Dentro de cinco meses, el 13 de octubre, serán beatificados en Tarragona unos quinientos mártires de la Guerra Civil. El socialprogresismo no oculta su antipatía por este acto. Así, un artículo de El País habla de "ofensiva de la jerarquía católica para elevar a los altares a sus víctimas", e implícitamente justifica el asesinato de miles de religiosos, a manos de las izquierdas, por el apoyo que manifestó la Iglesia a la sublevación militar contra el Frente Popular. Es de prever que las críticas a esta ceremonia irán in crescendo.
El pensamiento dominante sencillamente no puede sufrir que nadie ose cuestionar su historieta de republicanos demócratas (apenas los hubo, y desde luego no fueron quienes ganaron las elecciones de 1936) contra militares fascistas (la Falange ni de lejos tuvo el poder real, en el régimen de Franco, que llegó a tener el Partido Comunista en la España frentepopulista). La Guerra Civil fue una guerra entre derechas e izquierdas. El resultado sólo pudo ser, probablemente, uno de estos dos: la implantación de un régimen totalitario comunista, satélite de Moscú, o una dictadura de signo conservador, que es lo que finalmente se impuso. Lo primero hubiera sido sin duda mucho peor, si comparamos el régimen de Franco con los que se erigieron en Europa Oriental tras la Segunda Guerra Mundial.
El apoyo de la Iglesia a Franco es comprensible. Las izquierdas habían intentado erradicar el cristianismo con una violencia sin apenas precedentes en la Historia, que venía de mucho antes de julio del 36. La Iglesia ha sobrevivido durante dos mil años a imperios, gobiernos y revoluciones, en muchas ocasiones pactando con unos poderes políticos u otros. Quienes parecen pretender que debería haberse inmolado ejemplarmente como institución son los mismos que detestan reconocer a sus miles de mártires. Para ellos, el catolicismo cometió el pecado de no dejarse exterminar por completo, de manera que ahora no quedara nadie que pudiera homenajear a quienes sufrieron tan atroz persecución.
El socialprogresismo no tiene suficiente con zaherir al catolicismo día sí y día también. Lo quiere mudo, amnésico e inhabilitado para ejercer sus derechos civiles, como cuando se manifiesta contra el abortismo y la ideología de género. No le basta con eliminar su presencia en el espacio público: aspira al monopolio de la verdad histórica, que es el fundamento de todo auténtico poder totalitario, como mostró George Orwell en 1984.
No se trata sólo de que los católicos tengan derecho a expresar sus creencias. Es que, sin ellos, esta sociedad perdería definitivamente incluso el recuerdo de lo que significa la dignidad humana, fuente de la libertad y de todo valor moral. Así pues, que ladren nuestros enemigos. Es señal de que resistimos.