Tras el referéndum suizo del pasado 29 de noviembre, en el cual se han impuesto los partidarios del sí a la prohibición de los minaretes, han podido escucharse diferentes opiniones contrarias a dicha prohibición.
No me interesan las previsibles de los que se han rasgado las vestiduras, deplorando la "xenofobia" y la "islamofobia" de los ciudadanos suizos; no creo que valga la pena perder un minuto con el papanatismo políticamente correcto.
Más atendibles parecen las opiniones de quienes se muestran preocupados por lo que puede interpretarse como un recorte de la libertad religiosa, y argumentan que basta con perseguir a quienes defienden o practican el terrorismo islamista.
Pero se equivocan también. El Islam no es sólo una religión, en el sentido en que lo es el cristianismo actualmente. Los musulmanes no se limitan a practicar un determinado culto, ni a defender unas ideas morales concretas, sino que pretenden implantar un modelo totalitario de sociedad con métodos expansionistas. Permitir, en nombre de principios liberales, que puedan transformar el paisaje arquitectónico y humano de un país europeo sembrándolo de minaretes y de burkas, mientras en Arabia Saudí se prohíbe la construcción de iglesias, es de una espantosa ingenuidad. Es sencillamente contribuir a reforzar su mentalidad conquistadora, para que un día no lejano lleguen a creer que estamos maduros para recibir la ley islámica, si es que no se lo creen ya.
El día que el Islam deje de ser una ideología, además de una religión, podremos revocar esas restricciones. Mientras tanto, nos asiste el derecho a defender nuestra civilización, aunque ello implique dejar en suspenso el precepto evangélico de poner la otra mejilla.