sábado, 4 de septiembre de 2010

Alternativas al estado autonómico

El artículo de Lorenzo Bernaldo de Quirós, "La cuestión catalana" (sobre el que nos ha llamado la atención Barcepundit), parte de una premisa falsa cuando habla de "las demandas políticas de Cataluña", así como cuando dice que "la mayoría de la población existente en un territorio determinado aspira a constituirse en Estado". LBQ cae increíblemente en la primera trampa que tienden siempre los nacionalistas, que es identificarse con Cataluña o con el País Vasco, o al menos con el sentir mayoritario. En cambio, le doy toda la razón cuando afirma lo siguiente:

"Las zonas ricas del territorio nacional no tienen por qué subvencionar a las pobres, lo que además no ha servido para avanzar en la convergencia real entre las regiones españolas sino para crear mecanismos de clientelismo pagado con el dinero de otros."

Siempre me ha parecido un argumento espurio, comprado al igualitarismo de raíz progre, aquello de la "solidaridad interregional", y por eso me parece sumamente incoherente, y contraproducente, cuando lo emplea la derecha. Por esta regla de tres, entonces habría que prohibir que las comunidades con competencias tributarias bajaran los impuestos, o que en general pudieran aplicar medidas liberalizadoras que beneficiaran a los habitantes de su territorio más que a los del resto de la península.

Es por esto que, pese al error de planteamiento inicial, creo que el artículo de LBQ es muy interesante. El Estado de las autonomías debería ser reformado, no porque perjudique a Cataluña, sino porque perjudica también a Madrid, y a cualquier región que pudiera apostar por la competencia fiscal y liberalizadora. Tal como está montado ahora, sólo ha servido para favorecer el enquistamiento de unas castas políticas socialistas y nacionalistas. Las unas (Andalucía, Extremadura, etc) porque viven de la sopa boba de las transferencias; las otras (Cataluña y País Vasco) porque explotan el victimismo culpando de los problemas al gobierno central.

O bien adoptamos un esquema más centralista, con un retorno de determinadas competencias autonómicas al estado central, o bien cedemos prácticamente todas las competencias a las comunidades, salvo Defensa y poco más, y que cada cual se espabile por su cuenta sin poder apelar a subsidios ni ayudas. Pero claro, ninguna de las dos opciones interesa a esas castas regionales.

La reforma centralizadora tendría la ventaja de que restauraría la unidad de mercado, de que garantizaría ciertos derechos básicos como recibir la enseñanza en lengua materna, y permitiría reducir administraciones y normativas. (Según un estudio del Instituto de Empresa, las autonomías generan 700.000 folios anuales de regulaciones.) Ahora bien, estas ventajas podrían perfectamente quedar neutralizadas por las desventajas de un gobierno central de cariz muy intervencionista.

En cambio, una reforma en sentido federal podría permitir que las regiones con gobiernos más liberalizadores se desenvolvieran independientemente de la ideología de la administración central. Además, en teoría también eliminaría burocracia, en este caso básicamente la central, que quedaría reducida a un mínimo. Sobre todo, los gobiernos regionales deberían rendir cuentas a los ciudadanos de los resultados económicos, sin poder tapar sus miserias con discursos identitarios que no dan de comer.

Si un sistema más centralista se hubiera adoptado durante la Transición, nos hubieran ido mejor las cosas. Pero ahora no parece que sea posible la marcha atrás. Los nacionalistas, con sus propias policías autónomas, con su infiltración en casi todas las instituciones económicas, culturales y asociativas, no se dejarían desalojar sin violencia.

Hoy estamos más cerca de un sistema federal, en el cual en cada región-estado existiera prácticamente una sola administración, mientras que el estado central sólo se ocupara de la defensa y la justicia. Estos estados, por razones de viabilidad, no tendrían por qué coincidir con el actual mapa autonómico. Podría por ejemplo haber sólo cuatro o cinco estados, alguno de los cuales agruparan a varias de las actuales comunidades autónomas. Aunque los nacionalistas son conscientes de que a la larga el federalismo no les conviene, porque desactiva el eterno victimismo, les sería muy difícil justificar ante sus ciudadanos una actitud de franca oposición a una reforma federal.

Para sabotear una reforma federalista, los nacionalistas previsiblemente tratarían de sobrepasarla en radicalismo, con propuestas desvergonzadamente inadmisibles. En realidad, lo han hecho ya: se llama Estatuto. Por un lado defienden la independencia de facto de Cataluña, en cuestiones como la fragmentación del poder judicial, o la política exterior, y por otro exigen al resto de España que se pliegue a sus demandas de financiación, e incluso pretenden participar en instituciones centrales. Es decir, proponen una independencia de facto costeada por todos los españoles, o bien la independencia de iure. El objetivo evidente es que la opinión pública española, cansada ya del chantaje separatista, acepte lo segundo, la desmembración de España como un mal menor.

El problema desde luego es de difícil solución. Pero un gobierno central firme, que demostrara su coherencia con reformas liberalizadoras que empezaran por limitarlo y reducirlo a él mismo (privatización de la televisión pública, implantación del cheque escolar y sanitario, etc) podría tener la autoridad moral suficiente para llevar a cabo una reforma federal. La administración por defecto sería la estatal-regional. Cada estado recaudaría los impuestos, prestaría sus propios servicios públicos y, en el caso de que no fuera económicamente viable, se integraría dentro de otro, o de una especie de distrito federal. Todos los estados contribuirían en proporción a su PIB al estado central, encargado básicamente de la defensa, justicia, las relaciones exteriores y las grandes infraestructuras. El estado central, y particularmente el Tribunal Constitucional y el Supremo, podrían interferir, en cualquier caso, en la defensa de los derechos de los ciudadanos, por ejemplo para impedir las imposiciones lingüísticas de los nacionalistas.

Hoy esto suena a política-ficción, porque lo que tenemos es un régimen social-nacionalista diseñado para arrinconar a la oposición conservadora ad eternum. Es decir, un régimen que vive de ahondar el problema, mientras finge hipócritamente que su única intención es solucionarlo.

Es hora de que la derecha presente una alternativa global al social-nacionalismo. O bien adopta la centralista de UPyD, que prevé cerrar el modelo territorial devolviendo al estado central determinadas competencias (lo que no parece realista en las actuales circunstancias), o bien descoloca a todo el mundo con un modelo federal, que defienda la igualdad de derechos de todos los españoles, pero no castigue la competencia económica entre comunidades, premiando a las que producen más funcionarios que empresarios.