Recién publicada mi entrada anterior sobre el antisemitismo, leí ayer la noticia de que Israel ha vuelto a asesinar a un científico nuclear iraní. Al parecer, la criatura acababa de volver de Corea del Norte. (No parece que el motivo de su visita a la dictadura comunista fuera ningún congreso filatélico.) Mi primera reacción ha sido -lo reconozco- escasamente evangélica: Me embarga una gran alegría cada vez que Israel sabotea el programa nuclear iraní, sea utilizando virus informáticos como Stuxnet (una verdadera virguería), sea por métodos más expeditivos, como hacer volar por los aires (¡en pleno Teherán!) el vehículo donde viaja uno de los ingenieros que colaboran activamente en los propósitos de Ahmadineyah: Ya saben, terminar lo que Hitler empezó.
Más en frío, la euforia se mitiga un tanto, pues uno da en pensar cuánto tiempo podrá seguir Israel aplazando lo inevitable (?), que una siniestra teocracia que promueve el terrorismo se haga con la bomba atómica. Israel solo no podrá seguir siendo indefinidamente el ángel de la guarda de Occidente. Vale la pena leer el artículo de La Vanguardia, enlazado antes, sobre todo lo referente a la unidad de élite del Mosad conocida como Kidon, autora del atentado en Teherán. Compuesta por 33 hombres y 5 mujeres que dominan numerosos idiomas -incluido por supuesto el persa- y capaces de entrar y salir con facilidad de Irán, uno no puede menos que admirarse -y sobrecogerse- de que cosas tan graves dependan de tan poca gente.
Desgraciadamente, la dictadura iraní afirma haber detenido a algunos presuntos participantes del atentado. No quiero ni pensar en lo que les van a hacer a estos infelices, tengan o no algo que ver con los actos que se les imputan. Firmo ahora mismo para que los traten como en Guantánamo -o incluso como en una cárcel belga.