sábado, 28 de agosto de 2010

La Guerra de Iraq y el terrorismo islamista

Con motivo de la retirada de las fuerzas ocupantes de los Estados Unidos en Iraq, ordenada por el presidente Obama para cumplir una frívola promesa electoral, la mayor parte de los medios de comunicación han aprovechado para realizar sus particulares balances. Casi todos ellos han hecho hincapié en que no se han hallado armas de destrucción masiva, de lo cual deducen aventuradamente que jamás existieron y que los pretextos esgrimidos para la invasión fueron, por tanto, espurios. En apoyo de esta opinión han venido de perlas las declaraciones en comisión parlamentaria de Eliza Manningham-Buller, que fue directora del MI5 entre 2002 y 2007. Según la ex jefa de la inteligencia británica, no existieron nunca evidencias de que Saddam Hussein supusiera un peligro inminente para la seguridad de las democracias occidentales y, en cambio, la Guerra de Iraq sólo ha servido para alimentar al terrorismo yihadista.

Sorprende ante todo que la señora Manningham-Buller diga esto ahora, cuando, durante el tiempo que ocupó su cargo, puso especial énfasis en recordar que el primer atentado de Al-Qaeda en el Reino Unido fue anterior a la Guerra de Iraq, y que Estados Unidos y Europa Occidental han sido objetivos de la organización terrorista desde mucho antes de la intervención para derrocar el régimen baasista (1). Cabe preguntarse si sus declaraciones no son un intento de diluir su propia responsabilidad al frente del MI5 cuando se produjeron los atentados de Londres del 2005, culpando de ellos, en parte, a decisiones supuestamente equivocadas en política exterior. Sobre todo teniendo en cuenta que, según fuentes no desmentidas, el día anterior a los crímenes islamistas ella había asegurado a varios diputados laboristas que no existía una amenaza inminente (2).

En todo caso, más allá de motivaciones psicológicas en las que sería ocioso entrar, sí merece la pena evaluar si como consecuencia de la Guerra de Iraq, el terrorismo contra los aliados occidentales que participaron en la invasión se ha visto incrementado en sus propios países. Una medida obvia de ello es la magnitud de los atentados terroristas cometidos en suelo europeo y americano desde 2003. Pues bien, aparte de los mencionados de Londres, tenemos los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, que dejaron casi doscientos muertos. Lo que nos lleva a ciertas consideraciones.

Según sentencia judicial, los condenados por su participación en los atentados de Madrid eran “miembros de células o grupos terroristas de tipo yihadista”, pero en ningún momento se establece probada la conexión organizativa con Al-Qaeda. De hecho, el seguimiento de la pista islamista se desencadenó por el hallazgo de un vehículo con indicios de haber servido para transportar explosivos e individuos de religión musulmana. Sin embargo, la sentencia dictada en 2007 admite que no ha quedado demostrada la utilización de dicho vehículo (una furgoneta Renault Kangoo) en los atentados. Pese a ello, sorprendentemente, el juez Gómez Bermúdez afirmó que era válido sostener “conclusiones jurídicas iguales o muy similares a las que se llegaría de tener por probado tal hecho” (!). Si a esto añadimos las serias dudas que inspiran otros aspectos de la investigación policial, como las relacionadas con la determinación de los explosivos, que fueron zanjadas por la sentencia con parecida doctrina jurídica, los fundamentos de la versión oficial se revelan de una inaudita fragilidad. No sólo por la insuficiencia de las pruebas, sino por los vertiginosos indicios de manipulación. La posibilidad de que elementos de las fuerzas de seguridad españolas, desleales al gobierno de Aznar, priorizaran la hipótesis de la autoría islamista para influir en el resultado de las elecciones legislativas, celebradas tres días después de los atentados, no ha escapado a diversos analistas, y es la tesis defendida entre otros por el abogado de las víctimas José María de Pablo.

Es difícil negar que los socialistas, vencedores de los sufragios, y que permanecen en el poder desde entonces, debieron su éxito electoral a la habilidad para instilar entre la población la idea de que los atentados fueron una represalia por el apoyo de Aznar a Bush y a Blair en la Guerra de Iraq. Y esta interpretación no es muy distinta de la que sugiere la ex directora del MI5 cuando cuestiona los motivos y, sobre todo, la conveniencia de la guerra de Iraq para la seguridad del Reino Unido. La diferencia es que los atentados de Londres fueron indiscutiblemente obra de islamistas, que escaparon a la acción preventiva de la inteligencia británica, mientras que los atentados de Madrid siguen sin haber sido aclarados, no sabemos si por inepcia o por causas de índole más escabrosa.

A tenor de estas consideraciones, establecer una relación causal entre la Guerra de Iraq y el terrorismo islamista en suelo occidental, no deja de ser una tesis sumamente imprudente. Primero, porque no se ha producido un drástico aumento de atentados terroristas fuera de Iraq tras el conflicto. Y segundo, porque Al-Qaeda utiliza cualquier pretexto para justificar sus crímenes, desde el conflicto palestino-israelí, hasta la reivindicación del Califato, pasando, claro está, por la invasión de Iraq. Adoptar los conceptos de la propaganda islamista, por mezquinas razones personales o por sórdidos cálculos electorales, es una muestra de debilidad de las democracias que sus enemigos no dudarán en aprovechar.