Al poco de que, en tiempos de Jordi Pujol, la Generalidad impulsara la campaña identitaria "Som sis milions", circuló un chiste.
Llega Pujol de visita oficial a China y al bajar del avión les dice a sus anfitriones:
-¡Somos seis millones!
-Muy bien -responden los chinos- ¿y en qué hotel se alojan?
La población del planeta ha alcanzado los 7.000 millones. Como era de esperar, estos días los medios de comunicación nos ofrecerán reportajes alarmistas sobre el significado de esta cifra. Pocos analizarán la cuestión en sus justos términos, señalando, por ejemplo, que la tasa de crecimiento mundial no ha dejado de diminuir desde los últimos treinta o cuarenta años. Por supuesto que mientras que esa tasa sea positiva, la población seguirá creciendo, pero a un ritmo muy inferior al del crecimiento económico, incluso en períodos de crisis. Si bien es cierto que en 2009 la economía mundial se contrajo un 0,7 %, en 2010 el crecimiento fue del 5 %, y las previsiones del FMI para 2012 son del 4 %. En cambio, la tasa de crecimiento demográfico es del 1,1 y bajando. El apocalipsis malthusiano ni ha tenido lugar ni tendrá.
La tasa de fecundidad (número de hijos por mujer) se encuentra ya en el 2,5, según el último informe de la ONU. No está tan lejos del mínimo de reemplazo generacional, que matemáticamente se halla en el 2,1. (Una curiosidad: Debido a que nacen 1,05 niños por cada niña, una tasa media de exactamente 2 no sería suficiente para el reemplazo generacional, porque nacería menos de 1 niña de media por mujer.) Así pues, aunque la natalidad de los países menos desarrollados, y de los inmigrantes de estos países que llegan a los nuestros, es todavía bastante elevada, el propio crecimiento económico actúa haciendo que su evolución demográfica converja con la de Europa. En cuanto la gente empieza a disfrutar de ciertas comodidades materiales, tiende también a planificar el número de hijos que quiere tener. Esto, que en principio parece razonable, puede degenerar en una reducción del tamaño medio de las familias que nos conduzca ya no a la estabilidad, sino a la disminución de la población. Es precisamente el riesgo que corre Europa, incluso teniendo en cuenta el efecto de la inmigración. Que nuestros periódicos alerten sobre los supuestos riesgos de la superpoblación mundial, con el panorama que tenemos en casa, es igual de ridículo que si un periódico etíope alertara en su portada de los riesgos de la obesidad en el mundo.
Claro que hay quien no ve nada malo en que la población disminuya. Todavía hoy los medios siguen entrevistando a Paul Ehrlich (el majadero que "previó" hambrunas terribles en Estados Unidos a finales del siglo XX, por culpa del crecimiento demográfico), como si fuera un gran sabio. Las barbitas blancas hacen estragos... Este tipo pretende que la población mundial debe reducirse drásticamente, porque es imposible mantener más de 1.000 millones de seres humanos con la renta per cápita de Estados Unidos. Para ello confía en la "presión suave" de políticas antinatalistas encaminadas a convencer a la gente de que no tenga más de dos hijos. Aunque no dice claramente qué habría que hacer si la gente no obedece ante la "presión suave", al final de la entrevista se le escapa la expresión "organizar", referida a la población mundial. Estos seudosabios que pretenden organizarnos la vida son uno de los mayores males que padece la civilización occidental desde el siglo XIX. Si a pesar de ellos hemos conseguido llegar a los 7.000 millones es que algo hay en nuestra especie que le permite sobreponerse a todas las plagas, incluidos los delirios totalitarios de intelectuales ensoberbecidos -y los ignorantes periodistas que les bailan el agua.
El aumento de la población y el crecimiento económico van indisolublemente unidos. No hay riesgo de que la Tierra se nos quede pequeña, no al menos antes de que seamos capaces de emigrar a otros planetas, porque los recursos son por definición de carácter dinámico, dependen del nivel tecnológico. Es evidente que la Tierra no puede soportar cualquier población, pero es imposible determinar el límite que puede alcanzar, porque nadie puede prever las innovaciones tecnológicas. Si hubiera habido ecologistas en tiempos del Imperio romano, seguramente hubieran considerado que el planeta no podría soportar una población de 500 millones de habitantes... Un Ehrlich de tiempos de Augusto hubiera propuesto reducir la población mundial a 50 o 100 millones. Hoy, los habitantes de los países desarrollados, con una renta per cápita muy superior a la de un ciudadano romano medio, suman 1.240 millones.
Decir que la población debe dejar de crecer, o incluso decrecer, equivale exactamente a negar a millones de seres humanos que tengan derecho a prosperar como ya lo ha hecho Occidente y parte de Asia. Es de un egoísmo tan ciego y pueril como solo son capaces de alimentarlo nuestros "intelectuales". Como esta novelista (Isabel Allende) que, en una entrevista del Magazine de El Mundo, se descuelga con la típica gansada progre-ecologista: "Pero ¡¿cómo a alguien se le puede ocurrir que el progreso [sic], la ganancia y el consumo se den de modo indefinido en la Tierra?! Es enfermizo, esto tiene que estallar pronto." Claro, cuando uno vive en California más que pasablemente, es estúpidamente fácil decir que a dónde vamos a parar si todos los chinos quieren aire acondicionado y beber vinos de crianza. Pero cabría esperar más de quienes pretenden pertenecer a una cierta élite cultural, además de la repetición de los tópicos más vulgares, que cualquiera puede escuchar en una barra de bar.