domingo, 8 de septiembre de 2013

Madrid 2092

Sé que a toro pasado es fácil escribir esto, pero el fracaso de Madrid 2020 estaba cantado. A la capital española los Juegos no se los ha robado Tokio, como a primera vista parece. Se los robó Barcelona en 1992. No deja de ser irónico, tras décadas de escuchar el tedioso "Madrid ens roba". Dirán: "Ah, pero Madrid no se presentó entonces". Pues por eso.

Después de la Segunda Guerra Mundial ningún país ha celebrado dos veces los Juegos con un período intermedio inferior a cuarenta años, con la excepción de Estados Unidos, que es también el país que ha sido más veces sede. El Reino Unido tardó justamente eso, cuatro décadas, en volver a organizar las Olimpíadas. Australia, 44 años. Y Japón habrá tardado 56. Por cierto, Francia, si resulta sede en 2024, habrá tardado ¡un siglo! (París 2024 sí que parece cantado, máxime habiéndose celebrado hace poco la Olimpíada en Londres.) Conclusión. Dado que también desde los años cincuenta se ha respetado la rotación de continentes, y que según esto, después de París 2024 se celebrarían fuera de Europa, los madrileños se pueden despedir de los Juegos Olímpicos como mínimo hasta el 2032. Pero yo apuntaría más bien, dado el precedente galo, al 2092.

¿Es esto una tragedia? Yo creo que no. La tragedia es que se produzcan cien mil abortos al año en España. La tragedia es que aquí la preocupación mayor sean los dichosos "recortes" y la "pérdida de derechos sociales", mientras nuestra productividad produce risa y nuestro sistema educativo, lo mismo. (Y que todavía se repitan las mismas necedades -vean, si no, los resultados- de hace más de medio siglo, como que el profesor debería dejar de ser "un mero transmisor de conocimientos" o que hay que conseguir que el aprendizaje sea algo "divertido", y sobre todo, "no memorístico".) La tragedia es que haya quien en lugar de ayudar a enderezar este país, trate de aprovechar la ocasión para romperlo, y que algunos, incluso desde Madrid, los jaleen. "Eso, que se separen estos putos catalanes, así nos dejarán tranquilos." Sobre todo eso, tranquilidad, y a seguir envejeciendo demográficamente, a ver si con suerte podemos pillar una pensión con la que ir tirando. Y como la vida es difícilmente soportable sin ilusiones, pues hombre, unos jueguecitos olímpicos de vez en cuando, que nos distraigan y nos hagan creer que estamos vivos. Pero de momento, como en una novela de Philip K. Dick titulada Ubik, estamos más bien en la semivida.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Maquiavelo en el supermercado

En un foro alguien ha publicado los "Diez trucos que usan los supermercados para engañarte". Voy a darlos por fidedignos, pese a que algunos suenan un tanto conspiranoicos, como eso de que los carritos tienden a desviarse a la izquierda, obligando a que los clientes los manejen con la zurda, y así tengan libre la derecha para alcanzar los productos. La conclusión que se desprende de todos estos trucos es que en nuestros días Maquiavelo se inspiraría no en Fernando el Católico, sino en Juan Roig. O por decirlo con un estremecimiento: ¡los supermercados tratan de presentar sus productos del mejor modo posible, y que la gente que entre en ellos compre cuanto más mejor! Esta es la dura, la terrible verdad.

Los supermercados, en lugar de limitarse a proporcionar unos ridículos cestitos en los que no quepa prácticamente nada, ponen a disposición de los clientes unos pérfidos carros en los que se pueda colocar cómodamente la compra. En lugar de iluminar sus estanterías con una luz mortecina, en la que apenas pueda distinguirse la fecha de caducidad, se empeñan, con premeditación y alevosía, en ofrecer una iluminación generosa, con intenciones evidentes. Y no sólo eso, sino que además, evitan colocar los productos de primera necesidad cerca de la entrada, cuando lo tendrían facilísimo para lograr que nadie pisase por descuido la sección de perfumería. ¡Es que la avaricia por vender toda clase de productos les ciega!

Esto es lo que sucede cuando permitimos que entes impersonales dirijan nuestras vidas. Por supuesto, las personas no obramos así. Si estamos vendiendo nuestro piso, cuando lo visita un posible comprador para nada se nos ocurre centrarnos en las reformas del baño y la cocina, que nos han costado una pasta. No; cualquier ser humano decente le llamará la atención sobre esa ventana que no cierra bien, la baldosa que suena al pisarla, y el vecino que pone la tele a todo volumen. Así de maravillosos somos los seres humanos, que cuando queremos vender algo, sólo ponemos énfasis en los inconvenientes y pasamos de puntillas sobre las ventajas. Pero las grandes superficies, esas entidades siniestras, no actúan en absoluto así. Ya que estamos, sería sumamente útil conocer de dónde proceden. ¿Podrían ser la cabeza de puente de una invasión extraterrestre? Buen tema para un programa de "Cuarto Milenio".

jueves, 29 de agosto de 2013

Coca-Cola y la dignidad humana

Una mujer desnuda bañada en chocolate: nada a lo que la telebasura no nos tenga desgraciadamente acostumbrados. Pese a ello, la campaña promovida por HazteOír para que los anunciantes se retiren del programa que emitió ese espectáculo denigrante ha sido un éxito. Ello ha provocado además una polémica con el presidente de Coca-Cola España, Marcos de Quinto, que se ha negado a retirar su publicidad acusando a HazteOír de intolerante e hipócrita.

HO es tan libre de promover un boicot contra un programa indecente como Coca-Cola es libre de mantener su publicidad en Tele5. Con sus declaraciones, Marcos de Quinto hace gala de una considerable ignorancia de los principios liberales que aparentemente defiende. Posiblemente confunde, como tantos, tolerancia con relativismo, el respeto a la persona con la indiferencia ante cualquier actitud u opinión.

Confieso que no había prestado mucha atención a la campaña, y que ni siquiera firmé en apoyo del boicot, como he hecho en otras ocasiones a petición de HO. En primer lugar, no firmé porque no he visto el programa en cuestión, ni un solo minuto. Creo que uno debe ofrecer su firma en cualquier caso con conocimiento de causa, y yo no estaba dispuesto a tener ese obsceno conocimiento.

En segundo lugar, no me pareció del todo acertada la fórmula de la campaña: acusar al programa de humillar "a la mujer". Creo que bañar en chocolate a una mujer desnuda no es denigrar, humillar o vejar a la mujer, sino a un ser humano. Si ceñimos una correa al cuello de un hombre, y le decimos que ladre, no estamos denigrando "al varón", sino a un ser humano, a una persona. ¿Por qué con una mujer sería distinto? ¿No somos iguales?

Entiendo que, al enfocar la campaña como una defensa de la dignidad de la mujer, se pretendía lograr un apoyo transversal, que no pueda identificarse con una ideología de derechas ni de izquierdas. Pero creo que a la larga esto es un error. Porque ya es hora de que alguien defienda simplemente la decencia, sin necesidad de hacerse perdonar esa defensa con estribillos políticamente correctos. De lo contrario, lo único que conseguimos es que los anunciantes se retiren de una mierda de programa. No está mal, pero yo ambiciono más: que empecemos a quebrar la dictadura de la corrección política, no a asumirla como un paisaje en el que conviene camuflarse.

No ha dejado de ser previsible la respuesta del presidente de Coca-Cola exigiendo a HO que se posicione sobre el aborto y el "matrimonio" gay. Para el ejecutivo, al parecer la dignidad de la mujer incluye, además de poderse embadurnar públicamente de chocolate, el aborto libre, y la equiparación del lesbianismo con la sexualidad procreadora. No comparto ese concepto de "dignidad" (sé que HO tampoco), y por ello mismo, pienso que no deberíamos utilizar el término sin despejar antes cualquier equívoco. Por lo demás, yo no bebo Coca-Cola; como refresco me gusta mucho más la cerveza.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Un mundo sin curvas

Es posible que la responsabilidad del descarrilamiento del tren de Santiago no se limite al maquinista. Ni entro ni salgo en esta cuestión, pues no entiendo nada de trenes, ni me he molestado en aprenderme extrañas siglas de sistemas de seguridad. Con la edad, cada vez estoy más convencido de que, como sostiene Sherlock Holmes en Estudio en escarlata, el saber ocupa lugar, y procuro no llenar mi cabeza de informaciones inútiles para mí, que de todos modos acabaré olvidando o, peor aún, desplazarán de mi memoria conocimientos más valiosos.

Dicho esto, afirmo que pretender extremar las medidas de seguridad en todos los ámbitos concebibles es imposible, al menos en el mundo real de recursos escasos en el que vivimos. Thomas Sowell ha señalado que, a partir de cierto punto, los costes de seguridad provocarían una inhibición del crecimiento económico que arrojaría un balance negativo en término de vidas humanas. Podríamos, sin duda, construir infraestructuras de transporte mucho más seguras. Incluso podríamos, teóricamente, eliminar todas las curvas. Pero esto tendría un coste desorbitado en expropiaciones y túneles kilométricos, lo que inevitablemente supondría detraer los recursos necesarios, como mínimo, para la seguridad de otros sectores. Es imposible elegir sin sacrificar opciones, porque elegir es sacrificar opciones.

Pero es que además, por muy extraordinarias que fueran las medidas de seguridad, la incertidumbre constitutiva del mundo físico no nos permitiría garantizar la imposibilidad de un accidente. La seguridad absoluta no existe, porque somos seres finitos.

