domingo, 6 de abril de 2008

Los elefantes no existen ¡y vale ya!

Hemos visto lo que había de aprovechable en el libro de George Lakoff, No pienses en un elefante. Veamos ahora cuáles son sus errores, lo que no es menos instructivo.

A lo largo de todo el libro, posiblemente de manera involuntaria, el autor practica una confusión sistemática entre la eficacia política de un argumento y su validez lógica o empírica. De hecho, parece como si cuando nos muestra la función de una expresión usada por la derecha, con ello ya nos hubiera demostrado su carácter engañoso y manipulador. Algo así como si se nos revelara el secreto de un truco de magia. Por el contrario, los argumentos de la izquierda basta con que sean efectivos para que resulte innecesaria cualquier averiguación acerca de si, además, son verdaderos o no.

Así por ejemplo, frente a las críticas contra el matrimonio gay, Lakoff se ufana de su propia contrarréplica, que consiste simplemente en decir con tono triunfante “no creo que el Estado deba decirle a la gente con quién puede o no puede casarse”. Por cierto, resulta curioso cómo aquellos que se erigen en defensores de los impuestos y el intervencionismo estatal (y Lakoff es uno de ellos, como veremos), cuando les conviene sacan a relucir su argumentario liberal, y además acusan a la derecha de hacer lo mismo pero al revés. Siempre me fascina la capacidad de la izquierda de proyectar en la derecha sus propios vicios. Pero ante todo, nótese la pobreza intelectual del argumento. Si el llamado matrimonio homosexual es una cuestión de ser libres para casarse con quien se quiera, ¿también lo será el matrimonio incestuoso o la poligamia? “No es lo mismo”, protestará el progre. Pero entonces el argumento, suponiendo que exista, debería ser otro. Si casarse con tres mujeres o con un hermano no nos parece una cuestión de libertad de casarse con quien se quiera, habrá que explicar por qué sí lo es casarse con una persona del mismo sexo. Nótese que no estoy negando que exista esta explicación (aunque no lo creo). Sólo afirmo que el argumento de la libertad no nos sirve en este caso. Pero no importa. Si a algunos les permite salir del paso, para el profesor Lakoff eso constituye en sí mismo una demostración.

Lo mismo puede decirse de su análisis de la expresión "alivio fiscal" utilizada por Bush. Es evidente que el presidente pretende sugerir que los recortes de impuestos son buenos y que sería muy raro que a alguien no le gustara pagar menos al fisco. Pues bien, de ello deduce Lakoff lo contrario, que esos recortes tienen que ser malos. Sinceramente, no veo la lógica.

Esta confusión entre lo que sería el arte de convencer y la lógica no es accidental en este libro. Deriva de una concepción descaradamente carente de ecuanimidad acerca de los modelos o marcos que llamamos izquierda y derecha, provocada por los prejuicios progres del autor –imposibles de ocultar tras la pantalla de una teoría supuestamente científica.

George Lakoff empieza preguntándose qué tienen en común las posturas conservadoras ante diferentes cuestiones, por ejemplo los impuestos y el aborto. Y antes de llegar a ninguna conclusión se da cuenta de que, pese a desconocer ese nexo común, él sostiene precisamente las opiniones contrarias en todos esos temas aparentemente sin relación alguna entre sí. Su respuesta a esta perplejidad inicial es la teoría de los dos modelos de familia, que él cree se encuentran en el fondo de las dos grandes ideologías, y recuerda mucho a la teoría de las dos visiones de Thomas Sowell, de la que he hablado en otra ocasión, aunque ignoro si existen influencias mutuas directas. Estos modelos pueden ser denominados como el del padre estricto y el de los padres protectores (nurturant parent family).

La mentalidad del padre estricto se basa en los siguientes supuestos:

El mundo es un lugar peligroso, y siempre lo será, porque el mal está presente en él. Además, el mundo es difícil porque es competitivo. Siempre habrá ganadores y perdedores. Hay un bien absoluto y un mal absoluto. Los niños nacen malos, en el sentido de que sólo quieren hacer lo que les gusta, no lo que es bueno. Por tanto, hay que conseguir que sean buenos.” (p. 28)

Para ello, es necesario un padre fuerte que imponga disciplina, con el fin de enseñarles la diferencia entre el bien y el mal, y a valerse por sí mismos. Lo primero les convertirá en personas sociables, y lo segundo les permitirá sobrevivir en el mundo sin depender ya más de sus padres. El modelo del padre estricto es lo que conecta las concepciones morales tradicionales de los conservadores con sus ideas sobre la política exterior, el capitalismo, etc.

Los padres protectores parten de una visión de las cosas completamente opuesta:

El padre y la madre son igualmente responsables de la educación de sus hijos. Se parte del supuesto de que los niños nacen buenos y pueden hacerse mejores. El mundo puede llegar a ser un lugar mejor y nuestra tarea es trabajar para conseguirlo. La tarea de los padres consiste en criar a sus hijos y en educarlos para que ellos, a su vez, puedan criar y educar a otros.” (p. 33)

La figura de los padres protectores se asocia sin dificultad con los que defienden la socialdemocracia, el pacifismo y concepciones morales más laxas.

