata sólo de un ejemplo más, me dije, del contraste clamoroso entre lo público y lo privado. Disuelta la aparente paradoja, por fin conseguí dormirme. A pesar de la música.