Un profesor de Primaria de un colegio sevillano ha cambiado de sexo, y ahora es profesora. Se llama Josefa Suárez, y ha explicado su caso en el periódico El Mundo. El artículo (requiere suscripción) no elude incurrir en los tópicos previsibles: Que se trata de "algo natural", que debemos respetar lo que no es más que una legítima decisión personal, que la reacción de padres, alumnos y demás profesores ha sido en general de comprensión y apoyo... Todo muy políticamente correcto -edulcoradamente correcto- sin el menor asomo de opinión discrepante. Pero lo que más me ha llamado la atención son las siguientes palabras de Josefa Suárez:
"A los tres años, [los niños y niñas] ya manifiestan su identidad de género, que puede evidenciarse en los juguetes con los que juegan, la ropa que les gusta, o las posturas que adoptan."
Pero ¡cómo! ¿No habíamos quedado en que eso de que hay diferentes juguetes para niños y para niñas, diferente ropa y diferentes comportamientos era una concepción inadmisiblemente sexista? Como se enteren las feministas radicales de que Josefa, cuando era un niño, empezó a sentirse niña, entre otras cosas, porque le gustaban las muñecas, no me cabe la menor duda de que pondrán el grito en el cielo.
Aunque, bien pensado, si yo fuera ellas, lo último que haría es llamar la atención sobre casos como este, que en realidad no hacen más que poner en solfa las falacias de la ideología de género. Los cambios de sexo, pese a ser estadísticamente raros, muestran claramente que la identidad sexual no es ninguna construcción social, sino que viene dada por nuestro equipaje genético. Y eso incluye jugar con muñecas, o con coches, y preferir un tipo u otro de vestimenta. Por supuesto, en la naturaleza siempre hay excepciones, y del mismo modo que hay niñas que prefieren los juegos de niños (sin que por ello vayan a ser necesariamente lesbianas de mayores), también existen, al parecer, personas que por razones congénitas desarrollan una especie de doble identidad o indefinición sexual con la cual no se sienten cómodas.
Me parece perfectamente legítimo que en casos como éste la medicina intervenga, si así lo desean los interesados. Aunque sería interesante saber si todos tienen un final feliz, si nadie se arrepiente de someterse a tratamientos tan drásticos, y sobre todo si de verdad encuentran lo que buscan. Y otra cuestión que debería analizarse, sin prejuicios de un tipo u otro, es si estas personas que cambian de sexo son las más indicadas para, por ejemplo, dar clases a niños de primaria. No niego de entrada que lo sean, pero sí me rebelo ante la actitud orwelliana de negar que determinados temas puedan siquiera plantearse, como si hacerlo nos colocara a priori, antes de ningún debate racional, en una posición éticamente condenable. Como observa Anthony Browne en The Retreat of Reason:
"La corrección política (...) es un ataque a la razón porque el rasero que mide la aceptabilidad de una opinión deja de ser una verdad objetiva, empíricamente demostrada, y lo que cuenta es hasta qué punto se ajusta a la opinión establecida de la corrección política. (..) Se ha creado un paisaje emocional a menudo abrumador que recompensa a la gente con un sentimiento de virtud si cree en según qué cosas y la castiga con el sentimiento de culpa si cree en según qué otras."
Y sentencia Browne más adelante:
"Los argumentos políticamente incorrectos no son refutados; sencillamente son expuestos de modo que todo el mundo entienda que son inaceptables porque no son políticamente correctos."
Lo que en todo caso se deduce de esta historia es que las (benditas) diferencias entre hombres y mujeres no son meramente culturales, sino que laten en lo más profundo de nuestra naturaleza biológica. Y si no, que se lo pregunten a Josefa.