Gobierne quien gobierne, la ideología hoy dominante en la civilización occidental es la llamada corrección política (CP), que algunos autores califican como "marxismo cultural". Según William S. Lind, esta ideología, más allá del estrecho punto de vista económico de Marx y Engels, sostiene que toda la historia está determinada por relaciones de poder, entre grupos definidos por la raza, el sexo, etc. (The Origins of Political Correctness. Ver también "Political Correctness": A Short History of an Ideology.)
El problema de la CP es que es manifiestamente falsa. En la vida no todo se reduce a relaciones de poder, existen otros factores, y más importantes, además de la real o supuesta dominación de unos grupos sobre otros. Pero lo fundamental es captar el objetivo de la CP. Al afirmar que la dominación es algo omnipresente, mejor dicho, que es la esencia de la realidad social, estamos favoreciendo la concentración del poder político desmedido, desviando nuestra atención desde él hacia las reales o supuestas formas históricas de opresión sobre los obreros, las mujeres, los homosexuales, los negros, las otras culturas, e incluso la naturaleza. El Estado se presenta como el justiciero, y a sus críticos como malvados machistas, racistas, fascistas, etc, que se oponen a su poder no por amor a la libertad, sino con el único fin de preservar un statu quo que les beneficia.
La CP se contradice con la realidad de las cosas, razón por la cual tiene que acabar prohibiendo la realidad, esto es, el pensamiento libre. Este fenómeno ha alcanzado ya en Occidente un grado preocupante, pero la contestación social es muy débil. La gente parece resignada ante los ridículos giros lingüísticos que gradualmente va imponiendo la CP, como si se tratase de una mera cuestión de palabras. Pero lo que están en juego son nuestras libertades. Cualquier persona que en determinados contextos ose contradecir la ideología de género o el multiculturalismo, puede llegar a recibir incluso sanciones penales, por no hablar del ostracismo social o laboral al que se arriesga. So pretexto de proteger a unas minorías definidas como víctimas, en Europa y América vuelven a existir delitos de opinión. Podemos reírnos de las cursilerías del lenguaje políticamente correcto, pero como señala el citado W. S. Lind, no se trata de ninguna broma.
Tanto los comunistas como los nazis veían el mundo como una eterna lucha por la supremacía de una clase social, o de una raza, sobre otra. Nuestros actuales izquierdistas, herederos directos de aquellos totalitarismos, siguen percibiendo la existencia como una lucha histórica entre grupos. Su objetivo es el mismo, transformar la sociedad para instaurar un Estado de poder ilimitado, cuya justificación se halla en una quimérica resolución de todos los conflictos. La diferencia entre los totalitarismos del siglo XX y el actual es que este último es generalmente mucho más precavido, y tiende a evitar cuidadosamente defender explícitamente la dictadura. Todo lo contrario, pretende ser el más acendrado defensor de la democracia y la libertad. Pero tampoco se trata de una diferencia radical, porque también los comunistas sabían jugar muy bien al despiste en este terreno, presentándose como adalides de la democracia, por ejemplo en la guerra civil española. Y al revés, a nuestro "totalitarismo blando" también se le escapan, ocasionalmente, significativas defensas explícitas de un gobierno autoritario, por ejemplo, para salvar al planeta del cambio climático.
La CP apunta contra el mercado libre, contra la familia y contra el cristianismo. Trata de destruirlos porque son el obstáculo, el último reducto que impide que el poder del Estado sea total. Pero no puede atacarlos de manera frontal, porque entonces sus objetivos resultarían demasiado evidentes y generaría una fuerte resistencia social. Su técnica es el gota a gota cultural, ir poco a poco minando las creencias tradicionales, las redes mentales y materiales que permiten a los individuos vivir sin depender absolutamente del Estado. No dirán los "progresistas", como hacían no hace muchas décadas, que la familia es una institución opresiva, fuente de neurosis y traumas, sino que existen "otros modelos de familia". Y no utilizarán demasiado descaradamente los medios de propaganda del gobierno, sino que dejarán, tras décadas de control de la educación pública, que guionistas televisivos compongan comedias que reflejen de manera desenfadada y simpática esa "nueva realidad social". Existen muchas formas sutiles de reclutar propagandistas sin necesidad de tenerlos en la nómina de ningún departamento oficial de propaganda, sobre todo cuando el Estado controla el 40 % del PIB y goza de un amplio poder regulador sobre el resto, incluidos los medios de comunicación.
Mención especial merecen los nacionalismos irredentos (vasco, catalán, etc) que aunque históricamente tienen un origen distinto, han confluido actualmente con la ideología de la CP, asimilando sus técnicas y por supuesto sus objetivos. Los catalanes y vascos son victimizados como cualquier otro grupo (obreros, mujeres, etc) y partiendo de esta distorsión de la historia, se pretende justificar con ello la creación de unos nuevos Estados caracterizados, no solo por disponer de un territorio propio desgajado de una unidad mayor, sino por sus métodos totalitarios, de ingeniería social. La fusión de nacionalismo e izquierdismo (denominada por Miquel Porta Perales con la feliz expresión "nacionalprogresismo") es de una naturaleza letal, porque en él el odio a España (nación cuya historia va íntimamente ligada a la del catolicismo) y el odio a todo lo tradicional adquieren su grado máximo de coherencia, hasta convertirse en un artefacto ideológico compacto, sin fisuras.
Los gobiernos nominalmente conservadores o liberales hacen bien poco para revertir esta situación, lo cual no significa que no sean preferibles. Solo existe verdadera esperanza si no damos por perdida la diaria batalla de las ideas; y es un error exigir que esa batalla sea liderada por los partidos políticos. Quienes desaconsejan el voto al PP por no asumir este papel, aunque tengan parte de razón, incurren en el fondo en un cierto contrasentido. No podemos defender la preeminencia de la sociedad civil sobre el Estado y al mismo tiempo esperar a que aparezca un determinado partido gobernante que nos lo resuelva todo. La sociedad debe exigir a los políticos lo que estime oportuno. Y una forma inteligente de hacerlo es elegir a aquellos que, previsiblemente, atenderán mejor sus demandas, no esperar a que aparezca un líder carismático que las haga innecesarias porque se halle identificado (¿cómo? ¿místicamente?) con ellas. El PP no tendrá acaso en su programa, por ejemplo, privatizar la televisión estatal, pero ¿a quién prefiere usted en el gobierno para exigírselo, a Rubalcaba o a Rajoy?
Por supuesto, la batalla cultural es una lucha desigual, porque la izquierda controla hace tiempo buena parte de los medios de comunicación, así como de la educación, en todos los niveles. Pero existen think tanks liberales y conservadores, editores y medios valientes, y todo el movimiento de ideas que permite internet, uno de los inventos más imprevistos de la historia, con el cual no contaban los antecesores de nuestros progres, los Marx, Gramsci o Marcuse. A diferencia de lo que propugnan las visiones deterministas de la historia, nada está escrito, no existe una ley inflexible por la cual la civilización tienda de manera progresiva a convertir la sociedad humana en una sociedad de insectos. El ser humano por naturaleza se mueve en función de ideas de tipo religioso, filosófico, científico, político o técnico. Las ideas tienen un influencia enorme en la vida y en la historia. La izquierda, aunque en ocasiones lo niegue, y hable de ciegas fuerzas impersonales, actúa sabiéndolo perfectamente. Aprendamos de su éxito para combatirla.