Esteban González Pons es uno de los políticos españoles que menos me desagrada escuchar. Ahora ha escrito un libro de tipo autobiográfico, del que el periódico El Mundo ofrece algunos pasajes no exentos de brillantez. Afirma por ejemplo que es normal desconfiar de la clase política, que lo preocupante sería que admiráramos a políticos, y no a científicos, poetas o misioneros. Muy bien dicho. Pero como si González Pons quisiera ilustrarnos con su propia persona la razón por la que él y sus colegas no son muy admirables, poco después nos regala con un enunciado de esos que le dejan a uno tieso. Tras definirse como liberal, aclara: "Capitalismo y liberalismo no son lo mismo, uno y otro se necesitan y se implican, pero también se amenazan mutuamente." Hasta aquí, puedo estar bastante de acuerdo. Incluso en Adam Smith podríamos encontrar alguna advertencia que aparentemente va en este sentido. Pero entonces González Pons va y suelta esta perla: "A mí me parece más importante la democracia que el comercio. Anterior incluso, añadiría yo."
Esto sonará muy bien a mucha gente, sobre todo a ese potencial votante de ideas poco definidas que nunca se ha cuestionado que eso del "neoliberalismo" debe ser una cosa muy mala, aunque exactamente no sepa en qué consiste. Pero no deja de ser una completa mentecatez. Incluso el demócrata más convencido debería reconocer algo tan simple como que sin democracia la civilización puede existir, pero no sin comercio. Desde el neolítico, y probablemente desde antes, no ha existido ninguna sociedad humana que no haya conocido alguna forma más o menos rudimentaria de intercambio económico. Los arqueólogos han descubierto objetos manufacturados (de piedra, hueso, cerámica, etc) a miles de kilómetros de sus lugares de producción, datables en períodos de hace miles de años. Si por arte de magia todo el comercio mundial y local se interrumpiera mañana, la mayor parte de la humanidad perecería de hambre en cuestión de meses. La democracia, qué duda cabe, es el mejor sistema político que se ha inventado, con todos sus defectos. Pero, pese a todo, sin democracia se puede vivir.
No se trata de si es más importante la democracia o el comercio, es que son cosas distintas que no tiene sentido tratar de situar relativamente en una misma escala de valoración. Nadie se pregunta normalmente si prefiere un libro de poesía o unos zapatos. Puede perfectamente querer ambas cosas, pero si es invierno y tiene muy poco dinero, deberá elegir estos últimos. ¿A santo de qué viene entonces esta comparación absurda entre el comercio y la democracia? No hay duda: Existe en todos nosotros un viejo prejuicio contra el comercio, que tiene su origen seguramente en la herencia genética recibida de nuestros antepasados cazadores y recolectores, cuya actividad mercantil dentro de la horda debía ser muy reducida. Y los políticos, a fin de cuentas, son especialistas en pulsar nuestros más íntimos resortes emocionales, sin que para ello les preocupe soltar verdaderas gansadas.