Tras la pretensión de alcanzar niveles quiméricos de ausencia de riesgo hay algo más que un desconocimiento de la economía más elemental. Hay una larvada ideología determinista, una concepción opuesta a lo que Karl Popper llamó "universo abierto", en el que suceden cosas inesperadas, para bien y para mal. Creen algunos que el universo es algo clausurado, una maquinaria autosuficiente, de la cual la ciencia se limita a describir sus engranajes. Y estos mismos creen que las personas también somos esencialmente máquinas. Que en el futuro las neurociencias y la biogenética habrán eliminado los últimos atavismos irracionales, y ya nadie correrá al volante (porque la pasión por el riesgo habrá sido extirpada), ni se distraerá mirando una falda demasiado corta (porque se habrá erradicado el machismo) ni se reirá de un chiste ofensivo para el colectivo gay-lésbico-bisexual-transexual-y-otras-hierbas (porque el sentido del humor habrá sido lobotomizado). Y por si la felicidad, pese a todo, no es completa, habrá las máximas facilidades para el suicidio asistido.

[ACTUALIZACIÓN 22-8-13, a las 9:41: Esta reflexión no obsta para que, como digo al principio, en el caso del accidente de Santiago, no podamos señalar responsabilidades que vayan más allá del error humano. Y tras leer la entrada de Elentir, esta impresión sale muy reforzada.]

lunes, 29 de julio de 2013

La magnífica novela de Pío Moa

A pesar de la felicidad que me ha deparado la lectura de novelas, soy reticente ante este género literario, desde hace bastante años. El día tiene 24 horas, y las lecturas pendientes sobre temas filosóficos o con implicaciones filosóficas se me acumulan hasta el punto de que realmente no tengo tiempo para interesarme por peripecias imaginarias. Bien es verdad que los editores, como si estuvieran pensando en personas como yo, gustan mucho de adornar las virtudes de las obras de ficción que publican con alusiones a su carácter de "profunda reflexión sobre la condición humana" y otras fórmulas por el estilo, que permiten abrigar al potencial lector la esperanza de que, por el mismo precio, adquirirá entretenimiento para unos días y además una visión más sabia de la existencia. Esto, en la inmensa mayoría de los casos, es pura mercadotecnia. Las novelas son novelas, y la filosofía es filosofía.

Por supuesto, hago excepciones, y de vez en cuando selecciono meditadamente alguna obra de ficción, que suelo disfrutar hasta el extremo de plantearme mi régimen de lecturas. Es el caso de Sonaron gritos y golpes a la puerta, de Pío Moa. Bien es verdad que, pese a la simpatía ideológica que me inspira el autor, no fui de los primeros en abalanzarse a las librerías para hacerme con su primera novela. Un historiador y ensayista puede ser altamente competente en su especialidad, hasta notable prosista, y perfectamente negado para la narrativa de ficción, para la creación. Son dos cosas totalmente distintas. Incluso he de decir que no me atraía mucho el título elegido por Moa, que sigue sin convencerme. Pero sea como fuere, poco antes de iniciar unas breves vacaciones, descubrí en la librería de un conocido centro comercial la reedición en rústica de Sonaron gritos... Y me lo compré con la deliberada intención de poder ventilarme las ochocientas páginas del volumen en mi período de descanso. Cosa que he llevado a cabo según el plan previsto.

Hay que decir que se trata de una grandísima novela, hábilmente escrita, con personajes con los que uno se encariña hasta el extremo de que experimenta cierta sensación inconfundible de leve nostalgia cuando concluye la lectura, y de algún modo tiene que despedirse de ellos. Creo que esto es lo mejor que se puede decir de una obra de este género, y lo cierto es que desde la niñez, con pocas me ha ocurrido algo semejante. Muchas grandes novelas, en teoría literariamente superiores a esta que reseño, las he concluido con considerable esfuerzo, otras las he abandonado. Pero los personajes de Moa están vivos, uno quiere saber qué les ocurrirá (o qué les ha ocurrido, en los casos en los que se pierde su pista, al menos momentáneamente) incluso en el caso del narrador y protagonista, Alberto Roig, que por razones obvias sabemos que tiene que salir con vida de todas sus aventuras. He dicho aventuras, y no por descuido. Si no pidiéramos nada más a un libro, este desde luego cumpliría con creces: se trata de una magnífica lectura para el verano, una novela fundamentalmente -repito- de aventuras. Sabíamos ya de la buena prosa de Moa; ahora se nos confirma como un excelente narrador.

Un acierto fundamental del libro es su planteamiento. Su concepción como unas memorias, que en el capítulo 1 y el excelente epílogo nos remiten a nuestro presente, nos lo hacen leer no como una pretenciosa novela histórica al uso (muchas de las cuales ni siquiera son válidas desde el punto de vista de esta disciplina) sino como una obra resueltamente de ficción, aunque el contexto no lo sea, y se aluda a acontecimientos y personajes reales. Dicho de otro modo, todo aquel que no sea aficionado a las novelas históricas, puede leer esta perfectamente, porque aunque aquí la historia comparezca en su forma más elevada de meditación sobre el sentido de una época, el autor ha antepuesto el interés narrativo a cualquier pedantería, que por lo demás él no necesita, porque para eso está su obra de carácter científico.

Aunque toda la novela se lee con verdadero goce, en mi opinión lo mejor de ella es la segunda parte, dedicada a las vivencias del protagonista en Rusia, alistado en la División Azul. Se trata de un relato clásico de aventuras bélicas, con mucho realismo y con una evocación del paisaje muy bien conseguida, lo que por otra parte es uno de los ingredientes más sabrosos de este tipo de literatura. (No vean lo que he disfrutado, mientras me acariciaba la brisa vespertina de la playa, siguiendo a Alberto, a Paco, a Contreras y a Crates por los bosques nevados de Rusia.)

Por si fuera poco, el autor ha logrado algo que no todos los relatos similares saben hacer, a pesar de que es esencial: los diálogos filosóficos de los protagonistas son, en contra de lo que se pudiera pensar, otro ingrediente absolutamente clave de cualquier relato de aventuras. Lo que realmente hace que una peripecia cualquiera sea una aventura, es que los personajes nos lo hagan sentir como tal, y a tal efecto, que reflexionen al hilo de lo que les pasa. A veces, en algunas obras, esto resta verosimilitud a la acción, pero su carencia la convierte en algo romo, como esas películas de Hollywood que, aunque a veces partan de un buen guión, acaban degenerando en la mera descripción alimenticia de una persecución trufada de tiros, explosiones y destrozos varios. Moa ha logrado, creo yo, una de las cosas más difíciles: hacernos pensar y entretenernos. Y desde luego, con un buen "guión".

Por supuesto, no voy a revelar el final de la novela, pero sí diré que, casi desde el principio, lo barrunté, aunque no en los detalles, claro. Tras la magistral segunda parte de los episodios en Rusia, hay algún momento en que la tercera y última parte, sin perder interés, parece correr el riesgo de convertirse en una especie de epílogo desmesuradamente largo, quizás por el contraste entre la épica de los combates en Rusia y las escaramuzas de espionaje menos sensacionales en el Madrid neutral durante la Segunda Guerra Mundial (atmósfera que por otra parte no carece de atractivo "romántico"). Pero pronto cobra la narración un nuevo impulso, resuelto en el no totalmente inesperado (al menos para mí) desenlace, el cual permite redondear una novela que seguramente volveré a leer, cosa que con muy pocas de esta extensión he hecho.

Hay un tema que resulta de considerable interés, más allá de las valoraciones literarias. Y es si podemos considerar al protagonista, Alberto (que utiliza también los nombres falsos de Gregorio y de Félix), como un alter ego ideológico del autor, de Pío Moa. Desde luego, no lo parece biográfico, dado que Moa militó en su juventud en la extrema izquierda, y el narrador desde la adolescencia sostiene un lúcido anticomunismo. Pero sí lo parece bastante en sus ideas: La misma valoración de la historia, de la guerra civil, la revolución, del franquismo, la posguerra, el papel internacional que debería tener España, la misma simpatía hacia la cultura católica, desde una posición sin embargo agnóstica y no exenta de crítica hacia los errores políticos del clero. Todo esto son temas que dan para hablar largo y tendido, lo que dejo para otra ocasión.

Por último, no puedo evitar expresar un temor, y es que la saludable incorrección política de esta novela dificulte su difusión. Aunque suene a tópico, en este caso el carácter totalmente a contracorriente de toda la obra de Moa es patente, y si en otros casos se alaba lo que suelen ser topicazos y vulgaridades infumables como supuestamente "transgresores", aquí no hay duda de que el autor va en serio en su independencia de criterio. Y esto no le será perdonado. Necesitamos muchos Píos Moa, no para estar necesariamente de acuerdo con todas sus opiniones (aunque yo no disimulo que lo estoy en grado muy alto) sino para restablecer de una puñetera vez la dignidad del pensamiento en estos tiempos de cobardía y molicie, contra los cuales Sonaron gritos y golpes a la puerta es un vibrante y bello alegato. Leedlo sin prejuicios; sólo podrá haceros bien, penséis como penséis.

jueves, 25 de julio de 2013

La explicación del misterio del universo

Antonio Ruiz de Elvira es el físico de guardia de El Mundo. Un tío que lo mismo te explica lo que va a subir el nivel del mar de aquí al 2050 por culpa del cambio climático, que atribuye el descarrilamiento del tren de Galicia a un "error de diseño". Claro, como no le consultaron a él para el trazado de la vía... Me sorprende que no le pregunten también acerca del origen del universo, de dónde venimos y a dónde vamos. Supongo que respondería algo así como lo siguiente:

"Muy fácil, las leyes de la física cuántica son claras al respecto. Estaba la nada un día tan tranquila, cuando le dio un pasmo, y ya tenemos aquí la singularidad inicial. De ahí al Big Bang, fue todo uno. Luego vino la síntesis de los elementos en las estrellas y así surgió el carbono, lo que permitió el origen de la vida y la aparición de los primeros afiliados al PSOE y al PP. Luego se fundirá la Antártida por culpa del CO2 humano, pero tranquilos, enseguida el sol engullirá la tierra y no habrá problemas por el exceso de humedad. Para entonces la humanidad habrá creado un supercomputador gigante, con los recuerdos de los grandes hombres, como Einstein o Ruiz de Elvira, y se iniciará una nueva era, donde no habrá entropía ni desigualdades sociales ni guerras, sino un plácido aburrimiento que concluirá en una muerte digna autoinducida y de nuevo en la nada absoluta."

