"La democracia no tiene que pedir perdón por ser un régimen esencialmente relativista", ha dicho la abogacía del Estado (Ver texto aquí, página 19).
El relativismo es la concepción filosófica según la cual no existe una verdad absoluta en el terreno moral. Las normas éticas, en consecuencia, varían según las épocas y la geografía. Lo que a nosotros puede parecernos un crimen, en otra sociedad puede ser tolerado y hasta elogiado. Y viceversa. Los principios morales, pues, serían de carácter convencional, es decir, resultado de acuerdos o pactos colectivos cambiantes y diversos.
El relativismo fue formulado ya en la antigua Grecia por los sofistas, que en muchos aspectos son los precursores de los actuales asesores políticos. Pero según Paul Johnson fue a inicios del siglo XX cuando se convirtió en una idea popular. Ello fue debido a que los avances científicos parecían cuestionar cualquier tipo de sabiduría tradicional, y especialmente el cristianismo. Tras el período colonial, disciplinas como la antropología prácticamente convirtieron el relativismo en una doctrina incuestionable, anticipando el fenómeno posterior de la corrección política. Se dejaron de utilizar términos como "primitivo", "bárbaro" o "salvaje" para referirse a determinadas culturas, porque ello suponía transigir, implícitamente, con el anatema de que existen sociedades más avanzadas que otras.
El problema del relativismo es que, si todas las concepciones morales valen lo mismo, ninguna vale nada. O dicho de otro modo, si todo el mundo tiene razón, ello incluye también (¿por qué no?) a aquellos que no creen ni en el derecho ni en la democracia. Ya lo vieron contemporáneos de los sofistas como Sócrates: si todos los valores son meras convenciones, al final sólo la fuerza decidirá cuáles pueden acabar imponiéndose. El relativismo, aunque suele confundirse con el espíritu de pluralismo y diálogo, en realidad da vía libre a las peores formas de opresión y de injusticia, que pasan a ser justificadas en nombre del multiculturalismo o de la neutralidad ideológica. (Pensemos en el caso del aborto libre.)
La aparente neutralidad ideológica del relativismo, por cierto, encubre una opción muy concreta por las concepciones del positivismo jurídico, lo que significa privar completamente al individuo de su derecho a cuestionar ninguna norma emanada del Estado. Son muy significativas las citadas alegaciones de la abogacía del Estado a unos padres que se oponen a la asignatura de Educación por la Ciudadanía, por considerarla adoctrinadora. (Imprescindible la entrada de Elentir.) Citando al filósofo del positivismo jurídico Kelsen, los servicios jurídicos estatales sentencian que el relativismo es la base de la democracia. Pero al mismo tiempo, alertan contra el ejercicio genérico de la objeción de conciencia, por el riesgo de "relativizar" los mandatos jurídicos. Por lo visto, el entusiasmo relativista se detiene justo ante la coacción estatal. Destruida cualquier noción de una moral universal anterior a todo derecho, el poder del Estado se convierte en lo único intocable, en lo verdaderamente sagrado.
El islamismo puede parecer lo más opuesto que existe al pensamiento relativista, pero como se deduce de lo anterior, en realidad conduce a los mismos resultados, sólo que de manera mucho más directa y brutal. El islam es la creación doctrinal de Mahoma, un caudillo político y militar que en el siglo VII aprovechó el vacío dejado por el Imperio Romano de Occidente para imponer el dominio árabe desde Oriente Medio hasta España. A diferencia del cristianismo, el islam no pone el énfasis en la salvación individual, sino en la organización social y en el sometimiento o la destrucción de los infieles. No es tanto una religión como un sistema político. El islam supone la entronización de la fuerza (llámese Alá o como se quiera) por encima de todo. Y el islamismo no es más que la adaptación en términos ideológicos modernos del islam.
Las analogías históricas entre el cristianismo y el islam son superficiales y conducen a graves equívocos. El cristianismo, a diferencia por ejemplo del judaísmo, es proselitista, trata de ganar adeptos, pero este carácter nace de su vocación universalista. Todos los seres humanos son criaturas de Dios, y por tanto tienen derecho a recibir el Evangelio. Por muchos abusos que se hayan producido en el pasado, la religión cristiana no se ha identificado con un sistema político determinado, ni siquiera con una cultura específica. Todo lo contrario, la noción de la dignidad de la persona, que está en la base de la democracia, los derechos humanos y la tolerancia, procede del cristianismo. El islam, en cambio, sólo tolera a los infieles tras su completo sometimiento, y utiliza la democracia con completo cinismo, como un instrumento para terminar implantando su modelo despótico, con métodos muy similares a los de los totalitarismos modernos. Para sostener esta afirmación, basta comparar los sistemas políticos de los países con población mayoritariamente cristiana, con los musulmanes.
