domingo, 22 de agosto de 2010

La educación contra la libertad

El filósofo inglés Herbert Spencer dijo:

La gran superstición política del pasado fue el derecho divino de los reyes. La gran superstición política del presente es el derecho divino de los parlamentos.” (1)

Pese a que han transcurrido más de ciento veinte años desde estas palabras, podemos afirmar que continúan plenamente vigentes. Son incontables las personas que ignoran todavía el verdadero significado del Estado de Derecho y creen que lo único que se necesita para ser libres es democracia stricto sensu, es decir, que el poder esté legitimado por las urnas. El concepto de limitación y control del poder, a pesar del acceso universal a la educación, aún hoy en día es relativamente esotérico, incomprendido por grandes bolsas de población.

Evidentemente, sería ingenuo esperar de los gobiernos que tratasen de combatir ellos mismos esta ignorancia, cuando son los directos beneficiarios.

Hace un tiempo leí un manual de la nueva asignatura creada por el gobierno socialista español (no el de Venezuela), “Educación para la Ciudadanía”, de la editorial Barcanova. Aparte del adoctrinamiento anticapitalista y antiglobalización, pude comprobar graves carencias. En el capítulo donde se trataba del sistema democrático, conceptos capitales del Estado de Derecho como son la división de poderes o el imperio de la ley, apenas se destacaban, mientras que a temas como “Estado social” o “Estado del bienestar” se le dedicaban párrafos considerablemente extensos.

Al mismo tiempo, los derechos individuales que marcan límites a lo que está permitido a los gobiernos, quedaban sepultados bajo la lista siempre creciente de derechos “sociales” que, al contrario que los primeros, justifican todo tipo de intervencionismo estatal a fin de poderlos garantizar –cosa que rara vez se consigue.

Todo indica que la juventud española puede terminar sus estudios primarios y secundarios sin que nadie le haya explicado los principios básicos del liberalismo de Locke, Adam Smith o la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, ni inculcado la sana desconfianza hacia cualquier gran concentración de poder político. Más bien al contrario, a los chicos y chicas se les enseña en las aulas (no hablemos ya de la televisión) que es necesario conferir más prerrogativas y recursos a las administraciones, a fin de combatir todo tipo de injusticias, reales e imaginarias. Y por si esto no fuera suficiente, se les trata de vacunar contra el “neoliberalismo”, ¡acusándolo de ejercer de “pensamiento único”!

Seguramente, contra la pretendida imposición neoliberal, la gran mayoría sale de la escuela con la idea de que el mercado libre es la causa de la pobreza en el mundo, de las guerras y de la destrucción del medio ambiente y que, aun admitiendo que dirigentes como Castro o Chávez puedan ocasionalmente “propasarse”, debemos ser comprensivos con estos “intentos esperanzadores de buscar caminos alternativos al despiadado capitalismo”. (La frase me la acabo de inventar, pero podría haberla escrito un Ignacio Ramonet, un Noam Chomsky o cualquier otro gurú de la izquierda.) Y no hace falta decirlo, la caída del muro de Berlín supuso una verdadera desgracia, “devastadora para el planeta y para los humanos.” (Palabras esta vez no mías, sino del eurodiputado J. M. Mendiluce.)

Desde el momento que uno cree que el poder político es una fuerza transformadora y benéfica sin efectos secundarios, es comprensible que no le dé demasiada importancia a los formalismos que diferencian la dictadura del Estado de Derecho. Esto lleva a aplaudir medidas fuertemente intervencionistas, muchas de las cuales, de ser impulsadas por un gobierno conservador, serían con toda razón calificadas como autoritarias e incluso fascistas.

El portavoz socialista en el Congreso español afirmó, en apoyo del aborto libre, que la única moral pública debía ser la Constitución. Ahora bien, dado que la Constitución es modificable e interpretable, esta afirmación implica que el poder del Estado podría ser prácticamente ilimitado. Desde el momento en que puede dictaminar en última instancia lo que está bien y lo que está mal, él mismo está por encima de juicios morales. Esto es algo que jamás osaron imponer conscientemente los monarcas absolutos; sólo los totalitarismos comunista y fascista llevaron hasta el final esta pretensión.

La superstición política, en el sentido amplio de veneración por el poder carismático, sirve a todo gobierno, pero especialmente a aquellos que se sostienen en concepciones “progresistas” del derecho, claro está. Aunque hoy pocos se proclamen marxistas, la idea de Marx según la cual las leyes no son más que una creación de la clase dominante para justificar su dominio, sigue inspirando a los gobiernos de izquierdas para remover cualquier obstáculo que se interponga en su camino, aunque por supuesto el afán legislador sea tan antiguo como el Estado.

Una de las características de la civilización occidental es que ha desarrollado una serie de doctrinas e instituciones encaminadas a limitar ese excesivo protagonismo del poder político. Por supuesto, esto también ha dejado prácticamente de enseñarse en las escuelas. Más bien se previene a los jóvenes contra los peligros del eurocentrismo, para que no se les pase nunca por la cabeza la idea de que nuestra cultura podría tener algo que enseñar a otras. Para ello, requisito indispensable es que empiecen por desconocer esa enseñanza.
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(1) "The Great Political Superstition", que empieza con las palabras citadas, es un ensayo incluido dentro de The Man versus the State.