domingo, 2 de septiembre de 2007

Liberales y conservadores (I)


1. Cuestionando prejuicios

La relación entre liberales y conservadores no es una cuestión simple, no está clara para todo el mundo, incluidos muchos liberales. De hecho, algunos opinan que no hay nada más opuesto a un liberal que un conservador, mientras que otros no vacilamos en utilizar indistintamente los términos liberal y liberal-conservador –incluso a veces, aunque con ciertas cautelas, sencillamente conservador- para referirnos a nuestras propias posiciones.

En primer lugar, habría que desmontar la burda explicación con la que los seudoprogresistas se complacen en despachar el asunto. Según ellos, la derecha cuando habla de liberalismo sólo se refiere al económico, es decir, a la defensa del sistema capitalista, que sólo interesaría a los ricos. Si escarbamos un poco -nos dicen, a modo de demostración- observaremos que el liberalismo de la derecha se diluye ante decisiones personales que no son de tipo económico, y se convierte en partidario de restricciones a la libertad individual basadas en la moral tradicional.

Una primera objeción superficial es que la derecha realmente existente no es tan carca como nos la quieren presentar, y que manifiesta mucha más tolerancia y pluralidad en todo tipo de temas relacionados con la conducta sexual, las creencias religiosas, etc, de lo que se quiere reconocer. Aunque como descripción esto es válido, como argumento es de una ingenuidad pavorosa. Si la derecha debe defenderse de los ataques pidiendo perdón y negando que sea tan derechista como dicen, quiere decir que no cree en sus propias ideas sino que ha interiorizado el esquema izquierda buena, derecha mala, que por supuesto defiende la primera. De ahí toda esa retórica del centro, que no es más que la renuncia a los principios con el fin de alcanzar el poder. El problema es que, al final, lo que suele ocurrir es que se pierden los principios, y se pierde el poder.

Pretendo destruir la caricatura de izquierdas de las relaciones liberalismo-derecha atacándola desde dos frentes. Primero, tenemos la gran mentira de que el capitalismo interesa más a los ricos que a los pobres, y que explicaría por qué la derecha recibe más votos en Pedralbes o el barrio de Salamanca que en las barriadas de trabajadores (como en la que vive quien esto escribe, por ejemplo). Y segundo, tenemos la distinción entre decisiones del individuo de tipo económico y de tipo personal, o lo que algunos han definido, descendiendo un escalón más en la tosquedad conceptual, como libertades de cintura para arriba y de cintura para abajo.


1.1. Los pobres tienen que ser de izquierdas

Ante todo notemos que incluso si se demostrara que el sentido del voto está íntimamente relacionado con la renta (lo cual es muy discutible), ello no demostraría nada. Si la gente votara en función de sus intereses objetivos, la distribución del voto por distritos o por rentas sería todavía mucho más drástica, aunque quizá no en el sentido que se suele creer (que las clases bajas votarían izquierda y las medias y altas derecha). El caso es que la gente vota según sus intereses subjetivos, es decir, según lo que cree que le conviene, o lo que se supone que debe pensar que le conviene, y esto significa que existen diferentes motivos para votar a las mismas siglas. No son los mismos los del empresario que piensa que la derecha será más favorable a las reducciones de impuestos, que los de la señora del abrigo de visón que asocia vagamente al Partido Popular con una cierta idea de orden clasista. Pero atendámonos a los hechos. ¿Quién dice que los empresarios sólo piensan en reducciones de impuestos? ¿No han reclamado también, tradicionalmente, medidas proteccionistas –es decir, de reducción de la competencia, lo que es contrario al capitalismo- a las que se prestan alegremente todos los partidos cuando llegan al poder, pero que casan más con el intervencionismo de la izquierda? Y por otra parte ¿responden actualmente las elites al estereotipo del abrigo de visón, o más bien debemos pensar en toda una clase de profesionales liberales, empresarios y funcionarios que no ven ninguna contradicción en expresar opiniones “avanzadas” (léase de izquierdas), votando en consecuencia a partidos socialistas, mientras inscriben a sus hijos en colegios privados y se construyen preciosas viviendas unifamiliares con piscina?

