Hoy hace seis años. Ese día no debía ir a trabajar, porque el 11 de setiembre es fiesta local donde yo vivo. Después de comer, me disponía a dejarme vencer por el sueño en el sofá, para lo cual tengo una receta casi infalible, que es poner la televisión. Pero ese día, claro, no me dormí. Primero fue la imagen de una de las torres del World Trade Center ardiendo. Parecía un accidente. La transmisión era en directo, pero algunas imágenes iban llegando desordenadas, con un desfase de algunos minutos. Cuando vi la imagen de la segunda torre ardiendo pensé que el choque del avión había sido tan brutal que había afectado de alguna manera a los dos edificios. Pero pocos instantes después, llegó a las televisiones de todo el mundo el video del segundo avión, describiendo una curva en el aire para estrellarse contra la Torre Sur. Ya no había duda de lo que significaba aquello. Permanecí ante la pantalla varias horas, era imposible hacer otra cosa ante unos acontecimientos que superaban lo imaginable. Mi hijo, que entonces todavía no había cumplido dos años (aún no había nacido su hermano) y que como todos los niños tiene un sexto sentido para captar el estado de ánimo de sus padres, quedó tan impactado que durante varios días, al vernos simplemente leyendo los periódicos exclamaba “buuum", manifestándonos a su manera que recordaba lo sucedido.
Desde luego, no hacía falta ser ningún experto en geopolítica para saber que algún grupo árabe estaba detrás del mayor atentado terrorista de la historia. Sin embargo, el corresponsal de El País en Washington, Enric González, al día siguiente se refirió en su crónica al “presunto ataque terrorista”. Puesto que no habló del presunto presidente de los Estados Unidos, ni de la presunta ciudad de Nueva York, debemos deducir que con ese adjetivo sugería no descartar por completo la posibilidad de que, a fin de cuentas, fuera todo un montaje sionista-imperialista. No se me ocurre otra explicación. ¿Te atribuyo injustamente un excesivo antiamericanismo, Enric? Dicen que tus libros dedicados a Nueva York y a Londres son dignos de elogio, al igual que tus crónicas deportivas sobre el Calcio. Pero el título que diste (al menos lo firmabas tú) a tu artículo de aquel triste 12 de setiembre, elevado a gran y único titular de la primera página, quedará para siempre como ejemplo del sectarismo más despreciable y necio que pueda concebirse:
El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush
Confieso que cuando empecé a pensar en un título para este blog, barajé la posibilidad de emplear esta frase, quintaesencia de la clase de discurso que más detesto. Lo excluí por temor a que algún bruto, o algún lector apresurado, no captara la ironía, y porque era demasiado larga: Es que encima, es un mal titular.
Pero para ser justos hay que decir que la peor ponzoña vertida por El País del 12 de setiembre de 2001 la contenían sus páginas de opinión. El editorial, titulado con engañosa sensatez “Golpe a nuestra civilización”, y tras unas razonables palabras acerca de la “agresión integral... contra la democracia y la libertad de mercado”, pasaba sin ambages a la insidiosa tarea de justificar lo injustificable, aludiendo al conflicto árabe-israelí con palabras favorables a Arafat y críticas con Sharon (“debe sacar lecciones de lo ocurrido”) y juzgando comprensivamente las manifestaciones de alegría en las calles palestinas por la muerte de miles de personas en Estados Unidos, como un “desquite por los sufrimientos que ellos han padecido tantas veces entre el silencio occidental”. Proseguía el pérfido editorialista, como no podía ser menos, precaviéndonos contra la demonización del islamismo, y de paso aprovechaba para ridiculizar el apoyo de Bush al escudo antimisiles, como si por haber sufrido un ataque terrorista hubiera que descuidar la defensa contra otro tipo de agresiones. Resumiendo, que por mucho atentado islamista que haya, no debemos perder de vista lo esencial, que los malos, además de tontos, son los yanquis y los judíos.
La verdadera cima de la ruindad, sin embargo, sólo podía alcanzarla el artículo firmado, cómo no, por el ex alto cargo franquista y Kulturkommissar máximo de la progresía Juan Luis Cebrián, “La política del odio”, un ejemplo difícilmente superable de los topicazos más rancios de la bazofia discursiva seudoprogresista. Refiriéndose a los Estados Unidos como el “imperio”, equipara la humillación (¿detecto cierta delectación en la palabra?) y el dolor causado por los terroristas a las perniciosas consecuencias en las relaciones internacionales que según él tendrá la respuesta de la república norteamericana. Y entonces nos desvela la causa de estos males, que no es otra que el “caldo de cultivo” del odio, constituido por “los desheredados de la tierra, los que no tienen nada que perder” (textual, no es parodia), los oprimidos por un “nuevo orden mundial que amenaza con consolidar el lenguaje de la violencia como el único posible en las relaciones entre los hombres"(!) La culpa hay que verla en “la falta de un diálogo racional entre los líderes de los países desarrollados, y el egoísmo ciego de muchos de ellos”, en la globalización (¡no podía faltar!) que divide a todos los habitantes del planeta en “víctimas” y “verdugos”(!!)... En suma, que todo el problema se origina en la negativa de Occidente a reconocer “las enormes distancias en el desarrollo de los pueblos”.
Decía Jean-François Revel que la mentira es la mayor fuerza que mueve el mundo. Y cabe preguntarse si hay mayor mentira, y más dañina, que ésta, que la violencia nace de la pobreza y la injusticia, y que Occidente, con los Estados Unidos a la cabeza, es el principal culpable de ambas. ¿Por qué este interés perverso en “comprender” a los enemigos de nuestra civilización, en poner en su boca supuestos argumentos contra nosotros mismos -que por cierto no vacilarán en apropiarse, aunque no crean lo más mínimo en ellos? Quizá sea la manera como algunos pretenden situarse en una cobarde neutralidad que confunden con la objetividad y la ecuanimidad. Pero sobre todo no debemos olvidar sus réditos políticos. En España hemos experimentado, por desgracia, en carne propia, las iniquidades derivadas de esa “política del odio” que en realidad no es otra que la practicada por personajes como Cebrián, el odio contra aquellos que salvaron a Europa de los totalitarismos nazi y comunista, contra esos Estados Unidos que han hecho infinitamente más por la libertad y la democracia en Europa, que lo que ni en sueños, y suponiendo que lo pretendiera, logrará jamás cierta clase de intelectuales enfermos, que pontifican sobre las “causas”, y acaso una parte de las causas son en buena medida ellos.