Hay tíos que son unos imbéciles acabados, por muy temprano que se levanten, y muchos títulos que decoren las paredes de su despacho. Y no señalo a nadie.

Las 4 Reglas Sagradas de la Playa

De estricta observancia para todo aquel que se quiera salvar:

1) La hora: Jamás irás a la playa antes de las 5 de la tarde. Esta regla, la más fundamental de todas, variará naturalmente según la latitud y estación. (Aquí está referida a los meses de julio y agosto, en el noreste peninsular.) Lo esencial es que, salvo que uno quiera jugar a la ruleta rusa con el cáncer de piel y además sea un masoquista contumaz, tomar el sol es una práctica que sólo puede entenderse como un síntoma de la decadencia occidental.

2) El lugar: Evitarás playas masificadas. Tener al vecino a unos cuatro o cinco metros es el mínimo soportable en un entorno civilizado. Esta regla no es difícil de cumplir en las horas permitidas por la Primera Regla y en playas de localidades costeras no excesivamente turísticas, que los guiris sólo visitan para ver algún monumento o museo, los días con nubosidad.

3) El equipo: Obligatorias la sombrilla y la silla plegable con respaldo. Tumbarse sobre una toalla es otra costumbre social que sólo puede interpretarse como una de las señales del Apocalipsis. Un individuo nativo del viejo Mediterráneo, además de huir del sol estival como de la peste (ya lo disfruta la mayor parte del año), acude a la playa con su siestecita de media horita ya hecha. No busca el embotamiento de los sentidos, sino por el contrario, alcanzar un delicado equilibrio entre la sensualidad de la brisa marina y el goce intelectual de sus reflexiones o lecturas inspiradas en el rumor eterno de las olas. El equipo se completará con algo de prensa o -mucho mejor- algún buen libro, en edición rústica, para que no pese demasiado. Una nevera bien provista de cervezas roza ya la excelencia, aunque tampoco conviene ir cargado como una mula en el trayecto de ida y vuelta al coche o apartamento.

4) El baño: Debe desterrarse por completo, y de una vez por todas, la práctica del crol fuera del deporte profesional. Este tipo de movimientos espasmódicos, consistentes en batir el agua aparatosamente aunque sólo sea para desplazarse cinco o seis miserables metros, forma parte de los estragos causados por la pedagogía imperante en los cursillos de natación infantiles, donde tienen a los críos aburridos durante horas dando patadas al agua, cuando podrían estar aprendiendo a nadar, simplemente. Para hablar con toda franqueza: en el 99,99 % de los casos, y aunque resulte duro decirlo, estos niños no van a ser futuros Phelps. El crol para aficionados no es más que la enésima concesión al nefasto mito del Buen Salvaje, dado que fue copiado en Europa de diversos pueblos aborígenes de América y Oceanía, que seguramente lo emplearían sólo para alcanzar antes el territorio de la tribu vecina y mearse en sus tótems sagrados, antes de salir por piernas, esquivando flechas y vehementes menciones a sus antepasados.

Obedeciendo fielmente estas reglas, no sé si usted evitará la condenación eterna, pero sí al menos el infierno de las playas atestadas a las horas de pleno sol. Y puede que hasta conozca momentos de una rara felicidad.

martes, 23 de julio de 2013

Sueño de una entrevista de verano

Anoche, zapeando ante el televisor. En TV3 aparece Josep Carreras, entrevistado por Albert Om (sí, el mismo que le reía las gracias a Rubianes cuando se cagaba en la p... España). Están hablando de la leucemia que le diagnosticaron en 1987 (¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!) y otras cosas, en lugares y estancias distintos, plácidamente; suben a un barco de recreo en un lago suizo, comen en casa con sus hijos, recuerdan cuando estos eran pequeños, las largas ausencias del padre por sus compromisos profesionales... Ignoro si el programa es una repetición, cosa probable en estas fechas. Pronto (no en vano estamos en TV3) la entrevista se desliza hacia el tema nacionalista. Om la conduce con habilidad, intentando que no parezca que le pone las palabras en la boca a Carreras, con dudoso éxito, aunque el gran tenor se deja querer. El entrevistador señala la imagen de catalán que siempre ha proyectado Carreras en todo el mundo, a lo que este asiente halagado, aunque señala que no tiene nada en contra de su pasaporte español. Es un punto de inflexión. Om se la juega -claro, con la red del programa grabado- y le pregunta a bocajarro: "Ets independentista?" Carreras queda por unos segundos indeciso, como si el carácter directo, casi a traición, de la pregunta le hubiera sorprendido. Finalmente, se envalentona: "Sí, sóc sobiranista". Y añade que no tiene por qué esconderlo. (¡Como si en estos días quienes se escondieran en Cataluña fueran precisamente los separatistas!) El entrevistador se ha apuntado un tanto, otro más, sin duda, de su programa de entrevistas a personalidades.

El sueño me empieza a vencer. Quizás me he dormido un minuto. Ahora el entrevistado es otro (se confirma que están reponiendo viejos programas), un personaje que me suena mucho, pero que no consigo identificar. ¿Un escritor? No me importa demasiado. De nuevo, el entrevistador conduce hábilmente la charla. Llega el momento en que hay que definirse. "¿Eres independentista?" Y aquí la cosa empieza a ponerse interesante: "No, és clar que no." Om mira a su entrevistado con gesto serio, con el ceño fruncido, esperando una explicación, como si hubiera pronunciado alguna grosería; qué sé yo, como si hubiera dicho que le preocupa más la corrupción política que las emisiones de CO2 a la atmósfera. Y se explica, en efecto.
-Es que yo creo que España es una gran nación, de casi dos mil años, y sencillamente me sabría mal (em sabria greu) que se disgregara. No veo que los catalanes ganáramos nada con ello, ni por supuesto los españoles en su conjunto.
-Entonces, ¿no crees que Cataluña sea una nación?
-Bueno, creo que está desde hace tiempo en proceso de serlo. Pero es que esa no me parece la cuestión. Incluso aunque admitiéramos que Cataluña fuera una nación (y desde luego, tiene algunos rasgos nacionales), no entiendo por qué eso implica tener un estado propio. Esto es una superstición política. Creo que uno puede sentirse perfectamente catalán, o perfectamente vasco o gallego, y no por ello querer separarse de España, o no sentirse también español. ¿Cuál es el problema?
-Quizás sea porque el estado español no te deja ser plenamente catalán -apunta Om con tono sarcástico, como si hubiera dicho que quizás las noches son oscuras porque no hay sol.
-Esta es otra cosa que yo pongo en cuestión, que me parece otra superstición, como lo de las balanzas fiscales. Podemos jugar con los números todo lo que queramos, podemos sentirnos ofendidos porque en algunos edificios ondean banderas españolas o hay rótulos en castellano. También hay gente que se empeña en ofenderse ante un crucifijo en un espacio público. Quien quiera sentirse víctima de una opresión, lo tiene siempre muy fácil. Basta imaginar una sociedad pura, donde no haya ningún elemento que me desagrade, donde pueda reconocerme en cada detalle, para que cualquier cosa, por ridícula que sea, pero que me aleje de esa imagen, me resulte odiosa y casi insoportable. Creo que deberíamos estar ya más que escarmentados de esos sueños de pureza.
-Tú debes ver mucho esos programas de Madrid en que comparan a los catalanes con los nazis... -el tono de Om es ya francamente ofensivo.
-Pues sí, a veces los veo, aunque últimamente, en que sólo se habla de Bárcenas, las tertulias políticas me aburren. Pero la gente olvida que los nazis, antes de lanzarse al exterminio de los judíos, fueron un partido político cuyas técnicas de propaganda no eran esencialmente distintas de las que utilizan ciertos partidos y gobiernos en las democracias actuales. Crear la imagen de un enemigo, erigido en único obstáculo para el paraíso terrenal de los arios o los catalanes...
-Ho sento, però això no t'ho puc tolerar! L'entrevista s'ha acabat. -Om, visiblemente alterado, se levanta del sofá y se dirige a la cámara, haciendo el gesto imperativo de cortar con unas tijeras. En este momento, siento que alguien me está sacudiendo el brazo. Es mi mujer:
-Te has dormido; venga, vámonos a la cama ya. -No puedo menos que aceptar su sensata propuesta.

domingo, 14 de julio de 2013

Carga de profundidad contra el cientifismo ateo

En una rápida inspección por una librería española cualquiera, nos la encontraremos bien provista de obras de Richard Dawkins (El espejismo de Dios), Christopher Hitchens (Dios no existe, Dios no es bueno), Daniel Dennett y otros autores defensores del ateísmo, además de los clásicos, tan reeditados como sobrevalorados, de Bertrand Russell (Por qué no soy cristiano) o éxitos editoriales como Mentiras fundamentales de la Iglesia católica, donde el periodista tarraconense Pepe Rodríguez nos ofrece un refrito de la literatura escéptica sobre el Nuevo Testamento (la otra no existe, al parecer) para demostrarnos que Jesús fue un simple profeta que no se consideró a sí mismo Hijo de Dios, ni quiso fundar la Iglesia, ni siquiera una nueva religión. Cosa que han sostenido los críticos del cristianismo y de la Iglesia desde siempre, empleando los argumentos de moda en cada época. Para Renan, la aparición de Jesús a San Pablo fue una insolación; Charles Guignebert, en El cristianismo antiguo, habla de alucinaciones colectivas y otras especulaciones más propias de la verborrea seudocientífica del final de Psicosis, de Hitchcock -verdadero destrozo de la película- que de cualquier manual actualizado de psiquiatría; por no hablar del manoseado recurso a los mitos paganos y orientales, que lo mismo sirven para un roto que para un descosido, para "explicar" la virginidad de María que la Resurrección.

