Mi hijo me preguntó un día si cuando tuviera doce años (lo que para un niño de ocho o nueve, que tendría entonces, es casi una edad provecta) Spiderman seguiría siendo su superhéroe favorito. Le contesté piadosamente que yo tenía cuarenta y Spiderman era también mi preferido. Resulta conmovedor que a tan tierna edad, uno ya sea capaz de intuir que no siempre pensará igual. Yo mismo, mucho más crecidito, en raros momentos de lucidez me sentía atormentado por la duda de si mi fe veinteañera en la revolución y el socialismo sería eterna. Quién me iba a decir que al cabo de apenas una década yo me convertiría en un acérrimo defensor del mercado libre.
Antes se solía asegurar que con la edad, lo normal era ir perdiendo los ímpetus izquierdistas juveniles. No sé si fue Churchill quien dijo aquello de que "a los veinte años, quien no es de izquierdas no tiene corazón; a los cuarenta, quien es de izquierdas, no tiene cerebro." Pero actualmente, esto no parece corresponderse con la realidad generacional, al menos no en la misma medida que antaño. Quizás sea una falsa impresión mía, pero yo aseguraría que en el presente hay más progres mayores de cuarenta o cincuenta años que antes. Si esto es así, la razón creo que no es difícil de comprender. Hace apenas unas décadas, ser de izquierdas era cosa seria. Uno estaba por la abolición de la propiedad privada, por la economía planificada y la dictadura del proletariado. Es normal que el tiempo acabara curándote de estos delirios, y que escarmentado por haber incurrido en errores tan groseros, acabaras recelando incluso de la izquierda supuestamente moderada.
Sin embargo, hoy ser de izquierdas no requiere la adhesión a principios tan feroces. Lo ha puesto de manifiesto Najat el Hachmi, una escritora catalana de origen marroquí, en un artículo titulado "¿Qué es ser de izquierdas?". A sus treinta añitos, como me pasaba a mí a los veinte, se confiesa alarmada por la posibilidad de dejar de ser de izquierdas "cuando sea mayor".
"¿Significa -se pregunta- que... no creeré en que todos tenemos derecho a vivir en condiciones de igualdad?"
Y prosigue:
"¿Justificaré que exista gente no sé dónde a quien le saldría más a cuenta practicar la esclavitud que el trabajo remunerado? ¿Pensaré que viva el consumo sin ton ni son y que es mejor deslomarse trabajando para despilfarrar el propio dinero en el último trasto inútil que vivir dignamente con la propia ganancia y disfrutar de ella? Cuando sea mayor, ¿empezaré a creer que quizá la emancipación de las mujeres no fue buena para el mercado de trabajo ni para la educación de los hijos? ¿Dejaré de pensar que cada uno tiene derecho a hacer de su vida lo que le plazca, a acostarse con quien (o qué) quiera? ¿Dejaré de creer que el sexo, la procedencia, el color de la piel o la edad no deberían ser justificantes de discriminaciones? Pues vaya mierda hacerse mayor."
O sea, que para esta joven, dejar de ser de izquierdas, o lo que es lo mismo, ser de derechas, es estar contra la igualdad, en contra de que la mujer trabaje fuera de casa, en contra de los gays y a favor del consumismo derrochador, la xenofobia, la explotación y el racismo. No precisa si también te tiene que gustar el Fari y hay que ser hincha del Atlético de Madrid, pero si este es el esquema predominante, uno entiende que sólo una minoría de españoles se confiesen de derechas en las encuestas, incluso entre los que ya tienen una cierta edad. Ser de izquierdas es hoy mucho más fácil. No se necesita pensar, ni leer, basta con ver la tele y tener sentimientos normales, del tipo de sentir compasión por la imagen de un niño africano desnutrido, aunque no sepamos muy bien en qué país ni en qué momento ha sido tomada. De hecho, es preferible ignorar estos detalles; así es más sencillo culpar al neoliberalismo.