Los medios de comunicación suelen englobar dentro de la categoría de intelectuales a un heterogéneo grupo de profesionales: profesores, periodistas, escritores, artistas. ¿Qué tienen en común todos ellos? Estamos tentados de contestar, exagerando un poco la nota, que todos ellos suelen ser de izquierdas. La explicación preferida por los propios intelectuales sería que ello es el resultado de su espíritu por naturaleza crítico, que les lleva a cuestionarse lo establecido. Sin embargo, a esta visión autocomplaciente cabe hacer dos objeciones.
En primer lugar, que un historiador o un periodista deberían ser personas de espíritu crítico parece esperable –aunque luego también lo pondré en duda- pero menos obvio es el caso de un poeta, un novelista o un actor. La imagen del artista “comprometido” no es más, en mi opinión, que una consecuencia de esa aspiración histórica de los gremios artísticos de ser considerados como trabajadores del intelecto, con su mismo estatus social, lo que les lleva a mimetizar las actitudes y el comportamiento del mandarinato.
En segundo lugar, incluso entre los intelectuales stricto sensu, parece discutible que su filiación ideológica sea resultado de esa supuesta visión crítica, cuando precisamente es típico del discurso izquierdista el apoyo, o cuando menos la comprensión, hacia los regímenes más despóticos con tal de que sean socialistas o antioccidentales. Cuestionarse lo establecido es algo que suena muy romántico, pero lo que habría que preguntarse es qué entendemos por lo establecido, qué debe ser transformado y en qué sentido. Eso es lo que podríamos llamar con propiedad espíritu crítico, y no el comulgar con ruedas de molino al que se prestan frívolamente algunos premios Nobel.
En mi opinión una gran parte de los intelectuales tienden fatalmente al complejo de superioridad frente al resto de los mortales, lo que les lleva a despreciar el capitalismo, basado en última instancia en la pasión del vulgo por el bienestar material, y encarnado muchas veces en emprendedores de una inteligencia práctica tan notable como poco asistida por conocimientos teóricos o cultura literaria. Les parece que dejar que la gente persiga sus propios fines individuales, con las menores trabas posibles, conduce a la mediocridad y nos aleja de la sociedad ideal que ellos conciben regida por –a qué no lo adivinan- intelectuales.
Sé que esta explicación será tachada de populista, reaccionaria y antiintelectual. Pero populista es quien quiere hacer creer al pueblo que sólo él puede conducirlo hacia el bienestar. Reaccionario es quien trata de explotar los más ancestrales instintos gregarios (también conocidos como socialismo o nacionalismo) para ahogar las libertades individuales. Y antiintelectual es aquel que subordina la verdad a las necesidades del poder, como Lenin cuando defendía la mentira como arma revolucionaria.
Afortunadamente no todos los intelectuales son iguales. Algunos se han desembarazado de las veleidades antiliberales, y tratan de mantener su reputación progresista con vagas alusiones al “laicismo”, preocupados –supongo- porque la gente pasa demasiadas horas en la iglesia, en lugar de disfrutar de la vida en las terrazas de los bares. Otros incluso han dado un paso más, y ya no les importa su reputación, hasta el extremo de mostrar su predilección por el cristianismo frente al islamismo, o defender la idea de España. Pero sospecho que esto ya es demasiado para Savater.