El capitalismo o sistema de libre mercado parte de la base de que como menos se interfiera en la libre competencia, ya sea con medidas fiscales o regulaciones, la productividad total de la sociedad (la riqueza) tenderá a una situación óptima, en el sentido de que se producirá la mayor cantidad de mercancías y servicios para los que existe demanda y –esto se incluye en lo anterior, pero no está de más resaltarlo- se utilizará al máximo la fuerza laboral, reduciéndose el desempleo al mínimo posible. Como las necesidades humanas no son constantes, sino siempre susceptibles de aumentar, esta situación óptima equivale a un crecimiento sostenido de la riqueza, que se traduce en un aumento de la oferta de trabajo, esto es, de los salarios, y por tanto en un aumento general del nivel de vida de la mayor parte de la población, aunque no de la igualdad. Es decir, siguen existiendo ricos y pobres, pero los pobres tienden a serlo menos en términos absolutos. Es por ello que los pobres de los países ricos viven mejor que algunos ricos de países pobres (y sobre todo que los ricos de épocas pasadas), e incluso se ha observado que el nivel de vida de los pobres de Estados Unidos (definidos así en relación a la riqueza media de ese país) tiene poco que envidiar al de las clases medias de algunos países europeos, donde el mercado libre (el “capitalismo salvaje”, si lo preferís) sufre más restricciones. Resumiendo, el capitalismo implica un aumento absoluto del nivel de vida de la mayoría de la población, aunque ello no es incompatible con un aumento de las desigualdades relativas. De estas últimas procede en gran parte el descontento que nutre a las ideologías anticapitalistas, las cuales no se basan en consideraciones racionales, sino emotivas (la envidia a los que tienen más, la búsqueda de seguridades ilusorias, el miedo a asumir responsabilidades, la impaciencia por tener ya lo que generalmente se consigue tras años de trabajar duramente, la sincera pero irreflexiva indignación ante la miseria, etc).

La cuestión es: Definido de esta forma el sistema capitalista, ¿conviene más a los ricos o a los pobres? ¿Están los primeros más interesados que los segundos en el aumento de su nivel de vida? ¿Quién está objetivamente más interesado en un aumento general del bienestar, el que tiene prácticamente todas sus necesidades y no pocos caprichos cubiertos, o el que todavía espera poder realizar muchos sueños materiales? Adam Smith, el padre del liberalismo económico, apuntó que en una situación de competitividad sin trabas, los beneficios empresariales serían lógicamente menores. Sólo el pionero que consigue abrir un nuevo mercado o descubrir una nueva necesidad, puede durante un tiempo verse compensado por unos beneficios extraordinarios, merced a su posición de casi monopolio, pero en la medida que vayan surgiendo imitadores, sus ganancias volverán de nuevo a la normalidad del mercado desarrollado, deberá esforzarse en mejorar sus precios o su calidad, e incluso los salarios que paga, si no quiere que consumidores y trabajadores opten por la competencia. No está claro en absoluto que el capitalismo sea lo mejor para los ricos, y de hecho es evidente que los mejores negocios se hacen a la sombra del poder político, como ilustra a la perfección la llamada “cultura del pelotazo” que caracterizó los años de gobierno del socialista Felipe González.

Pero sobre todo, lo que no les interesa a los pobres, objetivamente (otra cosa son sus percepciones), son las medidas de redistribución de la riqueza aplicadas por los gobiernos con la aparente finalidad de favorecerlos a ellos, a costa de los más pudientes. Porque con ello lo único que se consigue es alterar el mecanismo natural del mercado, disminuyendo la creación de riqueza, que es como hemos visto la fuente de todo aumento del bienestar material, y sustituyendo el ascenso social de la gente modesta y las clases medias por la dependencia de los subsidios y prestaciones públicos, es decir, la eternización de cada cual en su nivel de vida presente, reduciendo las posibilidades de mejora. Lo cual a su vez permite mantener a la izquierda bolsas de voto constituidas por todos aquellos que han perdido la esperanza de prosperar en el “capitalismo” (o sea, en el capitalismo adulterado por ese mismo Estado para así poder ofrecerles la salvación). O dicho de otro modo, el Estado Providencia ofrece cambiar el progreso material de la mayor parte de la población por una ilusoria sensación de seguridad, siempre amenazada por la ineficacia insostenible del sector público.

Nota: De ahí la alianza de la izquierda con el discurso ecologista, que pretende ayudar a reconciliarnos con el recorte del crecimiento provocado por el intervencionismo estatal, persuadiéndonos de que, de todos modos, no sería sostenible. Pero la especie humana lleva miles de años explotando unos recursos limitados, gracias al aumento exponencial de la productividad generado por el progreso tecnológico, y es harto dudoso tanto que la finitud de determinadas materias primas (básicamente minerales de la corteza terrestre) no pueda ser superada técnicamente, como que aunque pudiera llegar a plantearse ese problema, estemos cerca de ello.

Continuará...