La fuga accidental de partículas radiactivas de la central nuclear de Ascó ya ha llegado, vía carretera, a una chatarrería a 70 km de la central, a cuatro km de Reus (104.000 habitantes) y a menos de 20 km de Tarragona (144.000 habs.) Según Isabel Mellado, del CSN, la contaminación no se encontraba en la chatarra, sino en el camión que la transportaba. No se imagina esta señora el inmenso alivio que me ha embargado al escuchar aclaración tan tranquilizadora.
Pero no ganamos para sustos, porque a las pocas horas hemos sabido que también han sido halladas partículas radiactivas a orillas del Ebro. Por supuesto, la posibilidad de que la contaminación haya llegado, a través del agua, a los grifos domésticos de Tarragona, sólo puede planteársela una mente enfermiza. Tal como la mía, sin ir más lejos.
Por todas estas escandalosas irregularidades que vamos sabiendo, el director de la central, junto a otro cargo subordinado, han sido destituidos, y al parecer algunas ONG ecologistas estudian acciones judiciales. Todo esto me parece muy bien, pero personalmente echo de menos, como ya he comentado hace poco, algo más de ese activismo lúdico-reivindicativo al que los ecoprogres nos tienen acostumbrados... cuando no están ellos en el gobierno autonómico.
Dicho esto, creo que el uso de la energía nuclear es inevitable. Todo ese discurso políticamente guay de las energías renovables, suena muy bien a la mayoría, pero adolece gravemente de realismo. Basta preguntarnos, para darnos cuenta de esto, qué superficie de placas solares, pantanos o molinos de viento necesitaríamos para igualar la producción eléctrica de una central nuclear.
Esto no significa que podamos ignorar el serio inconveniente que presenta la fisión nuclear, que es la generación de unos residuos altamente tóxicos, y con unos procesos de reciclaje de siglos. Esta tecnología requiere no sólo buenos ingenieros, sino también instituciones libres, independientes del poder político, que puedan exigir transparencia y responsabilidades cuando las cosas no se hacen bien. La mejor política para el medio ambiente no es aquella que otorga prerrogativas exageradas a la administración, no es la que más ecotasas y más sanciones aplica, sino al contrario, aquella que limita su poder, que no adjudica a funcionarios o a políticos la facultad de decidir cuándo conviene dosificar la información, o simplemente ocultarla, para no fomentar el "alarmismo". La mejor prueba de ello es que donde se han producido las peores catástrofes ecológicas no ha sido en los países del capitalismo salvaje y depredador, sino en los socialistas, donde el poder del Estado sufre menos limitaciones.
Evo Morales ha propuesto en no sé qué tinglado de la ONU abolir el capitalismo para salvar al planeta. Por lo menos, hay que reconocer que el chico es sincero y directo. Los burócratas de Naciones Unidas y de la Unión Europea no están en cambio por la labor de cargarse el invento que a fin de cuentas les da de comer, prefieren seguir chupándole la sangre lentamente al capitalismo. De maneras más sofisticadas, ellos hablan de Protocolo de Kioto, y hasta parece que de verdad nos van a salvar.