La polémica por las declaraciones de Stephen Hawking, según el cual la ciencia descarta la existencia de un Dios creador del universo, es tan superficial como era de prever. Ahora resultaría que el descubrimiento de un planeta extrasolar demostraría que el cosmos no es producto de una inteligencia divina. La sensación de déjà vu es inevitable. Desde la refutación del geocentrismo por Galileo, los ateos no han dejado de proclamar, a cada nuevo gran avance del conocimiento científico en astronomía, geología, biología, neurología, etc, que la hipótesis Dios es infundada o innecesaria. Pero si esto fuera realmente así, ¿no habría bastado con el primero de estos avances?
Ningún descubrimiento empírico puede probar que Dios no existe, pues siempre podrá argumentarse que los planes divinos son demasiado sutiles e ingeniosos para nuestra comprensión, tal como ya sugirió Descartes. En cambio, como más conocemos acerca de la naturaleza, más difícil es sustraerse a la impresión de que existe un orden objetivo cuyo funcionamiento es prácticamente indistinguible de un plan inconcebiblemente inteligente, ¡exista o no de hecho un Dios personal autor de dicho plan! La antítesis entre racionalismo (en sentido ontológico, no epistemológico) y teísmo es falsa. Nada se parece más a la idea de un orden racional y objetivo que la idea de un Dios omnisciente.
El positivismo ha proscrito prácticamente cualquier consideración sobre el orden objetivo del cosmos, tachándola de metafísica. La idea de que existen unas leyes de la naturaleza (un nexo causal), más allá de las regularidades observables, sería según Wittgenstein "la superstición" (Tractatus, 5.1361). Sin embargo, aunque tal afirmación sea metodológicamente útil (la ciencia se centra en el cómo, no el porqué), ontológicamente tendría consecuencias inauditas. Significaría que el orden natural es aparente, y que en rigor nada impide que en cualquier momento pueda irrumpir el caos, como sugería Sartre en su novela La Náusea:
"Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo, miran las cosas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, 'una hermosa ciudad burguesa'. No tienen miedo, se sienten en su casa. Nunca han visto otra cosa que el agua domeñada que sale de los grifos, la luz que surge de las bombitas cuando se hace presión en el interruptor (...). Cien veces por día tienen la prueba de que todo se hace mecánicamente, que el mundo obedece a leyes fijas e inmutables. (...) ¿Y si sucediera algo? ¿Si de golpe se pusiera a palpitar? (...) Puede suceder en cualquier momento, quizá en seguida (...)" [Sigue una descripción alucinatoria del caos, de como la naturaleza se rebela y empieza a engendrar monstruos, abortos, absurdos. Puede leerse en PDF aquí, págs. 187-189.] Entonces soltaré una carcajada (...) y les gritaré al pasar: '¿Qué habéis hecho de vuestra ciencia? ¿Qué habéis hecho de vuestro humanismo? ¿Dónde está vuestra dignidad de cañas pensantes?' (...)"
Puede parecer que este fragmento no es más que una licencia neorromántica de un novelista, que no debe tomarse en serio más allá de su contexto literario. Gran error. Como es sabido, Sartre es uno de los filósofos más consistentemente ateos del siglo XX. La alternativa a su pensamiento no es otra que la vieja idea de los presocráticos, de que el cosmos es un Orden, independientemente de nuestra mayor o menor capacidad de aprehenderlo. Esta idea llega hasta nosotros por diversos caminos, entre ellos el Dios cristiano (que es producto tanto del mundo helénico como del judío, si no más) y también inspira a grandes científicos como Newton, Einstein, Planck o el propio Hawking, sean o no todos ellos creyentes.
Cuando Stephen Hawking concluye su libro Historia del tiempo diciendo que si se encontrara una teoría completa (que unifique la Relatividad y la mecánica cuántica), "conoceríamos el pensamiento de Dios", no sabemos si se trata de una declaración de fe religiosa, o simplemente de una manera de nombrar -según la tradición iniciada por Spinoza- la racionalidad última de lo real. Me parece por tanto una vulgar estrategia editorial presentar el nuevo libro de Hawking como si algún nuevo avance científico le hubiera hecho cambiar su pensamiento. Sobre su fe o falta de fe religiosa sigo casi tan a oscuras como antes, y además no es algo que me incumba. En cambio, la fe del gran físico teórico en la racionalidad del universo, como la de sus ilustres predecesores, se revela intacta. Según se lee en la prensa, Hawking sostiene que el universo surgió de la nada como consecuencia de las propias leyes de la física. Esto no es más que responder a la pregunta "¿por qué hay algo y no más bien nada?" en un sentido francamente racionalista, absolutamente incompatible con la actitud positivista que considera que la pregunta carece de sentido.
