"Programa, programa, programa", era la conocida cantinela de Julio Anguita cada vez que alguien sugería la posibilidad de pactos con los comunistas. Su postura era a menudo elogiada como un ejemplo de incorruptible coherencia, dejando entre paréntesis el pequeño detalle de en qué consistía el programa del señor Anguita: convertir a España en una dictadura de estilo soviético.
Ahora muchos, de manera más o menos severa, reprochan al PP que no dé a conocer todavía su programa electoral. Y no falta quien afirma que es de tontos apoyar a un partido cuyo programa no conocemos. A mí lo que me parece ingenuo es que, a estas alturas, haya quien necesite todavía que partidos como el PSOE, CiU o el PP presenten sus programas, como si no los conociéramos. Los primeros solo quieren aumentar el gasto público y, con él, la dependencia de los ciudadanos del Estado, destruyendo de paso los principios morales, con el mismo fin. Los segundos solo quieren seguir jugando a la independencia de Cataluña pero sin consumarla nunca del todo, para que España siga pagando. Y los terceros, en fin, como todos, aspiran al poder... pero da la casualidad de que para ello no tienen más remedio que apoyarse en lo más sano de la sociedad, en la gente que cree todavía en principios morales, en el valor del esfuerzo y el mérito, y en la libertad inalienable del individuo -no en las graciosas concesiones de gobernantes justicieros. Vale la pena sumarse a unos votantes así.
Existe una concepción ingenua de la democracia representativa según la cual esta debería basarse en una elección racional, profundamente meditada, de las diferentes opciones políticas. Es tan ingenua como aquella según la cual esto es lo que se produce en el mercado. Así, Jorge Valín, en el artículo antes enlazado, se pregunta: "¿Por qué el actor actúa racionalmente cuando “compra” o apuesta por un producto del libre mercado y hace todo lo contrario cuando vota?" En realidad no existe tal contradicción, porque tampoco compramos de manera racional.
Las críticas contra la democracia basadas en que la gente hace elecciones estúpidas pueden aplicarse perfectamente al mercado. La gente se gasta el dinero en seguir a su equipo de fútbol hasta Ucrania, y al mismo tiempo considera excesivamente caro un seguro médico. Pero estos no son argumentos contra la democracia ni contra el mercado, salvo para quienes se enrocan en una concepción angelical de la naturaleza humana. La democracia y el mercado son lo mejor que tenemos, partiendo del hecho incontrovertible de que no somos ángeles. Eso es lo que olvidan personas de ideas tan opuestas como Jorge Valín o Cayo Lara. Ambos coinciden en no entender no solo lo que aborrecen, sino incluso aquello (sea la democracia o el mercado) que pretenden defender. Hay idealizaciones que matan.