No esperen una reflexión muy original. Para mí el liberalismo es defender unos derechos humanos básicos: el derecho a la vida, a la propiedad, a la libertad de expresión, a la libre circulación... Pero si defender el aborto, el matrimonio gay, la legalización del tráfico de drogas, los vientres de alquiler, el tráfico legal de órganos, etc, es ser liberal, entonces no soy liberal en absoluto. No discutiré por etiquetas, aunque tampoco renunciaré a emplearlas como a mí me parezca. Mi liberalismo se basa en ciertas creencias sobre la naturaleza humana y su filiación trascendente. No se basa en una idea abstracta de la liberté como principio supremo. Creo que defender los derechos humanos, el mercado libre y la libertad religiosa nos da para un buen rato de entretenimiento. Lo demás son ganas de hacerle el juego al socialprogresismo que sólo se acuerda del liberalismo para atacar al cristianismo en general y a la Iglesia católica en particular, con el fin de imponer sus ideas prometeicas de ingeniería social.
Nada me parece más groseramente simplista que la distinción entre "libertades de cintura para abajo" y "libertades de cintura para arriba", como si hubiera liberales a pensión completa y a media pensión, en función de su posición ante un tipo u otro de libertades. El liberalismo, desde que esta palabra existe, ha defendido la limitación del poder político. Para ello, la moralidad es un aliado indispensable, no el enemigo. Si atacamos los "prejuicios" morales, nos privamos de algunos criterios muy útiles para evaluar a los gobernantes. En Europa tendemos a reírnos con nuestro habitual complejo de superioridad de esos políticos de Estados Unidos que dimiten porque han cometido una infidelidad conyugal. Nosotros somos más sofisticados, y sabemos separar -decimos- la vida privada de la pública. Es decir, nos importa un pimiento la moralidad de los gobernantes, mientras no les descubramos con las manos en la masa del erario público, cuando el daño ya está hecho. En cambio, aceptamos que ellos nos den lecciones éticas (no ejemplos) de todo tipo. Mal negocio. Quien engaña a su cónyuge, ¿por qué no va a intentar engañar a los ciudadanos?
Es más cómodo, sin duda, no ser demasiado exigentes con los gobernantes, porque así no tenemos por que ser tan exigentes con nosotros mismos. Y bien que han comprendido esto los primeros. Por eso nos "conceden" todo tipo de mal llamadas libertades: al aborto, al matrimonio gay, a drogarnos, a "decidir sobre nuestro propio cuerpo". Pero no son concesiones gratuitas, sino que nos las cobran, vaya si lo hacen. Por cada batalla ganada contra un "prejuicio" moral, surgen diez nuevas regulaciones, diez nuevos funcionarios, un nuevo departamento burocrático, destinado a asegurar la nueva "conquista social". Por cada minoría que ve reivindicados sus caprichos, una gran mayoría descubre de repente que debe expresarse con cuidado para no ser acusada de "homofobia" o de cualquier otro nuevo delito que nuestros amados legisladores tengan a bien inventar, para proteger su particular concepto de "libertades".
La libertad se basa en el respeto a la ley, que es lo contrario de la arbitrariedad del déspota. Pero unas leyes que están totalmente sometidas a la evolución de la opinión pública (o de quienes influyen en ella) acaban mereciendo muy poco respeto. Esto no significa que no puedan existir leyes injustas, sino precisamente lo contrario. El incesante activismo legislador y judicial es una fuente envenenada de leyes injustas, y no hay más remedio que intentar abolirlas o reformarlas. Pero el objetivo último debe ser tender a la mayor estabilidad jurídica posible, al menos en los principios fundamentales. No somos más libres porque se reduzca el número de tipos delictivos, sino porque no esté sujeto a variaciones imprevisibles. Libre es quien puede prever las consecuencias de sus actos, de manera que pueda limitarse a sí mismo sin necesidad de coacción del poder público.
Para ello, el individuo necesita esa capacidad de autocontrol, que no es más que una cierta interiorización de normas morales, la cual hace en gran medida superflua la intervención de la autoridad. Dicho de otro modo, toda relajación del autocontrol producido por el constante cuestionamiento ideológico de la moral recibida (y no una mera crítica serena y alejada de agitaciones propagandísticas) tendrá el efecto de que sea necesaria más represión estatal para mantener el orden civilizado. Un ejemplo evidente es la violencia doméstica, que sólo puede aumentar a medida que se relativiza la familia natural, lo que a su vez requiere leyes más represivas. Y no es casual que gran parte de la legislación "progresista" gire en torno a la destrucción de la institución familiar, tal como se ha venido conformando durante siglos. Pues es en el seno de la familia donde se ha venido produciendo tradicionalmente el proceso de interiorización de la moral que nos convierte en seres más responsables y, por tanto, autónomos. Al interferir en dicho proceso, los poderes públicos tienden a disolver los vínculos más fuertes entre los individuos (con el pretexto falaz de proteger "otros modelos de familia", mucho más precarios e inestables), y se aprestan a sustituirlos.
Los ataques a la familia, la moral y la religión se realizan siempre en nombre de la libertad, pero ella es su principal víctima. Tampoco es casual que estos ataques sean perpetrados, casi siempre, por los mismos que desprecian las libertades económicas y la propiedad privada, lo que ellos llaman el "capitalismo salvaje". Nada ayuda más a estos déspotas, o aprendices de déspotas, que la división entre quienes defienden la moral judeocristiana y quienes defienden el mercado libre, como si fueran cosas incompatibles, y su suerte no estuviera inextricablemente ligada.