Ante la gran pregunta metafísica de por qué existe algo, sólo tenemos tres actitudes posibles. La racionalista, inaugurada ya por Parménides hace 2.500 años, según la cual el ser es necesario; la irracionalista, que considera la existencia como algo contingente, gratuito, absurdo; y la positivista, que niega sentido a la cuestión. Ahora bien, a poco que se medite, se verá que la posición positivista es insostenible, porque o bien el ser es necesario, o bien es contingente, carente de toda razón. No hay más. Es imposible eludir este dilema adoptando convenciones arbitrarias sobre el significado de las palabras. La actitud positivista, por tanto, en la práctica equivale a admitir la posibilidad de que la respuesta irracionalista fuera la verdad. Esto significaría que en cualquier momento puede surgir cualquier cosa de la nada, las leyes de la naturaleza pueden quedar en suspenso, como en el relato sartreano. Lo cual se extiende también a cualquier tipo de principio ético-político ("humanismo", dice Sartre con aguda intuición). Si la naturaleza es un caos con apariencia de orden (un absurdo entre infinitos absurdos posibles), y las leyes físicas meras creaciones de la mente humana, toda moral es asimismo convencional, no existe más que el derecho positivo y no hay límite en última instancia a lo que el Estado pueda decidir que es válido o no. "Todo está permitido", como dedujo también acertadamente ese otro consecuente ateo que fue Nietzsche.
Se dirá que los ateos actuales, como Richard Dawkins, en absoluto defienden la concepción irracionalista. Pero aquí no se trata de juzgar su coherencia. Lo importante es que, generalmente, un ateo negará la existencia de una moral natural universal que preexiste a las leyes, que los seres humanos descubrimos y no meramente inventamos. Por tanto, procede como si la realidad no fuera racional, y no simplemente como si negara el carácter personal de Dios. Porque si el universo es esencialmente inteligible (al menos por una hipotética mente infinita, ya que no por el débil entendimiento humano), sabemos que existen unos principios ético-políticos óptimos para la felicidad del género humano, y debemos tratar de aproximarnos lo más posible a ellos. No podemos escabullirnos de esta difícil tarea diciendo que basta con acatar lo que digan unos electores, o una asamblea democrática, porque éstos pueden perfectamente errar.
Un ateo que se limite a negar la existencia de un Dios personal, pero que crea en la inteligibilidad última de lo real, si es coherente deberá admitir que existen principios universales preexistentes a cualquier convención humana. Otra cosa es cómo podemos llegar a conocer esos principios, aquí no estoy sugiriendo que podamos tener un conocimiento apriorístico y absoluto de ellos (no me estoy decantando por el racionalismo epistemológico). Lo único que digo es que los principios ético-políticos están ahí objetivamente, al igual que las leyes de la naturaleza. E incidentalmente, esto pone límites tajantes a la acción de los gobiernos.
Ahora bien, este ateo que no reniega del racionalismo ontológico, que no sea tan radical como un Nietzsche o un Sartre, comete un error de bulto al oponer el teísmo judeocristiano al racionalismo. (El islamismo es otro asunto, como se aprecia porque empieza negando unos derechos humanos universales.) Esa no es la batalla esencial, un cristiano que no lo sea sólo nominalmente (como muchos que además creen en los horóscopos, el tarot, las pulseras energéticas o cualquier otra variante sincrética) es lo más cercano a un racionalista ontológico que podría encontrarse.
Para el cristiano, un Dios creador omnisciente es la garantía de que el universo ha sido concebido según un plan inteligible, de que todo tiene un sentido, una razón que podemos al menos vislumbrar. Si a ese Orden no queremos llamarle Dios, como hacía Spinoza, pese a que no creía en un Dios personal, no hay nada que objetar. Pero nuestro enemigo no es quien postula la existencia de un Autor del Orden (acaso superfluo), sino quien niega el mismo Orden, quien en la estela del filósofo del nazismo Heidegger (uno de los más furibundos pensadores antiliberales del siglo XX, por cierto), abomina de la técnica y el universalismo humanista. O quien, desde la asepsia positivista, y pese a creerse un abanderado de la ilustración y el progreso, se priva a sí mismo de argumentos contra el irracionalismo y el relativismo multiculturalista.