Aunque no comparto sus tesis, tiendo a simpatizar con aquellos pensadores que despotrican del progreso. Ellos van de frente, no engañan a nadie, no buscan prosélitos. Mi preferido es Cioran, porque es de los pocos que ningún movimiento político puede ya no utilizar, ni siquiera tergiversar. Su nihilismo es tan rotundo y su prosa tan alejada de jergas seudofilosóficas a la moda, que no hay lugar a interpretaciones, sería imposible buscar en su obra un párrafo que pueda servir para justificar ni remotamente el poder del más insignificante funcionario.
"Que la Historia -dice- no tenga ningún sentido, es algo que debería alegrarnos. ¿Nos atormentaríamos acaso por una solución feliz del porvenir, por una fiesta final en la que nuestros sudores y desastres corriesen con todos los gastos? ¿A favor de idotas futuros, exultando sobre nuestras penas y bailoteando sobre nuestras cenizas? La visión de un desenlace paradisíaco supera, por su absurdo, las peores divagaciones de la esperanza."
El fragmento pertenece a Breviario de podredumbre, traducido por Fernando Savater (ed. Taurus). En efecto, el donostiarra fue el gran introductor de Cioran en España, en los años setenta, cuando jugaba a ser el enfant terrible de la filosofía española, cosa nada difícil en medio de aquel panorama desolador dominado por el marxismo decimonónico y poca cosa más. Desde luego, sus habilidades epatantes han perdido mucho, ahora se conforma con decir que España se la sopla. Sic transit... Pero no nos apartemos del tema. Cioran, con insobornable lucidez, comprendió que vivir, actuar, progresar, son la misma cosa. Coherentemente, se proclamó contra toda acción, contra la mera existencia. Sus libros se han entendido incluso como una apología del suicidio, por más que nunca lo pusiera en práctica (murió a los 84 años) y que según contaba él mismo, disuadiera a más de uno de hacerlo. Quizá la verdadera clave de su obra estriba en el sentido del humor que la recorre. Al contrario de lo que podría parecer, su lectura no es deprimente porque en el fondo nos invita a no tomar nada en serio, empezando por él mismo.
Hay otra clase de enemigos del progreso. Son aquellos pensadores a los que les gusta llamarse a sí mismos progresistas. Su lectura sí es deprimente. Es siempre en el fondo la misma historia lacrimógena de supuestas victimas de la pérfida "lógica del mercado", es decir, la reducción de todos los problemas de la existencia "a un sórdido conflicto económico" (Borges). Precisamente, si algo contribuye a desenmascarar a estos falsos amigos del progreso, es que cuando sus argumentos tradicionales de corte marxista empiezan a sonar demasiado monótonos, no dudan en acudir a filósofos irracionalistas como Nietzsche, que por supuesto abominaba de los que él llamaba con desdén "mejoradores de la humanidad". Diríase que prefirieran renegar de la noción de progreso, antes que reconocer que su particular vía hacia él hace aguas por todas partes. Es entonces cuando las concepciones relativistas y multiculturalistas, cuya genealogía romántica y reaccionaria expone con claridad Juan José Sebreli en un reciente libro, El olvido de la razón, empiezan a colonizar el territorio de la izquierda. Y nuestros supuestos defensores del laicismo y el universalismo empiezan a mirar para otro lado ante el avance del islamismo, y a salir por las peteneras del "respeto a la diferencia" y demás repertorio habitual de sandeces.
Podría pensarse que a fin de cuentas no sería tan malo que la izquierda dejara por fin en paz el concepto de progreso, que así podría ser restaurado, aligerado de las rémoras adheridas en los últimos dos siglos. Pero no nos hagamos ilusiones, los seudoprogresistas se caracterizan precisamente por eso, porque no van de frente, siguen reivindicándose como los únicos herederos de la Ilustración, al tiempo que dilapidan su legado a pasos agigantados.