Por el contrario, las obras de Richard Swinburne (La existencia de Dios), John Polkinghorne (Science and Creation: The Search of UnderstandingBelief in God in an Age of Science) o Francisco J. Soler Gil (Dios y las cosmologías modernas), además de los clásicos de G. K. Chesterton (Por qué soy católico) o C. S. Lewis (Mero cristianismo), entre otros agudos apologistas del teísmo y del cristianismo, suelen brillar por su ausencia (cuando están siquiera traducidas), o se hallan en las estanterías durante escasas semanas después de alguna reedición, como es el caso de Ortodoxia, de Chesterton, aparecida recientemente en una nueva traducción de la editorial Acantilado.

Por qué se produce este desequilibrio, sería un tema de harto interés, en el que ahora no tengo tiempo para entrar. Pero no hay duda de que existe, y que las principales bazas del ateísmo consisten en haber difundido con extraordinario éxito ciertas ideas fundamentales, entre las cuales destacan las siguientes:

1) El teísmo es una idea irracional y primitiva, que la ciencia moderna ha desacreditado definitivamente.

2) El teísmo es un instrumento de opresión de tiranos, castas sacerdotales o de la clase dominante (el "opio del pueblo" de Marx).

3) El teísmo es una mera ilusión que viene a realizar "los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad". (Freud, El porvenir de una ilusión.)

La tercera afirmación, paradójicamente, está siendo rebatida por su propio éxito. La popularidad actual del agnosticismo y el ateísmo (al menos en Occidente) confirma que se puede vivir sin ideas claras acerca del sentido de la vida, de la supervivencia de nuestra identidad personal tras la muerte o de la existencia de Dios. Mucha gente se encuentra aparentemente a gusto con el ateísmo o el indiferentismo. Se diría que, por alguna razón, esos supuestos deseos ancestrales de la humanidad han dejado de surtir efecto en una parte de la población. Y por ello mismo cabe cuestionarse que las creencias religiosas puedan explicarse sin más por la mera operación de un mecanismo psicológico. En la medida en que un solo contraejemplo pueda falsar una hipótesis, puede servir mi experiencia personal (he sido agnóstico durante la mayor parte de mi vida, antes de retornar a la fe católica), que tiene más que ver con un sentimiento de maravilla y, sobre todo, de gratitud, que de irreprimibles ansias de inmortalidad o de justicia cósmica.

La segunda afirmación ha sido refutada por la historia de la manera más cruel. Pues si la religión ha podido ser un instrumento al servicio de los poderosos, no es menos cierto que las ideologías ateas o irreligiosas han servido no sólo para oprimir a millones de seres humanos, sino para exterminarlos, en una escala acaso desconocida antes del siglo XX. Si el poder utiliza ideológicamente lo que tiene más a mano en cada época y lugar, difícilmente puede constituir el criterio para discriminar entre creencias verdaderas y falsas.

Nos resta considerar la primera afirmación, posiblemente la de mayor éxito mediático e intelectual. Podríamos descomponerla en dos. Por un lado, la idea ahistórica de que el teísmo es una concepción primitiva, y por otra, aunque relacionada con ella, la concepción según la cual la ciencia moderna ha rebatido la existencia de Dios.

La idea de un único Dios, creador del universo, es cualitativamente distinta de la que manejaron muchas culturas antiguas, que postulan en sus mitologías la existencia de un caos original. Incluso se ha discutido que esa idea esté ya perfectamente fijada en el libro del Génesis. Lo que es innegable es que, de manera sistemática, no fue formulada hasta principios de nuestra era por los primeros pensadores cristianos, como Agustín de Hipona. Esta sistematización se produjo tras más de cinco siglos de filosofía griega, durante los que se había llegado a sostener gran variedad de concepciones del mundo, incluyendo el materialismo atomista y el más radical escepticismo. La doctrina de la creación se estableció, pues, en una etapa de plena madurez de la historia del pensamiento. No es una elaboración de pueblos cazadores ágrafos, que acostumbran a imaginar entidades animistas relacionadas con lugares, animales o fenómenos meteorológicos, sino de las élites intelectuales de culturas avanzadas como la hebrea, la griega y la romana, con elevada capacidad de abstracción.

Pero las ciencias empíricas, se nos dirá por fin, con indisimulada impaciencia, han demostrado que o bien Dios no existe, o que es una hipótesis innecesaria. A la difusión de esta idea contribuyen divulgadores de la ciencia y hasta científicos de primera línea, como Stephen H. Hawking. Sin embargo, se trata de una tesis sencillamente falsa. Los resultados de la física, la biología o la neurología en absoluto proporcionan algún tipo de base nueva para el viejo materialismo ateo. Incluso podemos afirmar lo contrario, que han aportado (sobre todo desde el campo de la cosmología) argumentos inéditos en favor de la doctrina de la creación (teorías del "ajuste fino"). Lo decisivo es que, en cualquier caso, no es lícito ni intelectualmente honrado confundir las conclusiones científicas con sus interpretaciones. Tal aserto elemental, pero constantemente olvidado, es desarrollado con deslumbradora solvencia por el profesor de la Universidad de Bremen, Francisco José Soler Gil, en un libro recién publicado, Mitología materialista de la ciencia, un manual imprescindible para todo aquel que quiera contrarrestar con rigor las banalidades periodísticas que se han apoderado de la cuestión desde hace ya demasiado tiempo, y encima escrito por un autor español, lo que viene a compensar en algún grado el hispánico desequilibrio bibliográfico del que hablaba al principio.

El volumen de Soler Gil es una impagable obra de caridad para todos aquellos que acostumbramos a clasificarnos "de letras", al ponernos al día sobre los debates más sofisticados en el terreno de la teoría de la evolución, de las neurociencias, la física cuántica y la cosmología, con pasmosa habilidad pedagógica. Particularmente interesante es su dictamen sobre las teorías conocidas como del "diseño inteligente". Para el autor, el gran error de estas teorías es que de manera implícita presuponen que la teoría de la evolución es incompatible con el teísmo, cosa por completo equivocada. De paso, todos aquellos que pretenden mezclarnos a los teístas católicos con ciertas ramas integristas del protestantismo de la América profunda, quedan tajantemente desautorizados.

Más allá del carácter informativo del libro (que por sí solo hace de su lectura una fecunda experiencia), lo que cabe destacar ante todo en el pensamiento de Soler Gil es su concepción del teísmo, o doctrina de la creación, como una teoría indisolublemente ligada al racionalismo. En esto, creo detectar el provechoso influjo de Ratzinger, quien en su Introducción al cristianismo, capítulo 4, define la materia como un ser "que no se autocomprende". En cambio, lo esencial de la teología cristiana, que se halla ya en el proemio del Evangelio de Juan, opta por el polo de la autocomprensión. Dice Ratzinger, en el lugar citado:

"La fe cristiana es ante todo una opción por el primado del Logos y en contra de la pura materia. Cuando decimos 'creo que Dios existe', afirmamos también que el Logos, es decir, la idea, la libertad y el amor no están al final [como un producto azaroso de la evolución], sino también al principio (...) Es decir, la fe es una opción que afirma que el pensamiento y el sentido no sólo son un derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto del pensamiento, es más, en su estructura más íntima es pensamiento."

Pues bien, si alguien, apresuradamente, pudiera llegar a la conclusión de que estas palabras del anterior papa constituyen alguna especie de retórica vacua, la lectura del libro de Soler Gil sería un eficaz antídoto contra tal impresión. El autor arranca del hecho fenomenológico primario, nuestra experiencia de lo mental y lo material. Y es desde este hecho insoslayable que se plantea la cuestión sobre la realidad primera, el fundamento de todo: "es en este punto -señala Soler- donde se produce la bifurcación entre materialismo y teísmo." (p. 19). Presentada así la cuestión en toda su radicalidad, Mitología materialista de la ciencia nos muestra con riguroso análisis los argumentos de la primera opción que pretenden estar respaldados por la ciencia, dejando al desnudo toda su debilidad interna. Si el lector no es creyente, pero sigue creyendo en la razón, quizá debería leer este libro para empezar a preguntarse: "¿Y si, después de todo...?"

sábado, 15 de junio de 2013

La eterna inoportunidad

Cuando alguien sostiene que ahora "no es oportuno" tratar determinado tema político (o "abrir este melón", según el verbo a base de muletillas de gran parte de lo que pasa por periodismo), nos está aportando indicios sobrados de su escasa entidad intelectual.

¿Cuándo será oportuno enfrentarse a los problemas cerrados en falso? La respuesta es evidente: nunca. Van pasando los años, y nunca es el momento de afrontar el fracaso político y económico del Estado autonómico-providencialista. La expresión despótica de Jordi Pujol, "això ara no toca", ha cobrado categoría de principio político supremo.

El líder de los socialistas catalanes plantea acabar con los privilegios de las comunidades forales: Navarra y País Vasco. Algunos argumentos a favor de la medida incurren en la habitual inanidad progresista: esos regímenes son una "antigualla", dicen. Ya, y la democracia es otra antigualla de 2.500 años. Pero los que se oponen a tal revisión no son mejores: ahora no es el momento oportuno, proclaman con aire de experimentados.

Si algo evidencian las dos comunidades forales es que el problema no es este o aquel sistema, sino la falta de lealtad institucional. A nadie le ha preocupado hasta ahora el régimen foral de Navarra, donde no se ha cuestionado nunca su pertenencia a España.

Lo mismo sucede con el tamaño insostenible del Estado, entendiendo por tal todas las administraciones. ¿Qué es lo que determina si el actual Estado de bienestar puede sostenerse? En contra de lo que podría pensarse, no es fundamentalmente un problema económico, sino moral. Una sociedad con una alta tasa de natalidad y una elevada moral de trabajo, puede permitirse un Estado de un gran peso relativo; aunque lo más probable es que opte por no hacerlo.