En Occidente, el relativismo trata de relegar a los cristianos cada vez más fuera de la esfera pública. En Oriente y en África, directamente son exterminados, generalmente por los islamistas. Ambas persecuciones, aunque de grado muy dispar, convergen de manera evidente. Los medios de comunicación occidentales han dedicado mucho más espacio a las denuncias de pedofilia contra curas católicos (sin duda gravísimas), que a los asesinatos masivos y la violencia sufrida por las poblaciones cristianas en Iraq, Nigeria y otros muchos lugares del mundo.
Aquí se trata de condenar a los cristianos a la invisibilidad: Eliminación de los crucifijos y otros símbolos religiosos; utilización de un lenguaje aséptico, desprovisto de connotaciones cristianas; sustitución de la liturgia cristiana por artificiosos remedos laicistas ("bautismos" civiles, "comuniones" civiles); ridiculización -cuando no criminalización- cotidiana en los medios de comunicación... Allá los cristianos son simplemente expulsados o asesinados. En Irak, desde el 2003 se estima que el 60 % del millón de cristianos que vivían en el país, lo han abandonado o han sido exterminados. Según el Vaticano, unos 150.000 cristianos mueren al año por la persecución religiosa en todo el mundo. Si esta cifra es cierta, significa que cada año es asesinado un número de cristianos superior al total de víctimas de la guerra de Iraq desde el 2003 hasta hoy, incluso si contamos entre estas a las causadas por los terroristas islamistas, muchas de los cuales lo son por su condición de cristianos.
El resultado hacia el que nos dirigimos es que, mientras fuera de Europa y América, los cristianos son hostigados de manera creciente y despiadada, y en algunos lugares están condenados a desaparecer, en Occidente los islamistas no dejan de exigir mayor reconocimiento, prerrogativas e influencia. Y en virtud de la ideología relativista y multiculturalista imperante resulta cada vez más difícil negárselos. A diferencia de lo que ocurre con la religión cristiana, nadie tiene el valor de bromear lo más mínimo con las creencias islámicas, con lo cual éstas van ocupando gradualmente el vacío dejado por aquella en el espacio público. En el programa de humor de José Mota de la pasada Nochevieja, como no podía ser menos, no faltó una parodia del Papa bailando la canción de moda. Hay que decir que la broma -por lo que pude entender en medio de la celebración familiar de la que participaba- no era como otras veces de mal gusto ni malintencionada, pero, también como de costumbre, no hubo ninguna sátira de Ahmadineyah ni nada equivalente.
El relativismo laicista y el islamismo actúan objetivamente como una pinza contra el cristianismo. Irónicamente, los laicistas no dudan ocasionalmente en utilizar ejemplos de la expansión islamista en Occidente para prevenirnos contra la religión en general. Pero al tratar a todas las confesiones por igual están favoreciendo a la que emplea métodos implacablemente violentos para crecer. Y sobre todo, están liquidando los fundamentos morales de la democracia liberal, que como decíamos, en buena parte derivan del legado cristiano. Con lo cual todavía se favorece más el avance de un sistema teocrático carente de complejos humanistas. Se trata de un proceso que se retroalimenta a velocidad infernal, y en el que determinados acontecimientos, como una posible entrada de Turquía en la Unión Europea, podrían convertirlo prácticamente en inexorable.
Tanto los cristianos como los no creyentes que se inspiren en los principios humanistas clásicos deben forjar una alianza estratégica para intentar desviarnos del camino hacia el abismo, para romper la pinza relativismo-islamismo que amenaza no sólo a la religión fundada por Jesucristo, sino a los principios de nuestra civilización: la libertad individual, la igualdad ante la ley y la democracia. Es preciso desmontar sin tapujos las trampas de la corrección política y dejar de pedir perdón por que la civilización judeocristiana haya producido los mayores niveles de libertad y prosperidad de la historia.
[ACTUALIZACIÓN: Recién publicada esta entrada, leo esto.]