Ayer tuve el honor de participar en la tertulia política de COPE Tarragona de los martes, gracias a la gentileza de su responsable de informativos, Frederic Recansens. Mientras comíamos, justo antes de grabar el programa, recibíamos la noticia de la candidatura de Alberto Fernández Díaz a la presidencia del PP de Cataluña. Así que ya son tres los candidatos, en contraste con la situación del PP nacional, donde (de momento) sólo se presenta uno.
Aunque no es esta la anomalía a la que me refiero, en cierto modo sí deriva de ella. La anomalía catalana, que es muy similar a la anomalía vasca, consiste en que, tanto en Cataluña como en el País Vasco, el centroderecha está dividido en dos grandes partidos. Para abreviar me centraré en el caso catalán, en el bien entendido que casi todo lo que digo puede trasladarse en gran parte a la situación del País Vasco.
En el Principado tenemos que el votante liberal-conservador-democristiano-socialdemócrata (por utilizar la nueva terminología oficial) debe elegir entre dos grandes partidos, CiU y PP. Naturalmente, esta división del voto beneficia a la izquierda. Lo sorprendente es que ésta no gobierne en Cataluña desde hace mucho más tiempo, y no porque Cataluña sea más de izquierdas que otras regiones, sino precisamente debido a aquella división fatal de la derecha.
Cuando Esperanza Aguirre se refería en su discurso del 7 de Abril a la excepción que supone España con respecto a los países de nuestro entorno, donde la derecha liberal ha gobernado mucho más tiempo, en realidad estaba dando cuenta de un fenómeno cuya causa última se encuentra en esta peculiaridad del País Vasco y sobre todo (por su mayor peso demográfico), Cataluña, la comunidad autónoma donde el Partido Popular ha obtenido menor porcentaje de votos. Aunque sea una verdad de Pero Grullo, no está de más enunciarla con toda la rotundidad: Si no existiera CiU, el PP habría gobernado muchos más años en España.
Decía que sorprende que la izquierda haya tardado tantos años en gobernar en Cataluña. Lo hubiera conseguido mucho antes si el voto de centroderecha hubiera tendido a repartirse fifty-fifty entre CiU y PP. Para evitar esto, es evidente que ambos partidos están obligados a diferenciarse en algo, intentando cada uno atraer al mayor número de votantes de su lado del espectro político. En esta estrategia inevitable, quien venció siempre fue CiU, gracias al discurso nacionalista. En general, en España el votante de centroderecha vota al PP. En Cataluña, ese mismo votante vota preferentemente a CiU, al menos en las autonómicas, y frecuentemente también en las generales.
La estrategia de CiU, a pesar del éxito que le ha reportado durante largos años, entrañaba sin embargo un grave riesgo. Al centrar su discurso en los temas identitarios, Jordi Pujol descuidó la defensa del ideario liberal-conservador que se supone constituye la otra alma fáustica de la coalición. En Cataluña, desde mucho antes de que llegara al poder el tripartito, la derecha nacionalista había cedido el terreno cultural a la izquierda. Ésta a su vez se había adaptado perfectamente al nacionalismo, con lo cual se daba de hecho una especie de alianza tácita entre ambas ideologías, una síntesis omnipresente en los medios, en los intelectuales y en la educación que Miquel Porta Perales definió con un término afortunado: Nacional-progresismo.
Era cuestión de tiempo que esta hegemonía cultural acabase llevando al poder al PSC. Aparentemente, no debería lamentarse la alternancia, sino todo lo contrario, pero el problema puede ser precisamente que, debido a esa hegemonía abrumadora del nacional-progresismo, la alternancia pueda haberse terminado para siempre en Cataluña... Y tal vez en toda España. Los buenos resultados de los socialistas en Cataluña, con su decisiva repercusión en el resto de la península, y ello pese a su desastrosa gestión de gobierno, incluyendo el hundimiento de un barrio entero por las obras del Metro, parecen abonar esa inquietante predicción.