Este intento de explicación de los dos grandes paradigmas ideológicos no me parece nada desacertado, realmente creo que es una buena exposición de sus diferencias esenciales. En un sentido profundo estoy dispuesto a aceptar que la derecha equivale a una visión pesimista o trágica de la realidad, mientras que la izquierda sería consustancialmente optimista, como ella misma gusta de proclamar. Pero esta constatación, por sí misma, no nos dice nada acerca de la verdad o falsedad de ambas. Que los seres humanos tenemos una inclinación hacia el mal, podrá ser una afirmación amarga y desagradable, pero ello no la convierte en necesariamente falsa. De hecho, en mi opinión está mucho más cerca de la verdad que el enunciado opuesto.


George Lakoff, asesor del PSOE

Pero el profesor Lakoff piensa lo contrario, y para reforzar su punto de vista nos presenta el modelo del padre estricto con los tonos más sombríos, y su opuesto como la expresión máxima de la racionalidad, la bondad y la empatía. Así para él es inherente al concepto del padre estricto el castigo físico, mientras que la confianza, la sinceridad, la honestidad y casi todas las virtudes imaginables se asocian con el modelo opuesto. Trasladado a la esfera de la política, la derecha resulta que está empeñada en que los pobres sean cada vez más pobres, destruir el medio ambiente y promover agresivas guerras por el petróleo, mientras que

los progresistas –proclama– quieren igualdad política, buenas escuelas públicas, niños sanos, atención a los ancianos, protección policial, granjas familiares, aire respirable, agua potable, peces en nuestros ríos, bosques por los que podamos escalar, cantos de pájaros y ranas [¡pero sigue!], ciudades vivibles, negocios éticos, periodistas que dicen la verdad, música y danza, poesía y arte, y puestos de trabajo cuyos salarios permiten vivir decentemente.” (p. 159)

Quien al leer lo anterior no haya derramado lágrimas de emoción, es que es un desalmado insensible. O sea, de derechas. Pero aun sin presentar los dos modelos de familia de manera tan tendenciosa, la formulación de Lakoff presenta problemas que la hacen menos interesante que la antes mencionada de Sowell.

Uno es el de cierta inevitable circularidad. ¿No será que la mentalidad conservadora favorece un modelo de familia, en lugar de que ésta favorezca a aquélla?

La otra dificultad del modelo es que, sometida a un análisis más concienzudo, no está tan clara la traslación a la esfera política que hace de los modelos de familia. Así por ejemplo, Lakoff asocia las políticas favorables a los impuestos con las de los padres protectores (programas sociales, etc). Pero cuando a alguien lo meten en la cárcel por defraudar a Hacienda ¿debemos imputarlo al padre estricto o al protector?

Con todo, aun salvando estas dificultades, la verdadera cuestión, como he apuntado antes, pero que Lakoff ni siquiera se plantea, consiste en cuál de los dos modelos se corresponde más fielmente con la realidad de las cosas. El profesor de lingüística, como él mismo confiesa, ya ha tomado partido desde antes de haber concebido su teoría. Para él, que la derecha liberal abogue por la reducción del tamaño del Estado, sólo puede explicarse por una perversa obsesión por reducir los gastos sociales. No se le ha ocurrido que si partimos de una visión pesimista de la naturaleza humana, todo crecimiento excesivo del Estado, que a fin de cuentas está constituido por seres humanos como los demás, con todos los defectos propios de la especie, incluyendo la pasión universal por el mando, difícilmente permitirá dar cumplimiento a las románticas esperanzas que algunos depositan en él, y en cambio puede ser el origen de las peores pesadillas, como la Historia nos enseña.

Quizás donde mejor se ponen de manifiesto sus prejuicios es en el tema del terrorismo. Lakoff llega al ridículo extremo de sostener la recalcitrante patraña de que una de las causas principales del terrorismo islámico es la desesperación de los que no tienen nada que perder.

Si se acaba con esa pobreza, se acaba con lo que alimenta a la mayoría de los terroristas, aunque los terroristas del 11-S tenían dinero.” (p. 93, negritas mías).

O sea, tenían dinero, pero la causa del terrorismo es la pobreza. ¡Y vale ya! Sencillamente, parece que los hechos objetivos no encajan en el marco progresista del señor Lakoff. La “explicación” del terrorismo por la violencia no es más que negarse a contemplar la verdad acerca de la naturaleza humana, explicando el mal por las circunstancias, y trasladando a la sociedad la responsabilidad del individuo. Es en definitiva el progresismo en estado puro. El peligro estriba en que, si como creemos algunos, el mundo no es como lo imaginan los progres, los errores acerca de la naturaleza de las cosas se acaban pagando caros. Lakoff cree que fue una equivocación atacar a Afganistán tras los atentados del 11-S, porque ello provocó la muerte de inocentes y nos iguala, según él, con los terroristas. Pero ¿qué alternativa propone? Aunque no entra en muchas precisiones, parece que él hubiera preferido que se hubiera ido a las supuestas causas del odio antioccidental. Pero incluso dejando de lado que quizás las causas no sean las que él imagina, ¿podemos concebir una política más suicida que dejar sin responder de manera contundente una agresión semejante? Pongamos un ejemplo de menor escala, el de unos delincuentes que se hacen fuertes con rehenes. Si la policía asalta el recinto y en la lucha subsiguiente mueren algunos rehenes, ¿debemos concluir que habría sido mejor ceder a las exigencias de los criminales? ¿No estaremos con ello favoreciendo la proliferación de este tipo de delitos, con consecuencias mucho más graves que las que pretendíamos evitar? Este tipo de cosas son las que los progres no quieren ver, porque desde luego no es agradable. Pero nadie dijo nunca que la verdad lo fuera.