En cambio, una sociedad como la nuestra, ha optado por lo imposible: Que las pensiones las costeen los trabajadores activos (en lugar de lo lógico, que es el ahorro personal e intransferible), trabajadores que cada vez son menos, tanto por razones culturales (muchos prefieren quedarse en casa [eso sí, enviando currículos, para hacer como que buscan empleo] con un subsidio mísero antes que cobrar un sueldo, aunque sea algo mayor) como demográficas (sencillamente, no están naciendo los futuros trabajadores que deberían pagar las pensiones de los mayores).

Según explica Fernando del Pino Calvo-Sotelo en un artículo de imprescindible lectura (El fraude del Estado de Bienestar), la baja natalidad es un daño colateral del Estado del Bienestar. Sostengo que más bien es al revés. Desde luego, las instituciones tienen un efecto pedagógico (o antipedagógico) notable. Basta legalizar el aborto o el matrimonio entre gays para que el porcentaje de la opinión pública que ve estas cosas como aceptables, se dispare. Y basta que los políticos se dediquen a sobornar sistemáticamente a la población para que la mentalidad Estado-dependiente se convierta en pandémica. Pero evidentemente, esto no exime a los individuos de su responsabilidad moral. Quien se deja sobornar es tan culpable como quien soborna, si no más.

Nunca es inoportuno el examen moral. Al igual que no hay un mal día para dejar de fumar, no debería haber un mal día para tomar con nuestras manos las riendas del destino. Sin duda, esto implica reformas institucionales, pero no debemos perder de vista que la verdadera reforma debe empezar por nosotros mismos. Está bien tirar todos los ceniceros de la casa para empezar, pero lo decisivo es nuestra voluntad de dejar de fumar. Cuando los ciudadanos quieran dejar de ser dependientes del Estado, lo serán. Y es más fácil que lo quieran si se les explica bien cuál es la alternativa: el suicidio demográfico y nacional.

jueves, 13 de junio de 2013

Gilipollas integral

Los tiranos son patéticamente repetitivos. Vistos Calígula o Nerón, vistos todos. Que Kim Jong-il se gastara una fortuna en coñac, que tuviera un ejército de esclavas y que estuviera obsesionado con prolongar su lamentable existencia, resulta más bien tedioso. Más llamativa es la fuente que ha dado a conocer estos detalles, haciéndose llamar Fujimoto: pocos ejemplos de estulticia tan superlativa me vienen a la memoria.

El artículo de El Mundo nos relata que este hombre emigró de Japón a Corea del Norte, abandonando mujer e hijos, "en busca de un futuro mejor". Esto ya nos indica que el sujeto no debía regir muy bien.

Esta impresión nos la confirma que, tras identificarse como el cocinero personal del dictador, e incluso aparecer fotografiado junto a su sucesor, Kim Jong-un, prefiera no dar su verdadero nombre. Supongo que será para que no bauticen con él a un personaje de una nueva serie de chistes, como los de Jaimito o de Lepe.

Ahora bien, lo definitivo, lo que ya no permite abrigar ninguna duda, es que el tal Fujimoto viajara para obtener el coñac del dictador a Francia (a dónde si no) y para proveerse de jamón a... Dinamarca. Lo que decía: gilipollas integral.

martes, 4 de junio de 2013

Cuándo empezamos a existir

Obligada lectura del artículo de Daniel Rodríguez Herrera publicado ayer, que desmonta con sus habituales claridad expositiva y economía de palabras el argumento abortista de "si no te gusta, no abortes".

Sólo le pondría un pero. Hacia el final, haciendo gala de su honradez intelectual, DRH reconoce que le resulta cuesta arriba "llamar persona a un conjunto de células que carece siquiera de sistema nervioso y, por tanto, de sensibilidad, y no digamos ya conciencia de sí mismo". Y se apoya en Tomás de Aquino para abrir la puerta a una legislación que permitiera el aborto en las fases más tempranas del embrión, cuando no tiene aún un tejido nervioso diferenciado. (No lo dice tan explícitamente, pero creo que se puede deducir.)

Opino que se puede responder de manera muy sencilla a estas dudas legítimas. Seguramente DRH admitiría que la clave del asunto no es tanto el sistema nervioso como la sensibilidad y autoconciencia, lo que para abreviar llamaré simplemente conciencia. Pues la mayoría de animales tienen sistema nervioso, y no por eso creemos (muchos) que tengan los mismos derechos que los seres humanos. Al menos, yo no estoy por hacerme vegetariano.

Ahora bien, una persona anestesiada en la sala de operaciones carece por completo de conciencia. No reacciona a pinchazos, ni a cortes ni a nada. Se encuentra en un profundo estado de inconsciencia. Y no por ello diremos que en ese momento no es una persona.

Lo mismo podemos decir del embrión de unos pocos días o semanas. Su estado de inconsciencia es total, pero sabemos que, de manera absolutamente autónoma (todo lo autónomo que puede ser cualquier otro ser vivo, que requiere ciertas condiciones de temperatura, presión, presencia de oxígeno, etc,) irá adquiriendo sensibilidad en poco tiempo. Santo Tomás no sabía, ni podía saber, en qué momento una célula adquiere la capacidad de diferenciarse en los distintos tejidos que componen el cuerpo humano. No sabía nada del cigoto.

Todos hemos sido un cigoto. Por el contrario, no hemos sido nunca un espermatozoide. El viejo chiste que pretende infundir ánimos en un deprimido, diciéndole que fue ganador de una carrera entre millones, no es más que eso, un chiste. Si pasáramos hacia atrás la película de nuestra vida, el final nos conduciría a la formación del cigoto a partir del óvulo fecundado. Ese es el Big Bang, el instante cero de nuestro "universo" individual. Antes, desde el punto de vista de una persona concreta, sólo hay la nada.

Lo que tiene en común la vida humana con una película es el factor tiempo. No podemos separarlo de la persona. Somos un ser con una dimensión temporal. No somos un mero objeto físico, una mera organización plurimolecular, sino que tenemos una historia, y todos los momentos de esa historia nos pertenecen por igual, tanto cuando estamos dormidos como despiertos.

Obviamente, para los que somos creyentes, sería osado sostener que Dios introduce el alma en el cuerpo del hombre en uno u otro momento. Eso no lo sabemos. Pero mucho más osado sería decir que no puede hacerlo en el cigoto, en un embrión de una hora, de un minuto. Los cosmólogos levantan teorías asombrosas sobre lo que ocurrió en las millonésimas de segundo posteriores a la Gran Explosión. La existencia de un ser humano puede perfectamente iniciarse en un momento determinado por Dios con una precisión similar. Como en todo caso no lo sabemos, hemos de suponer que esta unidad de tiempo es infinitesimalmente pequeña. Ante la duda, lo primero es la vida humana.

sábado, 1 de junio de 2013

Defender lo defendible

Ciertas personas opinan que la moral católica es retrógrada, represiva y hasta retorcida, y seguramente podríamos añadir más palabras que empiecen por re. Sin embargo, si analizamos algunos de sus preceptos más polémicos, no es difícil mostrar el lado patológico de esta opinión. Por ejemplo, en el caso del aborto, ¿realmente es algo tan represivo y re-lo-que-quieran tratar de preservar la vida de un ser humano en el vientre de su madre? ¿Tan represivo es desear que nazcan bebés, cuantos más mejor? Bien, la gente educada en la propaganda y la política neomalthusianas (a las que la ONU dedica ingentes cantidades de dinero), quizás perciba esto como un desastre, pero en absoluto podemos decir que esta forma de ver las cosas sea algo natural, que surge sin la operación de prejuicios ideológicos muy determinados.

Los abortistas reconocen en parte este hecho cuando aseguran que ninguna mujer aborta por gusto, sino que se trata de una decisión muy difícil. Pero son inconsecuentes cuando en lugar de prometer apoyo moral y material a las mujeres para que puedan ser madres, se limitan a ofrecer facilidades para abortar. No basta con acusar a otros de hipócritas cuando prometen defender la maternidad, si no se tiene la intención de promoverlo uno mismo. Lo que, por otro lado, es muy típico del socialprogresismo: en lugar de desarrollar políticas que disminuyan la pobreza, favoreciendo la economía productiva, son partidarios de subsidios y prestaciones sociales que se limitan a hacer más llevadera esa pobreza, al tiempo que la convierten en crónica. La izquierda ofrece raudales de "sensibilidad", pero los así agraciados seguramente preferirían acciones efectivas, y no sólo que se acordaran de ellos en los mítines y las soflamas.

Lo mismo podríamos decir de otros preceptos católicos, como la indisolubilidad del matrimonio. Sin duda existen personas que consideran el matrimonio como una especie de cárcel, pero no parece que haya nada intrínsecamente horrible en contemplar esos matrimonios de ancianos, rodeados de hijos y nietos, que se han mantenido unidos durante toda su vida, superando con éxito las crisis por las que pasa cualquier pareja. Si alguien opina que el actual panorama de familias desperdigadas, con los niños cambiando de domicilio constantemente, es un modelo mejor, debería hacérselo mirar. Y eso por no hablar de la peor consecuencia de la desestructuración familiar, que es el aumento del maltrato doméstico, falazmente atribuido a un machismo atávico. Pero de nuevo, el progresismo, incluso cuando a regañadientes reconoce esto, seguirá defendiendo que una "sociedad avanzada" es la que proporciona todo tipo de facilidades a que se disuelvan las familias, no a lo contrario.

¿Por qué el progresismo dedica tanto esfuerzo a defender modelos de conducta que difícilmente se pueden considerar mejores? La razón que esgrimen es que nadie puede imponer a nadie una forma de vida por el mero motivo de que la considere superior, pues nadie está en posesión de la verdad absoluta. Una forma más elaborada de esta argumentación la encontramos en J. S. Mill, considerado, con razón, uno de los grandes pensadores del liberalismo. Sin embargo, cada vez veo más en Mill uno de los precursores más cualificados del socialprogresismo. Y ello debido, no a sus conclusiones, sino a los argumentos en los que las apoyó. Intentaré explicarme.