Por supuesto, no toda la culpa histórica de lo sucedido cabe achacársela a CiU. Detengámonos ahora en el caso del Partido Popular. Al igual que su rival dentro de la derecha, el PPC nunca ha tenido otra opción que buscar un elemento diferenciador con respecto a CiU, porque repartiéndose los votos aproximadamente por igual, pierden los dos. Parecería lógico que dicho elemento fuera precisamente la oposición al nacionalismo ¿cierto?
Pues no. Se trata de un error garrafal. La derecha liberal, sin duda, no puede ser coherentemente nacionalista, debe defender la libertad lingüística al igual que la libertad económica o la libertad de expresión. No puede plegarse ante la falacia de unos supuestos derechos colectivos con los que se atacan los únicos y verdaderos derechos que existen, que son los individuales. Pero convertir lo que es una consecuencia entre otras del liberalismo en el centro de su programa es en el fondo un error tan burdo como lo que parece la táctica opuesta, y que de hecho ha sido también la tentación histórica del PP catalán, acercarse al nacionalismo. De una manera u otra, lo único que se consigue es competir con CiU en su propio terreno.
En realidad, la derecha nacionalista se lo ha puesto mucho más fácil al Partido Popular. Al renunciar CiU a defender las ideas liberales y conservadoras, el PP hubiera podido convertirse fácilmente en el partido en el que éstas encontraran refugio, y desde aquí sí que hubiera podido lanzarse a la conquista de ese votante de centroderecha, más interesado en el modelo de sociedad, que no en cuestiones simbólicas y tribales.
El problema, paradójicamente, es que Cataluña no es tan diferente del resto de España. Es que en ella también la derecha ha estado acomplejada ante la pujanza de los prejuicios seudoprogresistas. A pesar de que con más razón que en cualquier otra parte de España, se veía abocada a tomar la iniciativa y, por decirlo nuevamente con las palabras de Esperanza Aguirre, "librar las batallas ideológicas", escabulléndose del pantanoso debate nacionalista (lo cual no tiene nada que ver con plegarse al nacionalismo ambiente) y yendo a por todas en el debate entre izquierda y derecha, a pesar de ello, ha caído en la misma actitud meramente defensiva, cuando no sumisa, que el Partido Popular de toda España. Ha caído en el error que Hayek consideraba congénito del conservadurismo, el cual comparte (negritas mías)
"todos los prejuicios y errores de su época, si bien de un modo moderado y suave; por eso se enfrenta tan a menudo al auténtico liberal, quien, una y otra vez, ha de mostrar su tajante disconformidad con falacias que tanto los conservadores como los socialistas mantienen. (...) Los conservadores han ido asimilando una tras otra casi todas las ideas socialistas a medida que la propaganda las iba haciendo atractivas. (...) Esclavos de la vía intermedia, sin objetivos propios, los conservadores fueron siempre víctimas de aquella superstición según la cual la verdad tiene que hallarse por fuerza en algún punto intermedio entre dos extremos."
¡Quién me negará que más que al conservador (término no siempre unívoco), parece que Hayek estaba definiendo al típico centrista!
Recapitulando. Si en general el centrismo timorato de la derecha le ha puesto las cosas tan fáciles a la izquierda, en el caso de Cataluña, el aventurerismo nacionalista de una parte de la derecha, encarnada en CiU, la ha llevado a una situación mucho más penosa, de verdadera marginalidad. El Partido Popular, por tanto, debería volcarse en acabar con la anomalía catalana, de la forma que acabo de apuntar, no cediendo ante el nacionalismo, pero sin caer en la trampa de desgastarse en esta postura antes de abrir el debate que de verdad importa, que es entre derecha e izquierda, entre liberalismo y estatismo, entre principios morales y relativismo.
miércoles, 23 de abril de 2008
La anomalía catalana
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