Según la versión gubernamental, los atentados del 11-M fueron obra de una célula de Al-Qaida cuya actividad criminal habría presentado las siguientes particularidades:
- No habría tenido empacho en colaborar con confidentes policiales tanto musulmanes como no musulmanes.
- Pudiendo inmolarse en la ejecución del atentado (como luego supuestamente terminarían haciendo en Leganés), prefirió optar por un método mucho más complejo técnicamente, y más fácil de rastrear para la policía.
- Eligió una fecha que podía tener un gran impacto en las elecciones.
- Habría utilizado explosivos robados en una mina asturiana, en lugar del método mucho más seguro de la elaboración propia. Lo cual no resulta muy congruente con el punto anterior, pues por un lado optan por una metodología relativamente sofisticada, y por el otro renuncian a fabricarse sus propios explosivos, como han demostrado otras células islámicas que son perfectamente capaces de hacer.
La sentencia dictada en el juicio del 11-M, sin embargo, no se pronuncia sobre quién está detrás de los atentados, y se limita a condenar a algunos de los acusados como autores materiales o colaboradores. Por otra parte, es cierto que no se cuestiona la validez jurídica de la pruebas policiales, a pesar de las graves dudas que inspiran. No creo que haya tribunal en España con agallas suficientes para cuestionar una actuación de la policía con tantos puntos oscuros. Si por mucho menos hubo un magistrado al que se echó de la carrera judicial (Gómez de Liaño) o un director de un periódico al que le montaron un vídeo sexual, imaginemos qué hubiera ocurrido si este tribunal hubiera osado dar por inválidas la pruebas principales, procesar a los policías implicados en las manipulaciones y –como efecto colateral- erosionar definitivamente la credibilidad del actual gobierno, a pocos meses de las elecciones. La campaña de destrucción como mínimo moral que se hubiera iniciado contra Bermúdez y sus colegas habría sido aterradora.
Mi escepticismo hacia la resolución de la Justicia, por tanto, no puede ser mayor. Pero en cualquier caso, sea cual sea la verdad de lo que ocurrió aquel nefasto 11 de marzo de 2004, sigo pensando que no puede interpretarse de otro modo que como un golpe de Estado encubierto. Fuera Al-Qaida, fuera ETA, fuera una trama parapolicial, o una combinación de estas posibilidades, el móvil fue cristalino: cambiar el gobierno de España, aun a costa de la vida de casi doscientas personas. Y mientras no se desentrañe la verdad y se haga pública, sobre nuestra democracia seguirá planeando algo más que la sombra de una duda.