Mill, en su ensayo On Liberty, defiende la libertad individual basándose en sus concepciones empiristas, según las cuales, no es posible alcanzar la verdad absoluta, sino sólo verdades parciales fundadas en la experiencia. De ahí deduce, inspirándose en Humboldt, que cuanta más libertad individual exista, más variedad y riqueza de situaciones se producirán, lo que permite que haya "tantos centros independientes de mejoramiento, como individuos". (Sobre la libertad, Alianza Editorial, 1986, pág. 144.)

Mill no defiende la libertad por sí misma, sino porque cree que es una fuerza de mejoramiento, de progreso. Por ello opone la libertad al "imperio de la costumbre" (página citada), y pone como ejemplo el inmovilismo de Oriente, aunque al mismo tiempo admite que quien allí ha pensado en resistir el "argumento de la costumbre" sólo ha podido ser "algún tirano intoxicado por el poder" .

Creo que estos razonamientos son erróneos. No es el progreso la razón por la que debemos defender la libertad, y no es la costumbre su principal enemigo. Progresar puede ser bueno o malo, según a dónde nos dirijamos. Y también la costumbre puede ser buena o mala. La libertad es necesaria porque sin ella, nuestras decisiones carecen de valor moral. Pero la libertad por sí sola no garantiza que sean moralmente buenas. Podemos decidir tanto respetar la costumbre como desobedecerla; en algunos casos esta decisión será buena y en otros mala. Pensar que como mayor variabilidad de formas de vivir haya, mejor iremos, es una presunción absurdamente optimista. Los experimentos no siempre son buenos, probarlo todo no siempre es lo más prudente.

El método del ensayo y el error es conveniente en determinados ámbitos. La economía de mercado en esencia se basa en él. No se producen los productos y servicios que un departamento burocrático determina, sino que los agentes individuales ofertan aquellos productos que creen que serán demandados, al precio que creen que se los pagarán. La suma de errores y aciertos puede producir un aumento de la riqueza general, o bien su disminución, pero la experiencia demuestra que a largo plazo, la economía de mercado tiende a crecer acumulativamente, guiada por la famosa "mano invisible" de Adam Smith. Hoy se vive en los países desarrollados, y en la mayoría de los no tan desarrollados, quizás peor que hace cinco o seis años; pero indudablemente mejor que hace veinte, mucho mejor que hace cincuenta e inimaginablemente mejor que hace cien.

Ahora bien, no siempre el método del ensayo y el error es aconsejable. Esto es evidente, y no voy a alargarme con ejemplos, a cualquiera se le ocurrirán muchos. Digámoslo de otra manera: el método del ensayo y el error es un método para conocer la verdad, no el método. La libertad no nos conduce a la verdad, necesariamente. Al contrario, sólo si conociéramos la verdad, estaríamos siempre en condiciones de actuar, como suele decirse, con pleno conocimiento de causa, es decir, con plena libertad. El héroe de la película de acción que duda entre cortar el cable rojo o el azul, a fin de evitar que explote una bomba atómica que destruya Nueva York, mientras la cuenta atrás se acerca inexorablemente a cero, es libre -condenadamente libre- de elegir entre el rojo y el azul, pero no es libre para lo que verdaderamente importa, salvar la ciudad, a menos que sepa a ciencia cierta qué puñetero cable debe cortar para evitar la catástrofe.

Los razonamientos de Mill generalmente le conducen a conclusiones correctas, por las que es justamente alabado, aunque su punto de partida sea erróneo. Esta paradoja es más habitual de lo que se suele pensar. Pero el inconveniente de un punto de partida equivocado es que además permite extraer conclusiones erróneas, que tarde o temprano acabarán chocando con aquellas que resultaron accidentalmente ciertas. El error de Mill es su empirismo radical, es decir, la concepción de que toda verdad procede de la experiencia. Y eso le lleva a convertir el experimentalismo (que él llama libertad) en principio supremo.

Por qué creo que el empirismo radical o positivismo es un error, lo desarrollaré otro día. Aquí sólo planteo el siguiente tema de reflexión. Una cosa es cómo conocemos la verdad y otra si la conocemos o no. Pudiera ser que ya la conociéramos, aunque no supiéramos cómo, o desdeñáramos el medio por el cual nos ha llegado. Ocupados en la noble búsqueda de la verdad, pudiera ser que la tuviéramos más cerca de lo que pensamos, y que trágicamente no supiéramos reconocerla. Pudiera ser que la vida humana desde la concepción, que la familia natural y que en definitiva nazcan niños que llenen los parques infantiles y las escuelas con su griterío y su alegría, en lugar de la Europa-asilo de ancianos hacia la que tendemos, fueran cosas absolutamente defendibles -y que en un profundo sentido, fueran verdaderas. Quién sabe.

viernes, 31 de mayo de 2013

Aborto y verdad

Consideremos estas afirmaciones:

1) Los embriones y los fetos humanos tienen derecho a vivir como cualquier otro ser humano.

2) Los embriones y los fetos humanos de edad < n semanas no tienen derecho a vivir.

3) No sabemos si los embriones o fetos de edad < n semanas tienen derecho a vivir o no.

Las consecuencias de las dos primeras afirmaciones son claras. De la primera se deduce que el aborto provocado es como llamamos al homicidio o al asesinato cuando la víctima es un ser humano nonato. De la segunda, por el contrario, se deduce que un aborto es tan legítimo como una operación de cirugía estética.

Gran parte del debate entre los provida y los abortistas consiste en discutir acerca de si es cierta la primera o la segunda afirmación. Pero no existen argumentos definitivos que permitan zanjar la cuestión de una vez por todas. Al tratar de fundamentar una posición u otra, nos encontramos en última instancia con dos concepciones metafísicas. Una de tipo trascendente, que considera que la vida no puede reducirse a procesos bioquímicos, y otra de tipo materialista, que sostiene justo lo contrario. Ambas (el materialismo también) son una forma de fe, pues son indemostrables.

El problema del materialismo (aunque ello no sea una prueba de su falsedad) es que no sólo permite justificar el aborto, sino también el asesinato y hasta el genocidio, aunque pocos materialistas están dispuestos a extraer esas conclusiones extremas de sus principios, afortunadamente. Si la vida no es más que un proceso físico-químico, no se comprende por qué estaríamos obligados a preservarlo, siendo los instintos de conservación o sociabilidad meras subrutinas de dicho proceso.

Esto parece que nos conduce al agnosticismo de la tercera afirmación: que en realidad no sabemos si un embrión humano es un ser dotado de dignidad personal o no. Esta conclusión es precipitada, pues reduce el concepto "saber" a aquello que se puede verificar o falsar. Y esta misma idea del conocimiento es inverificable. El positivismo descansa en argumentos que no superan el análisis positivista. En el fondo, es también una fe.

Algunos abortistas que terminan por reconocer que la posición materialista es tan indemostrable como la contraria se refugian en el agnosticismo porque creen poder deducir de él que no hay motivos para prohibir el aborto. ¡De nuevo se equivocan gravemente! Pues ante la duda, lo más prudente podría ser la "presunción de humanidad", es decir, suponer, "salvo que se demuestre lo contrario", que un embrión o un feto de cualquier edad es un ser humano. Pero incluso aunque no se acepte la "presunción de humanidad", no vemos por qué hay que deducir la legalización del aborto partiendo de consideraciones agnósticas. El argumento de que, ante el desacuerdo, cada cual debería ser libre de decidir, es particularmente torpe. Porque precisamente el desacuerdo se da entre quienes piensan que esa decisión es lícita y quienes piensan que no lo es. Quienes defendieron la abolición de la esclavitud estaban en contra de que nadie poseyera esclavos. Que cada cual decidiera libremente si quería o no poseerlos, no era una posición "liberal" o "neutral", sino exactamente lo que defendían los esclavistas.

En realidad, la cosa es más sencilla de lo que pueden hacer pensar los párrafos precedentes. Entre considerar que un embrión es un ser humano y considerar que no lo es, no hay término medio. Se es humano o no se es. Las leyes de supuestos o de plazos pueden parecer soluciones de compromiso, pero no lo son, porque ninguna circunstancia justifica la muerte deliberada de un ser humano inocente (1), salvo que no lo consideremos un ser humano o (para los partidarios de la pena de muerte) que no lo consideremos inocente.

De ello se deducen dos cosmovisiones incompatibles, porque sólo una puede ser cierta. Toda sociedad debe elegir entre la una y la otra. Es imposible contentar a las dos partes. Una forma pacífica de elegir se llama democracia. Consiste en que cada cual pueda defender libremente su posición para conformar las leyes a su gusto, si obtiene el respaldo de la mayoría. Otra forma es la guerra civil. Personalmente, prefiero la primera; pero en ambos casos, el resultado es que una cosmovisión se impone sobre la otra, temporalmente o para siempre, sea o no sea la verdad.

Si es verdad que la verdad no existe, tampoco esto será verdad; luego la verdad existirá. Y si es mentira, es que la verdad existe. Por tanto, toda sociedad, como todo individuo, vive en la verdad o en la mentira. La neutralidad no existe, por mucho que algunos se hagan la ilusión de no tener que elegir. Y una forma muy capciosa de esta ilusión es fingir que lo importante es elegir en sí, no lo que elegimos.
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(1) La única excepción es que tengamos una certeza razonable de que esta vida entre en conflicto directo con la vida de otra persona inocente. Puesto que ambas tienen el mismo valor, es lícito elegir; por ejemplo, para salvar la vida de la madre. Por lo demás, esta situación posiblemente es mucho más rara de lo que sugieren ciertas noticias, presentadas de manera tendenciosa. Otra cosa es que una ley que redujera de facto, drásticamente, el aborto en términos absolutos, aunque lo despenalizara en ciertos supuestos (como la violación), sería muy preferible a las leyes actuales vigentes en gran parte del mundo. Pero nos resulta preferible esto porque partimos de que los embriones son seres humanos, y evidentemente es peor la muerte de millares que la muerte de decenas.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Programa de 10 puntos

Para su discusión, presento a continuación un programa político liberal-conservador de diez propuestas que me parecen imprescindibles, lo suficientemente concretas y al mismo tiempo nada utópicas. De todas ellas pueden encontrarse ejemplos en otros países. No he pretendido que fueran precisamente diez; inicialmente pensé en nueve, tres por cada sección (política, economía, sociedad). Tampoco me quiero extender tratando de razonarlas una por una. Creo que su finalidad global es bastante evidente, y encaja dentro de los cinco objetivos reformistas enumerados por José María Aznar en su reciente entrevista en Antena 3: un Estado viable y eficaz, un correcto funcionamiento del estado de derecho, favorecer la economía productiva, encarar de una vez el problema demográfico (posiblemente el mayor que tenemos) y recuperar la posición internacional de España.  

