El poder político, por su propia naturaleza, siempre trata de crecer. Incluso un gobernante bienintencionado se sentirá a menudo contrariado por los obstáculos legales que dificultan sus reformas, y exprimirá su ingenio para encontrar la manera de sortearlos, creyendo de este modo favorecer el bien común. El problema es que todo incremento de poder, en el mejor de los casos, tarde o temprano es heredado por un dirigente que encontrará maneras mucho menos escrupulosas de usarlo. Todavía hoy los estudiosos siguen preguntándose cómo un pueblo tan civilizado como el alemán pudo caer en el nazismo. En su clásico Camino de Servidumbre, Friedrich A. Hayek defendió la tesis de que Hitler no destruyó la democracia de un día para otro, sino que el proceso de estatalización, experimentado por Alemania desde hacia décadas, había preparado el terreno para el advenimiento de una tiranía atroz. Hayek encabezó su libro con una cita de Hume: “Es raro que la libertad, del tipo que sea, se pierda súbitamente.”
El liberalismo clásico, tal como lo entendía el pensador austríaco, se basa en la desconfianza, hija de la observación, hacia toda concentración excesiva de poder político. No es por tanto una ideología entre otras, como el socialismo, el fascismo o el islamismo, que aspiran a conquistar el aparato estatal para implantar un determinado modelo de sociedad, sino que por el contrario defiende un gobierno limitado y lo que se sigue de ello, la búsqueda individual de la felicidad. A diferencia de las ideologías, el mejor argumento a favor del liberalismo no es de tipo teórico, sino práctico: Las sociedades más prósperas de la historia son las que se han inspirado en sus principios.
Sin embargo, como decíamos, el poder y sus servidores nunca descansan, y como no pueden argumentar frontalmente contra la libertad, se centran en desprestigiar determinadas instituciones que la hacen posible, como por ejemplo la propiedad privada, la independencia del poder judicial y determinadas tradiciones. Para ello, la estrategia habitual consiste en oponerlas a otros principios, ya sea la igualdad o la democracia, lo que permite ganarse a la parte menos documentada de la opinión pública y, sobre todo, tachar a quienes intentan desenmascarar estos procedimientos de antidemócratas y sometidos a intereses particulares, como si los gobiernos por definición fueran siempre desinteresados.
El indicio más preocupante de una operación de calado para desnaturalizar el Estado de Derecho y minar las libertades es que los teóricos se pongan a buscar justificaciones para ello, generalmente limitándose a remozar viejos argumentos. Ha ocurrido siempre antes, que a los déspotas les han preparado el terreno pensadores y juristas, no necesariamente inocentes. En el caso del gobierno de Zapatero, es bien conocida la influencia del irlandés Philip Pettit, a quien me he referido recientemente. Se trata de un pensador muy poco original que se limita a invertir la tesis de autores como Spencer o Hayek, para los cuales el concepto de libertad empleado por el "progresismo" es una desviación o adulteración del principio liberal clásico. Pettit dice que es al revés, son los liberales quienes elaboraron el concepto de "libertad negativa", por expresarlo en los términos de Isaiah Berlin, restringiendo el alcance de la idea original. La posición de Pettit, como adivinarán, conduce a revalorizar el papel del Estado como justiciero y emancipador frente a los otros poderes, el económico, el patriarcal, etc.
Otro ideólogo a tener en cuenta es el profesor de sociología Ignacio Sánchez-Cuenca. Personaje muy sectario de la órbita socialista (véase aquí como botón de muestra), partidario del "proceso de paz" con ETA y articulista habitual de El País, donde acaba de publicar un artículo defendiendo la legalización de Batasuna. Sánchez-Cuenca es autor de un ensayo cuyo título no puede ser más elocuente: Más democracia, menos liberalismo. En él argumenta que este régimen político no se puede reducir a la definición popperiana (un método que sirve para cambiar de gobierno sin violencia), y basándose en los conceptos de igualdad y autogobierno, definidos ad hoc, critica las limitaciones constitucionales al principio de mayoría, que según él revelan una desconfianza sospechosa hacia el principio democrático. Aunque el autor intenta distinguirse de concepciones populistas, el último capítulo, titulado “Los jueces contra el pueblo”, seguramente complacería a Hugo Chávez.
En las doscientas páginas del libro, Sánchez-Cuenca ni siquiera se plantea el problema fundamental del liberalismo, al que tanto menciona, que gira en torno a los límites de la acción del gobierno. No es de extrañar, entonces, que no pueda encontrar justificación alguna para aquellas reglas institucionales que “atan las manos de los gobiernos”, salvo oscuros intereses económicos.
Lo irónico del asunto es que quien tanto alaba la democracia realiza también una crítica de la democracia directa, frente a la representativa, pues considera que el autogobierno debe restringirse esencialmente a la elección entre distintas ideologías. Por un lado defiende los referéndums de autodeterminación nacional, pero por otro, ni siquiera trata de las consultas al pueblo sobre temas concretos, tan habituales en países como los Estados Unidos o Suiza. La razón es obvia: Cuando la democracia se convierte en un medio de control del gobierno, deja de parecerle tan atractiva; él sólo la aprecia cuando sirve para obligar a los individuos a amoldarse a proyectos ideológicos omnicomprensivos, es decir, cuando la libertad individual no tienen nada que ganar, y sí mucho que perder. Dejemos que el pueblo elija un gobierno que le suba los impuestos (así luego no podrá quejarse), pero no se nos ocurra preguntarle si está a favor de la cadena perpetua, que eso sólo pueden decidirlo sus sabios representantes.
Cuando los políticos atacan el liberalismo o sus plasmaciones institucionales, no nos encuentran desprevenidos, pues, como le dice el escorpión a la rana en la conocida fábula, "es mi naturaleza". Pero cuando algunos intelectuales (demasiados, por desgracia) dedican sus esfuerzos académicos a tareas tan serviles, tenemos razones para ponernos doblemente en guardia. Todo poder, incluso el más bárbaro, se basa en el triunfo de determinada mentalidad. Y a su vez, toda mentalidad, por muy simples que parezcan los clichés con que se manifiesta en el hombre de la calle, es una simplificación, una filtración de teorías abstractas, cuyos autores ese hombre de la calle ni siquiera sospecha que existan. Para juzgar cualquier elucubración, por muy académica que parezca, es aconsejable realizar el ejercicio de preguntarnos: ¿Sirve o favorece al poder? No falla, siguiendo este hilo, verán luego que todas las piezas encajan.
viernes, 14 de enero de 2011
Ofensiva contra el liberalismo
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