miércoles, 8 de mayo de 2013

La igualdad y la naturaleza de las cosas

Los avatares judiciales de la hija del rey me aburren. Sea cual sea el final de esta historia, seguiré creyendo en las dos tesis siguientes:

Primera: No existe Justicia igual para todos... Ni Educación, ni Sanidad, etc. Es evidente que las personas con mayores rentas tienen acceso a servicios de mayor calidad, en todos los órdenes.

Segunda: Contra lo que buena parte de la opinión pública quiere creer, no hay en ello ninguna injusticia, sino una mera necesidad económica. En un mundo distinto del Paraíso, es decir, regido por la escasez de todos los recursos, es sencillamente imposible que toda la gente pueda acceder a los servicios más costosos, jurídicos, médicos o del tipo que sean.

Quizás se comprenda mejor la segunda tesis si reflexionamos sobre las consecuencias (teóricas, al menos) de los intentos por remediar el hecho que expresa la primera. Si se impidiera que nadie gozara de rentas por encima de la media, la vida del resto no por ello mejoraría de manera apreciable o sostenible. En rigor, si repartimos equitativamente el "excedente de riqueza" (vamos a llamarlo así) entre la población, la renta media continuará siendo exactamente la misma. Sólo se beneficiarían quienes hasta ese momento tenían rentas por debajo de la media. Pero ¿por cuánto tiempo? Prohibir el enriquecimiento personal no es posible sin detener el crecimiento. Si nadie puede tener acceso a mejores productos y servicios, sencillamente estos no se producirán, y la sociedad se estancará.

La desigualdad económica es la que tira del crecimiento. Porque hace veinte años los teléfonos móviles sólo eran accesibles a altos ejecutivos occidentales, hoy proliferan incluso en África, donde están contribuyendo al crecimiento económico del continente más atrasado. Si las clases altas no hubieran adquirido esta tecnología en sus inicios, esta no se hubiera podido desarrollar. Los ejemplos se pueden multiplicar casi hasta el infinito.

Las desigualdades económicas no sólo son inevitables, sino deseables. Pues son las que permiten que todo individuo pueda mejorar socialmente. No hubiera servido de nada abolir las diferencias de cuna de las sociedades estamentales si luego nadie hubiera podido aspirar a mejorar sus condiciones de vida, sobresaliendo entre el resto. Sin duda, las monarquías son un atavismo, un islote del Antiguo Régimen que sobrevive como los dinosaurios del relato de Arthur Conan Doyle, El mundo perdido. Pero es evidente que la existencia de unas pocas familias reales en Europa no supone la menor amenaza para la bendita desigualdad económica, paradójicamente basada en la igualdad de cuna.

Por eso me aburren las tertulias sobre si la Justicia es igual para todos o no. Es evidente que no lo es, que la mayoría de la población no podrá contratar nunca los mejores abogados, ni los mejores médicos, ni llevar a sus hijos a los mejores colegios. Pero sólo si hay diferencias podrá haber movilidad social, del mismo modo que sólo las diferencias de nivel hacen que el agua de los ríos fluya. Es un hecho que todo el mundo critica a los ricos, al mismo tiempo que desea serlo. La palabrería de la igualdad no puede ocultar la naturaleza de las cosas.