Propuestas políticas:

1) Devolver las competencias de Sanidad y Educación al estado central.

2) Renegociar la relación de España con la UE.

3) Eliminar la influencia de los partidos políticos en el poder judicial.

Propuestas económicas:

4) Reducir el número de funcionarios y empresas estatales.

5) Eliminar subvenciones a partidos, sindicatos y patronales.

6) Reducir los impuestos.

7) Libertad de contratación para empleados y empresarios.

Propuestas sociales:

8) Derogación de cualquier ley que permita, de derecho o de facto, el aborto libre.

9) Derogación del matrimonio entre personas del mismo sexo.

10) Apoyo fiscal y en prestaciones sociales a familias con hijos.

domingo, 26 de mayo de 2013

El mensajero y el mensaje



Según Epicteto, el problema fundamental de los seres humanos no es nunca lo que nos pasa, sino lo que pensamos que nos pasa. Hay quien, al serle diagnosticada una enfermedad incurable, se hunde y barrunta el suicidio. Y hay quien decide luchar para conseguir que los médicos se equivoquen, o como mínimo darle un sentido a los últimos días que le quedan.

Lo mismo que decimos de los individuos, podría decirse de los países. Hace pocos días, José María Aznar fue entrevistado en Antena 3. El pretexto inmediato de la entrevista era preguntarle al expresidente por las insinuaciones vertidas por algunos medios, según los cuales se habría beneficiado de sobresueldos ilícitos, en su etapa como gobernante y dirigente del Partido Popular. Aznar respondió cargando sin contemplaciones contra el grupo PRISA, al que acusó de quererle destruir desde hace años. No lo llamó, como había hecho tras los atentados del 11-M, "poder fáctico fácilmente reconocible", sino que incluso se remontó más atrás y se refirió (bien que sin entrar en detalles) a los intentos de que no fuera elegido como presidente del gobierno tras su victoria electoral de 1996. (Imprescindible el libro clásico de Jesús Cacho, publicado en diciembre de 1999, El negocio de la libertad.)

Aznar no habló sólo del pasado, sino del presente. Y bosquejó las cinco "cuestiones esenciales" que debería abordar el proyecto político que necesita España en la actual crisis política, económica e institucional:

1) Un Estado viable, eficaz y sostenible.

2) Reformar unas instituciones que garanticen un funcionamiento correcto del Estado de derecho.

3) Reformar nuestra economía incluyendo una reforma fiscal que reduzca los impuestos y que promueva las clases medias y los aparatos productivos del país.

4) Hacer un pacto social que sea una respuesta a la realidad nueva del país en términos de pensiones, demografía, sanidad, etc.

5) Recuperar la situación internacional de España.

Aznar resumió lo anterior como "más España, una España más fuerte y unos ciudadanos más libres". Se podría objetar que se trata de objetivos excesivamente vagos. También se le podría reprochar al expresidente que cuando gobernó hizo concesiones al nacionalismo catalán que contrastan con su actual contundencia verbal, o que no llevó a cabo las reformas que ahora necesita España urgentemente, cuando llegó a disponer de mayoría absoluta. Pero la opinión publicada ni siquiera ha entrado al trapo de estas propuestas. El líder del PSOE se ha limitado a decir que le "espantan" las palabras de Aznar, sin entrar en más detalles. Lo que ha animado los espacios de opinión ha sido la grave cuestión de si el expresidente ha sido leal o desleal con Mariano Rajoy, o si ha dejado entreabierta la puerta a su regreso a la política. De sus propuestas apenas se ha discutido, ni mucho menos se ha intentado desarrollarlas.

Y a esto me refería. El problema de España no es lo que le sucede, sino lo que los españoles pensamos que sucede. O más bien lo que no pensamos. No hay un debate público serio y profundo sobre la verdadera naturaleza de la crisis, ni sobre los auténticos remedios. Y esto es precisamente la crisis, o parte de ella: Que algunos discutan sobre si los expresidentes deberían opinar o callarse y en cambio no se hayan dado cuenta todavía de que el viejo modelo social y político ya no da más de sí. Todo lo contrario: se resisten con denuedo a que se reformulen los llamados "derechos sociales" y a cualquier "retroceso" (como lo denominan) en el Estado autonómico. "La derecha está aprovechando la crisis para desmantelar el Estado del bienestar", aseguran. Ni remotamente se plantean que tal vez lo que está en crisis es el propio Estado del bienestar, junto con el modelo político de la Transición. Malgastan el tiempo hablando sobre el mensajero  y no sobre el mensaje. Miran el dedo que señala la luna, en lugar de la luna. No han entendido nada; por eso ellos mismos forman parte de la crisis.

jueves, 23 de mayo de 2013

Francisco y el capitalismo salvaje

El papa Francisco ha hablado del "capitalismo salvaje". Los socialistas de todos los partidos se felicitarán de ello, por mucho que la doctrina social de la Iglesia deje bien claro que no reniega ni de la propiedad privada ni de la libre iniciativa. ¿Por qué entonces hace el papa este gesto tan innecesario como fácil de malinterpretar, tomando prestada una expresión del machacón progresismo dominante?

Según el director del digital InfoCatólica, Luis Fernando Pérez Bustamante, "la doctrina social de la Iglesia no es una loa al liberalismo capitalista económico reinante". Seguramente que no, pero aquí me chirría un adjetivo: "reinante". El capitalismo reina aproximadamente tanto como reina el estatalismo. Es importante que cuando diagnostiquemos los males de nuestras sociedades, sepamos diferenciar cuáles proceden del Estado y cuáles del mercado. Y efectivamente, no creo que esto sea tarea de la Iglesia, sino de las ciencias empíricas. La Iglesia puede condenar la gula, pero no es de su competencia recomendar una dieta baja en grasas o en carbohidratos, como no lo es recomendar una u otra política económica.

Luis Fernando cita un pasaje del Nuevo Testamento (Carta de Santiago, 5-1-6) que habla severamente de los ricos que han "defraudado" el jornal de sus obreros. Desde luego, nadie duda que defraudar, como robar, estafar, cometer desfalcos, etc, es un pecado, además de un delito. Pero ¿es consustancial al capitalismo o más bien a la naturaleza humana? Marx, con su teoría de la plusvalía, opinaba lo primero. La Iglesia, dudo mucho que se apunte a semejante tesis. Y si lo hiciera, se metería en terreno de las ciencias sociales, como si no tuviera suficiente con sus pasados desencuentros (tan innecesarios como explotados por sus enemigos) con las ciencias naturales.

El problema del capitalismo, desde un punto de vista cristiano, no es que produzca pobreza, sino justo lo contrario, que crea riqueza. Y ello es algo que legítimamente nos debe preocupar a los cristianos, pues ya advirtió Jesucristo de lo difícil que es que los ricos entren en el Reino de los Cielos. Hay razones serias para pensar que el bienestar material de que disfrutan las clases medias y altas está detrás, al menos en parte, del proceso de descristianización que padece Occidente, al infundir en muchos individuos una falsa sensación de autosuficiencia que los aleja de Dios, y multiplicar las tentaciones. Ahora bien, las alternativas históricas al capitalismo, además de que (ellas sí) generan pobreza, tampoco se han caracterizado por acercar al hombre más a Dios, sino más bien exactamente lo contrario.

El mensaje cristiano se dirige en esencia a los individuos. Pensar que existe un modelo de sociedad tan bien organizada que en ella sería más fácil amar al prójimo, o incluso innecesario, es algo completamente ajeno al cristianismo. La responsabilidad individual no se puede externalizar en el "sistema". ¿Por qué entonces -pregunto de nuevo- la Iglesia, y en especial los papas, caen tan fácilmente en este equívoco?

Quizás sea porque se quiera contrarrestar la vieja acusación (tan insidiosa como todas las medias verdades) de connivencia de la jerarquía católica con los poderosos. Pero la reacción no puede ser más desafortunada. Haga los gestos que haga, la Iglesia jamás aplacará a sus enemigos, que sólo aplaudirían si el papa desmantelara el Vaticano, convirtiera los templos cristianos en locales sociales para los gays, lesbianas y transexuales y afirmara que no hace falta creer en Dios, si no se quiere. Así que no vale la pena hacer concesiones (siquiera sea terminológicas) a una opinión públicada que todo lo mide por la escala de valores "progresistas". La Iglesia, por el contrario, debe dejar bien claro que esa no es su escala, que su verdad tiene dos mil años y no vale desnaturalizarla adoptando expresiones cargadas de ideologías. Esto es lo que yo siento como católico que quiero que la Iglesia siga siendo lo que ha sido siempre, una referencia inamovible en medio de las opiniones cambiantes.

miércoles, 22 de mayo de 2013

La izquierda esnob

Según Manuel Vicent, la derecha española, "ante un cuadro de Picasso o de Miró sigue pensando que eso lo pinta mejor su niño de cinco años". Esta observación, cuya objetividad no entraré a discutir, nos sugiere por contraste un rasgo psicológico característico de lo que suele llamarse progresismo. Incluso aunque no definamos al progresista como persona culta y entendida en arte contemporáneo, habrá que convenir que aquella expresión tan popular ("mi niño de cinco años lo haría mejor") no nos encaja con su perfil. El progresista es un adorador de la Cultura, que se detendrá estudiadamente sus dos o tres buenos minutos ante el lienzo indescifrable, y hasta le dedicará algún reverente comentario, del tipo: "hay que ver qué cromatismo" o "cómo trabaja las texturas".

