La característica definitoria de la izquierda real, en España al menos, no es ya la adopción de una determinada postura en el debate entre partidarios de más Estado y los de menos Estado, sino su habilidad para eludir plantear siquiera dicho debate. Con la colaboración inestimable, todo hay que decirlo, de la derecha real. No sorprende a nadie que quienes compiten por la conducción de la maquinaria estatal, sean del color que sean, estén escasamente interesados en poner límites a tan formidable instrumento, y por tanto en llamar la atención sobre ese tema. Ello no obsta para que una oposición inteligente comprenda que esos límites son la única garantía para no ser eliminada definitivamente del tablero de juego. La única duda es si esa oposición existe. Ante los espectáculos de cierre de filas incondicional alrededor del Líder Supremo, que nos es dado contemplar estos días, parece cuando menos justificada. La estrategia de la izquierda para eludir la cuestión central de la política, que si se planteara seriamente, le obligaría a mostrarse a la defensiva, es retrotraernos una y otra vez a los orígenes de la división entre derecha e izquierda, asociando a la primera con unos nebulosos conceptos de autoritarismo y dogmatismo. Aunque la izquierda prefiere evocarlos con expresiones más emocionales como son la de derecha cavernícola, el oscurantismo, la derecha casposa y toda la consabida retahila de mitin de autocar y bocadillo de jamón. (Pero también algún blog liberal que se las da de duro fustigando al clero.) No importa que ese autoritarismo de índole patriarcal y clerical sea hoy un fenómeno sociológicamente residual e irrelevante (y esto en Europa: porque en Estados Unidos, como veremos luego, prácticamente no se dio nunca). La cuestión es que sigue funcionando como espantajo, y lo hace obedeciendo a razones profundas que me propongo analizar. Desde el siglo XVIII no ha dejado de crecer la proporción de intelectuales que han creído que para combatir el autoritarismo dogmático, era necesario acabar con la noción misma de autoridad y desterrar todos los dogmas. Se trata de un error capital, devastador. Autoridad, en su sentido originario, es un término asociado a la virtud de aquel que por sus propios méritos y el ejemplo se hace acreedor del respeto de quienes se reconocen inferiores en sabiduría y otras cualidades ante él. El profesor, el magistrado, el médico, los padres, son figuras cuya autoridad no puede ser cuestionada frívolamente por ninguna civilización que aspire a perdurar, salvo en los casos particulares en que por una conducta impropia merezcan perderla. Asimismo, es una ilusión pertinaz la de que alguna sociedad pueda sobrevivir sin un mínimo de principios y valores que no estén sujetos a cuestionamiento. Si todo puede ponerse en duda, ¿por qué no los derechos humanos, la libertad individual, la democracia? ¿Por qué no justificar el asesinato o el robo en función de cualquier peregrina construcción teórica? ¿Cuál es el límite de lo que puede ser sometido a crítica? Yerran algunos liberales que opinan que partiendo de una determinada definición de libertad, el problema puede resolverse de manera puramente racional. Definir es convenir, y que todo se base en una convención significa precisamente que todo –absolutamente todo- se puede cuestionar, incluso la libertad. Ahora bien, al contrario de lo que podría creerse, el socavamiento de la autoridad y de las creencias morales no fue iniciado por la izquierda ilustrada. Se trata de un proceso cuyo origen es muy anterior, y probablemente imposible de datar con precisión, aunque podemos observarlo en un estadio muy avanzado en la época de los absolutismos monárquicos. Fue, si se me permite forzar el término, la “derecha” de las cortes absolutas y sus burocracias las que empezaron a minar el orden moral europeo, al hacer depender toda autoridad natural de la coacción de los aparatos estatales. El Estado por su propia naturaleza racionalizadora, y al contrario de lo que vulgarmente se piensa, es un agente revolucionario, que tiende a disolver toda tradición, incluso cuando se presenta como su máximo garante. Porque toda norma, incluso cuando muestra un carácter más reaccionario, puede convertirse en un estorbo para el despotismo, que en esencia consiste en la arbitrariedad, la del poder político no sujeto a ninguna constricción normativa. Dicho de otro modo, y aunque suene paradójico, los peores enemigos de la autoridad y del dogma son el autoritarismo y el dogmatismo, es decir, la asunción por parte del Estado del mero aspecto formal de ambos, por el cual se quieren hacer pasar la más burda coacción y la persecución del libre pensamiento. El Estado vacía de contenido aquello cuya “defensa” asume, porque el Estado en el fondo sólo se defiende a sí mismo, y tiende instintivamente a fagocitar toda fuente autónoma de autoridad. Esta es la razón por la cual en los Estados Unidos, la tendencia conservative ha estado en gran medida libre de esos vicios de origen. Porque si bien por una parte la Revolución americana es una hija de la Ilustración y el racionalismo, por otro no podría comprenderse sin el elemento religioso protestante. La lectura individual de la Biblia promueve una mentalidad de respeto a la autoridad y al dogma como elementos que no emanan del Estado, sino que por el contrario, se convierten en diques de contención de su arrogante intromisión. Volviendo a la vieja Europa donde dominaba el despotismo del trono y el altar, nos encontramos entonces con que la Ilustración y la Revolución, al contrario de lo que enseñan los libros de texto, no constituyeron una ruptura de las profundas tendencias despóticas del Ancien Régime, sino que por el contrario vinieron a completar y consolidar la tarea del absolutismo quizás cuando éste empezaba a mostrar signos de desfallecimiento, por la reacción de la aristocracia. La crítica disolvente de la Ilustración preparó el camino no sólo del Terror jacobino, sino del bolchevique y, no lo olvidemos, del Holocausto nacional-socialista, que pretendía basarse en concepciones revestidas de jerga científico-filosófica que pondrían supuestamente en solfa la moral tradicional judeocristiana. Cuando los valores más sagrados se relativizan, sólo queda el Poder desnudo, que crea su propia norma y la cambia a su antojo, sin enojosas trabas de ningún tipo. La crítica de la Inquisición por supuesto era necesaria, pero erró en su diagnóstico. El problema no era el dogma, sino que el Estado se convirtiera en su garante. De hecho, el siguiente paso para el poder político es sacrificar toda verdad por la cual pueda sentirse obligado. El proceso es conocido. Primero se echan por tierra las más venerables creencias, so capa de la modernización de la administración y la lucha contra la superstición. A continuación, el vacío subsiguiente se llena con las supercherías seudorracionales más rematadamente estúpidas. Los que claman contra los prejuicios de la caverna nos endosan entonces los suyos, y atizan miedos atávicos al capitalismo, al cambio climático o a los alimentos transgénicos que recuerdan poderosamente a las crisis cíclicas de pánico del medievo –o de la caricatura que nos venden como tal. Se calificará tal vez como una excesiva vuelta de tuerca acusar a la izquierda de aquello que ésta recrimina a la derecha, su trogloditismo. Pero plantear como la cuestión política central la lucha entre modernidad y reacción, eso sí me parece desfasado. Ya he dicho al principio cuál es el verdadero problema de la civilización. Si la derecha quiere de una vez por todas tener la iniciativa en su antagonismo con la izquierda, deberá dejar de prestarse a esta ocultación del auténtico debate. ¿Estado limitado o ilimitado? Aquí es donde se decide el destino de Occidente y del mundo. Lo demás son maniobras de distracción de quienes están por la segunda opción, y de algún que otro despistado que encima se las da de liberal.
domingo, 16 de marzo de 2008
Aproximación a la caverna
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