Ayer escuché en la radio, en uno de los actos en memoria del 11-M, a una mujer que decía que las víctimas de los atentados de hace seis años "dieron su vida por la democracia".
Lo siento, pero no. Las víctimas del 11-M no murieron por la democracia. Eran en su mayoría personas inocentes que habían madrugado como cada día, para ir a trabajar o a estudiar. ¿No es algo suficientemente honroso, como para que debamos adornarlo con una retórica hueca?
Por la democracia mueren nuestros militares en Afganistán, o los servidores públicos asesinados por ETA, es decir, aquellas personas que se juegan la vida por el uniforme o el cargo que han elegido, o por las ideas que voluntariamente defienden. Pero los pasajeros de los cuatro trenes que los terroristas hicieron estallar el 11 de marzo de 2004 no hacían otra cosa que ocuparse de sus asuntos personales, ajenos a cualquier amenaza. Ello no resta un ápice de nobleza a sus vidas, ni hace menos dolorosas sus muertes, más bien al contrario. Lo indeciblemente trágico es que no murieron por la democracia, sino que murieron con ella, si por democracia entendemos un sistema político al servicio de los ciudadanos y sometido a la Justicia, no uno que sigue sin averiguar quién mató a casi doscientas personas para cambiar el gobierno.