Esto puede extenderse a otros ámbitos, además del estético. Como cualquier hijo de vecino, el progresista preferirá tener un hijo al que le gusten las chicas o una hija que sienta atracción por los chicos; no que sean homosexuales: pero ni borracho lo admitirá, si es un progre comme il faut. Nos jurará que eso no le importaría lo más mínimo, "mientras sean felices"; que la cuestión es que cada cual elija su propia "opción", etc.

El progresista se deshará en elogios de la escuela pública, pero en cuanto pueda permitírselo, matriculará a esos hijos en un colegio privado, o incluso los enviará a Estados Unidos, al tiempo que profiere pestes del "imperialismo" y el "capitalismo salvaje", donde la gente se desangra ante la puerta del hospital si carece de seguro médico.

Condenará el progresista sin paliativos la liberalización del mercado de trabajo, pero si es empresario despedirá sin problemas a los empleados que no le resulten productivos. (Hay muchos empresarios de izquierdas, por si alguno -¿en qué mundo vive?- no se había enterado.)

Defenderá la inmigración y el "mestizaje", como le gusta llamar a las oleadas de extranjeros (muchos de los cuales vienen atraídos por los subsidios del estado del bienestar), pero casualmente vivirá, en muchos casos, en una urbanización de clase media-alta donde no se verán nunca en la calle grupos de señoras magrebíes empujando cochecitos de bebés y cubiertas de tela de la cabeza a los pies -ya sea en pleno mes de julio.

El progresista consciente se lee los editoriales de El País para saber qué hay que opinar preceptivamente, como algunos leen los programas de mano de los conciertos de música contemporánea ("concierto de silbato y aullidos para orquesta") para saber cuándo hay que aplaudir. Si toca cerrar los ojos ante el terrorismo de estado y llamar "sindicato del crimen" a los medios que informan de él, pues se cierran y se les llama. Si más tarde toca negociar con ETA y pronunciar la palabra Paz poniendo los ojos en blanco, pues se negocia, se la pronuncia y se ojiblanquea. Y todo con el mismo arrobamiento que aparentemente les produce la contemplación de un cuadro de Tàpies. Claro que lo peor es cuando te lo explican, y te hablan de "cromatismo" o de "mestizaje".

sábado, 18 de mayo de 2013

Jugar con la vida humana

Cada vez que salta la noticia de un éxito científico que nos acerca más a la clonación de seres humanos plenamente desarrollados, se repite la misma estrategia desde determinados sectores periodísticos e intelectuales. Por un lado, se ponen por delante los supuestos fines terapéuticos, sugiriendo un futuro prometedor en el que se curará una gran variedad de enfermedades y se salvarán numerosas vidas, gracias a las células madres embrionarias. Por otro lado, se niega que las investigaciones en cuestión conduzcan hacia la clonación humana viable, debido a los obstáculos tanto técnicos como legales que habría que superar.

El objetivo es presentar bajo un aspecto impopular y ridículo a quienes formulen escrúpulos éticos contra los avances científicos que juegan a manipular la naturaleza humana, al menos mientras la opinión pública no esté lo suficientemente "preparada" para aceptar todas sus implicaciones y los cambios legislativos que se requieran. ¿Qué clase de fanáticos religiosos podrían oponerse a que se salven vidas humanas? ¿Quién puede ser tan ignorante como para pretender que estamos cerca de crear un "hitlerito", como en la película Los niños del Brasil?

Estas preguntas retóricas se basan en el engañoso concepto de clonación humana terapéutica, por contraposición a la clonación reproductiva. En realidad, lo único que diferencia la una de la otra es que en la primera se clona un embrión (a fin de cuentas, un ser humano) que es destruido a los pocos días para obtener sus células madres, mientras que en la segunda, se implanta ese embrión en un útero y se le permite desarrollarse. Esto se ha logrado hace tiempo en mamíferos (desde la famosa oveja Dolly) y, si se permite progresar en esta línea de investigación, se logrará en seres humanos, tarde o temprano.

Por supuesto, la mayoría de la gente ve por el momento con inquietud la "producción" de seres humanos. Cualquier persona cuyas intuiciones morales no estén oscurecidas por consideraciones ideológicas (meros eslóganes aprendidos, generalmente) desaprobará que unos seres humanos decidan las características genéticas de otros. También son muchos quienes no pueden dejar de experimentar recelos ante la posibilidad de una forma de reproducción humana asexual, en la cual no se requiere el concurso de los gametos masculinos.

Sin embargo, no son menos quienes se dejan seducir por el chantaje emocional de las promesas terapéuticas. Esta actitud obedece fundamentalmente a la ignorancia y a que la propaganda en favor del aborto ya ha hecho gran parte del trabajo sucio ideológico. Así como se justifica la negociación con terroristas en nombre de la "paz", quienes piden carta blanca para producir y destruir embriones humanos sugieren que se trata del único camino para el avance de la ciencia. Pero esto es falso. Al igual que en la lucha contra el terrorismo la acción policial se ha revelado como la más efectiva, en la lucha contra la enfermedad, los resultados más tangibles y abundantes no provienen de los experimentos con embriones humanos, sino de las líneas de investigación que trabajan con células madre adultas, las germinales, las procedentes de cordones umbilicales y la clonación de animales transgénicos.

Por supuesto, quien aprueba el aborto, incluso de seres humanos en edad fetal, no verá problema en cargarse un embrión de menos de una semana, el blastocisto que algunos definen con brutal ligereza como "una especie de pelota de células". Pero esta pelota tiene la asombrosa capacidad de convertirse por sí sola, en el entorno uterino, en un bebé. (También los humanos adultos necesitamos un entorno adecuado para vivir.) Sus células no constituyen una masa amorfa, sino que se hallan perfectamente organizadas y coordinadas no sólo para duplicarse, sino para diferenciarse formando todos los tejidos que constituyen a un feto, un niño, un adulto. Como señalan Mónica López y Salvador Antuñano, también "el embrión, el niño de un año o de ocho, el joven de 20 y el anciano de 90 años son cúmulos de células; unos de más y otros de menos células, pero todos ellos pertenecen a la especie humana." (La clonación humana, Ariel, Barcelona, 2002, pág. 26.)

Los experimentos con embriones humanos son una aberración moral. Y los resultados obtenidos por científicos de Oregón, saludados con indisimulado entusiasmo por gran parte de los medios, no son más que eso: experimentos que se pretenden justificar con especulativas aplicaciones médicas en un futuro impreciso. Una vez la opinión pública haya sido "trabajada" suficientemente (recuerden lo que se llegó a decir de Bush por restringir el uso de fondos públicos para investigar con células madre embrionarias), no duden que el siguiente paso será vendernos la clonación reproductiva. Y también se emplearán "argumentos" emocionales, presentando, por ejemplo, casos dramáticos de padres desquiciados por el dolor (y mal aconsejados) que querrán "resucitar" a un hijo muerto, clonándolo a partir de una de sus células.

Si la vida es un don sagrado, no podemos jugar con ella, y mucho menos destruirla. Pero si no lo es, todo está permitido. Algunos lo han comprendido demasiado bien, pero se cuidarán de manifestar tanta franqueza ante una opinión pública a la que van conquistando paso a paso, de manera gradual pero constante.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Equidistancia injusta

Nadia Eweida, la cristiana copta que hace siete años fue despedida de British Airways por llevar un pequeño crucifijo colgado del cuello, ha sido premiada por la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada, por su contribución a la libertad religiosa.

El veterano periodista Antoni Coll, en su columna diaria del Diari de Tarragona, se hace eco de esta noticia y, rememorando el papel de aquella fundación en la resistencia contra el comunismo, concluye su escrito con esta frase: "También el capitalismo necesita ejemplos de resistencia."

¿Fue el sistema capitalista la causa de que algún estúpido directivo de una empresa despidiera a una trabajadora por llevar un crucifijo? Me pregunto también si el capitalismo es la causa de las leyes a favor del aborto y del matrimonio gay. ¿Son los manifestantes provida resistentes contra el capitalismo?

El Tribunal de Estrasburgo obligó a British Airways, a principios de año, a indemnizar a Nadia. No es que las instituciones europeas se caractericen por su esmerada protección del legado cristiano de Europa, pero ¿se imaginan a un tribunal soviético fallando a favor de una empleada, despedida por razones ideológicas?

En nombre del marxismo fueron asesinados y perseguidos muchos miles de cristianos en el siglo XX. El próximo 13 de octubre, medio millar de ellos serán beatificados en Tarragona. Sospecho que quienes criticarán esta ceremonia, así como aquellos que se oponen a la presencia de simbología cristiana en el espacio público, en gran parte son también simpatizantes del socialismo, sea en su variante socialdemócrata o en otras más extremistas.

Puede que el bienestar sea una de las causas del proceso de descristianización de Occidente. Jesús dijo que antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico entrará en el cielo. Y no hay duda de que en el capitalismo la gente es mucho más rica que en cualquier otro modelo social. Pero esto es, en cualquier caso, algo muy distinto de perseguir a las personas por sus creencias.

Si algo como lo que ocurrió en España en 1936 se llegara a repetir en Occidente, no sería debido a la economía de mercado, sino a la acción de gobiernos u organizaciones que no tienen nada que ver con el mercado libre, cuando no son abiertamente hostiles a él. Poner al capitalismo al mismo nivel del comunismo no sólo es hacerle un inmerecido favor al segundo: es una forma de espectacular ceguera para reconocer a los auténticos enemigos.