Más allá de los aspectos ridículos del asunto, el uso reiterado del término antiguo en la acepción señalada, en lugar de vocablos más precisos como anticuado o arcaico, denota una de las claves del pensamiento (vamos a llamarlo así) de Zapatero, que es el adanismo, la idea de que podemos y debemos prescindir del pasado, como si partiéramos de cero. Según esta concepción, lo antiguo por definición es descartable, un peso muerto, mientras que lo nuevo es intrínsecamente valioso y benéfico.
Naturalmente, esto es una cretinez pavorosa. Hay antigüedades buenas y malas, al igual que ocurre con las novedades. La malaria que padece de antiguo África (al menos, desde que los ecologistas consiguieron la prohibición del DDT) es sin duda mala y su erradicación supondría un avance incontestable. En cambio, el alfabeto cuenta con miles de años de antigüedad, y no por ello sería sensato intentar elaborar otro más perfeccionado, por ejemplo que fuera universal, en sustitución de la pluralidad de alfabetos latino, árabe, hebreo, cirílico, griego, etc. Cualquiera comprende que aunque los actuales sistemas de escritura, tanto fonéticos como de otro tipo, no son perfectos ni definitivos (a saber cómo evolucionarán a largo plazo), carecería de todo sentido práctico intentar mejorarlos por decreto. El coste de una reforma semejante sería indudablemente colosal, muy superior a cualquier beneficio que pudiera concebirse. Esto es un concepto de puro sentido común, que todos aplicamos constantemente en la vida cotidiana: No toda mejora (aunque lo sea objetivamente, y esto no siempre se sabe a priori) vale la pena, y por tanto la conservación de lo antiguo con frecuencia, aunque naturalmente no siempre, es lo óptimo. Si alguien dijera que hay que derruir los cascos antiguos de todas las ciudades, para adaptarlas a la circulación del automóvil, sería considerado justamente como un loco. En lugar de ello, la tendencia es a restringir el tráfico en esas zonas urbanas, porque se cree de manera generalizada que los beneficios de conservarlas son mucho mayores que las ventajas (seguramente, no inexistentes) de lo opuesto.
Decir que algo es antiguo, o bien es una trivialidad (en la primera acepción del término, "que existe desde hace mucho tiempo") o bien, si se aplica el adjetivo en sentido peyorativo, se trata de una afirmación discutible y pendiente de ser argumentada. Por supuesto, la retórica política rara vez nos sorprende con alguna verdadera argumentación; de lo que se trata es de provocar emociones instantáneas en el oyente que atiende fugazmente el informativo de la tele, y está claro, para empezar, que nadie quiere ser tachado de retrógrado, carca o casposo. Pero el abuso de la acepción valorativa de antiguo supone un paso más allá en la técnica propagandística, y revela la secreta intención de absorber la significación objetiva de algunas palabras, para sencillamente dificultar la mera posibilidad del pensamiento crítico, que consiste en distinguir entre los hechos y su valoración. La pasión desenfrenada por el poder político es, por ejemplo, una realidad innegablemente antigua, pero por desgracia no podemos decir que ya no esté de moda. Ahí tienen a Zapatero, tan antiguo y tan actual.