De estricta observancia para todo aquel que se quiera salvar:
1) La hora: Jamás irás a la playa antes de las 5 de la tarde. Esta regla, la más fundamental de todas, variará naturalmente según la latitud y estación. (Aquí está referida a los meses de julio y agosto, en el noreste peninsular.) Lo esencial es que, salvo que uno quiera jugar a la ruleta rusa con el cáncer de piel y además sea un masoquista contumaz, tomar el sol es una práctica que sólo puede entenderse como un síntoma de la decadencia occidental.
2) El lugar: Evitarás playas masificadas. Tener al vecino a unos cuatro o cinco metros es el mínimo soportable en un entorno civilizado. Esta regla no es difícil de cumplir en las horas permitidas por la Primera Regla y en playas de localidades costeras no excesivamente turísticas, que los guiris sólo visitan para ver algún monumento o museo, los días con nubosidad.
3) El equipo: Obligatorias la sombrilla y la silla plegable con respaldo. Tumbarse sobre una toalla es otra costumbre social que sólo puede interpretarse como una de las señales del Apocalipsis. Un individuo nativo del viejo Mediterráneo, además de huir del sol estival como de la peste (ya lo disfruta la mayor parte del año), acude a la playa con su siestecita de media horita ya hecha. No busca el embotamiento de los sentidos, sino por el contrario, alcanzar un delicado equilibrio entre la sensualidad de la brisa marina y el goce intelectual de sus reflexiones o lecturas inspiradas en el rumor eterno de las olas. El equipo se completará con algo de prensa o -mucho mejor- algún buen libro, en edición rústica, para que no pese demasiado. Una nevera bien provista de cervezas roza ya la excelencia, aunque tampoco conviene ir cargado como una mula en el trayecto de ida y vuelta al coche o apartamento.
4) El baño: Debe desterrarse por completo, y de una vez por todas, la práctica del crol fuera del deporte profesional. Este tipo de movimientos espasmódicos, consistentes en batir el agua aparatosamente aunque sólo sea para desplazarse cinco o seis miserables metros, forma parte de los estragos causados por la pedagogía imperante en los cursillos de natación infantiles, donde tienen a los críos aburridos durante horas dando patadas al agua, cuando podrían estar aprendiendo a nadar, simplemente. Para hablar con toda franqueza: en el 99,99 % de los casos, y aunque resulte duro decirlo, estos niños no van a ser futuros Phelps. El crol para aficionados no es más que la enésima concesión al nefasto mito del Buen Salvaje, dado que fue copiado en Europa de diversos pueblos aborígenes de América y Oceanía, que seguramente lo emplearían sólo para alcanzar antes el territorio de la tribu vecina y mearse en sus tótems sagrados, antes de salir por piernas, esquivando flechas y vehementes menciones a sus antepasados.
Obedeciendo fielmente estas reglas, no sé si usted evitará la condenación eterna, pero sí al menos el infierno de las playas atestadas a las horas de pleno sol. Y puede que hasta conozca momentos de una rara felicidad.